7 de julho de 2007

"Los objetos a en el experiencia analítica" ESPACIO DE LA ESCUELA de la Sede de Madrid de la ELP - Número 1







Los objetos “a” en la experiencia analítica

Sesión del 29 – Mayo - 2007
Conferenciante: Miguel Cereceda
Coordinador: Sergio Larriera
Transcripción: Miguel Ángel Alonso. (revisada por el autor el 17 de junio de 2007)


Sergio Larriera: Buenas noches. Continuamos hoy con este espacio denominado Noches de la Escuela, en el cual estamos sosteniendo un debate en torno a la cuestión del objeto en psicoanálisis, y en particular los objetos “a”, que es el tema que nos ocupa. En esta ocasión contamos con un profesor de Estética, Miguel Cereceda, en función de su larga amistad con alguno de nosotros, y de su sostenida relación con el psicoanálisis, cerca del cual siempre estuvo, como yo señalaba en las palabras de convocatoria y presentación a este espacio.
Nuestra relación con Miguel Cereceda se remonta a 1988, es decir, antes incluso de la constitución de esta Escuela, y de sus antecedentes. Ese año participó en unas jornadas sobre el tema masculino/femenino, jornadas muy exitosas, con gran participación, cerca de trescientas personas inscriptas, y con una cantidad enorme de ponencias. Ahí lo conocimos, él como filósofo presentó una de las ponencias.

Para quienes no lo conozcan y no estén al tanto de sus méritos, señalo algunas cuestiones: es profesor de Estética y Teoría de las Artes en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, es miembro de la Junta Directiva del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y es crítico de arte en el diario ABC de Madrid. Al respecto, quiero mencionar que, hace unos años, realizó una crítica de un libro de Jorge Alemán y mío, crítica verdaderamente generosa, en la que dijo palabras que guardamos para siempre en el recuerdo.
Cereceda ha dejado reiteradas huellas de su orientación estética en las numerosas exposiciones de arte que ha comisariado. Nombraré algunas de ellas: En Cruce, Madrid, “Cirugía anestésica”, en 1995; “Hacia una nueva sensibilidad”, en Ámsterdam, Stedelijk Museum, 1996; en el Círculo de Bellas Artes, Madrid, en 1999, ”Veinte años de escultura española”, y en 2002 “Desesculturas”. En Bilbao, 2005, “El barco del Arte”, y en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, “Manolo Quejido. Pintura en acción”, 2006.
De sus libros publicados he destacado dos, por tener cierta resonancia con el psicoanálisis: El lenguaje y el deseo (1992), su primer libro, y El origen de la mujer sujeto, libro muy peculiar. Además, les sugiero éste otro libro que ahora les enseño, es el último: Los problemas del arte contemporáne@.

Es curioso como Miguel Cereceda escribe “contemporáne@”, con la a final. Siempre se habla de arte contemporáneo, pero él insiste peculiarmente en arte contemporánea. Esto tiene que ver con una posición, que atraviesa toda su obra, en relación a cierta interrogación sobre lo femenino, y cierto tipo de respuestas que encuentra en ese campo. Es un libro que recomiendo, especialmente a los psicoanalistas, porque se mueve con mucha soltura y precisión en una puesta al día del arte contemporánea, y, en particular, es especialmente útil para esta jornada, puesto que hay en él múltiples referencias, en distintas secciones del libro, a la cuestión que hoy nos va a ocupar: los ready-mades.

Los ready-mades son estos objetos que desde principio del S. XX hacen su aparición en el campo del arte produciendo un verdadero efecto de extrañamiento. Al respecto, podríamos decir que, Duchamp, al presentar un ready-made, separando al objeto de su significación estereotipada, llevándolo, en una dislocación, al campo de los objetos del arte, pretendía revelar la esencia de estos. Miguel Cereceda nos va a aclarar extensamente por qué introduzco a Marcel Duchamp. Se trataba de presentar al arte despojado de cualquier valor estético –esto es fundamental— para que la obra, en el juego de apariciones y desapariciones, revelase, hiciera surgir lo esencial de ese hecho. Sus ready-mades no estaban al servicio del arte cultivando el gusto del espectador, al rescatar, por ejemplo, objetos por su belleza formal. No escogía objetos por su belleza. Tampoco están al servicio del anti-arte, no escogía objetos por su fealdad, por su desagradable presencia. No se trataba, para Duchamp, de permanecer sujeto a los avatares del gusto. Esto me parece central en la reflexión que tratamos de hacer en el día de hoy.

En este último libro, Problemas del arte contemporáne@, Miguel Cereceda subraya un curioso efecto de los ready-mades sobre los críticos de arte. Aun los más advertidos, los autores de libros verdaderamente buenos sobre Marcel Duchamp, contra la expresa conceptualización del propio Duchamp, descubren belleza o fealdad en estos objetos. Dice Cereceda que pretender ver belleza o falta de belleza, no es más que un efecto de la contemplación reiterada de una obra. Los estudiosos quedan atrapados y fascinados por el mero efecto de repetición, de haber contemplado la obra tantas y tantas veces tratando de desentrañar el misterio. Esto en cuanto a lo que adelanto de lo que será el desarrollo de Cereceda.

¿Qué significaron estos objetos para Lacan? ¿Cuál pudo haber sido su interés en estos objetos que nos guían a nosotros en estos encuentros?

Son objetos de honda resonancia en el campo del psicoanálisis. Sin pretender invadir el campo de Miguel Cereceda, nombro dos de ellos: una rueda de bicicleta, un urinario. Estos objetos, arrancados de su contexto habitual y cotidiano, es decir, de una bicicleta, de un baño, y puestos en una sala de arte, se presentan aislados en un nuevo contexto, en un contexto artístico, surgen donde no debieran de estar. Esto ya resuena a los psicoanalistas. Un objeto que surge donde no debiera estar, produciendo el extrañamiento que corresponde a ese tipo de dislocación. La rueda que ha perdido la bicicleta aparece en una sala de arte.

Ahora hacemos una pregunta psicoanalítica y preparamos la intervención de Cereceda. Esa presencia dislocada, ese objeto que aparece donde no debiera estar, desde el punto de vista psicoanalítico, ¿es un objeto perdido? –un objeto perdido es aquél que el sujeto, a partir de la castración, siempre está buscando en el campo del Otro—, ¿es una pieza separada? –pièce détache, sintagma lacaniano que estamos procesando últimamente.
¿Se trata de algo que se está buscando en el campo del Otro como objeto perdido? ¿Se trata de algo que se ha perdido en el propio cuerpo? Esta es la pregunta propiamente psicoanalítica que hacemos, dirigida a Lacan, a partir de esta cuestión de los ready-mades, si el ready-made aparece ejemplificado por Lacan en uno u otro sentido, si es el objeto perdido de la castración, o si es una parte del cuerpo del sujeto que se ha separado, que ha caído.

Yo espero que la exposición de Miguel Cereceda nos dé las claves necesarias para despejar estas cuestiones. Espero también que la complejidad, que con toda seguridad nos va a aportar, a la vez nos proteja de lo obvio en nuestras conclusiones. Porque muchas veces manejamos frases hechas, ciertos sintagmas, y los repetimos en eso que Jacques-Alain Miller ha llamado últimamente la disance del campo analítico, una manera mitigada de referirse a la jerga psicoanalítica. Todos hablamos de los ready-mades, hoy vamos a ahondar en cuál es la gravitación del ready-made en la historia del arte contemporánea.

La tesis del libro de Cereceda es que la filosofía busca sentido en el arte. Es una tesis muy dura. La filosofía va al arte a buscar sentido, porque sus preguntas, ávidas de sentido, en realidad están todas verdaderamente sin responder. Pero si eso es lo que hace la filosofía, nosotros, como psicoanalistas, tenemos que hacer lo que se espera de nosotros, que no es exactamente esa búsqueda de sentido. Para nosotros no hay un sentido oculto que debamos revelar en el arte interpretando el obrar del artista. No se trata de eso. Por el contrario, aprendamos de su saber hacer con el síntoma evitando caer en la tentación que supone la interpretación y la propuesta de sentido. Si es ejemplar la obra del artista, lo es justamente por su saber hacer con su síntoma. Y Marcel Duchamp, a quien nos referiremos extensamente, es un ejemplo paradigmático de este saber hacer.

Le doy la palabra a Miguel Cereceda agradeciéndole su presencia.

Miguel Cereceda: Buenas noches. Muchas gracias a Sergio Larriera por su amable presentación, y muchas gracias a todos ustedes por estar aquí para escuchar una reflexión sobre la obra de Marcel Duchamp, sobre el ready-made, y sobre lo que éste puede aportar a los problemas, no sólo del arte contemporánea, sino también, específicamente, a la comprensión, al problema general del signo, y a la comprensión de un problema analítico fundamental como es el de la hermenéutica, el de la interpretación.

El 1 de Enero del 2001 recibí una tarjeta postal de un colectivo de artistas que se llaman Doméstico. Esa tarjeta, que enmarcaba la imagen del más célebre de los ready-mades de Duchamp, el urinario, ponía escrito: “Por fin Marcel Duchamp es un artista del siglo pasado”.
Que se celebre que Marcel Duchamp haya llegado a ser un artista del siglo pasado, y que se celebre por parte de los artistas con entusiasmo, quiere decir que en el S. XX, la presencia de Marcel Duchamp en el panorama del arte contemporánea, había sido estremecedora, abrumadora, hasta el punto de que buena parte de los artistas y pintores que trabajaban dentro de una tradición más o menos clásica, se consideraban como asediados, acosados por el efecto Duchamp. De algún modo consideraban que era un artista pernicioso para la cultura y arte contemporáneas, en particular por su aportación del ready-made. Duchamp había sido considerado, en este sentido, como el gran artista del S. XX.

El gran artista del S. XX, sin embargo, para uno de los críticos más importantes de la historia y de la crítica del arte contemporánea, Pierre Cabanne, era, a todas luces, Pablo Ruiz Picasso. Cabanne publicó un importante libro en dos tomos –se encuentra en castellano en una edición del Ministerio de Cultura—, el libro se titula Le siècle de Picasso (El siglo de Picasso). Picasso había marcado absolutamente, sin lugar a dudas, todo el arte del S. XX. Todas las vanguardias habían estado en una relación directa con Picasso. De algún modo, la historia del arte del S. XX, siempre se explicaba, hasta los años 60, como el efecto de la radiación del Cubismo de Picasso y su influencia en artistas tales como, por ejemplo, los constructivistas rusos, o todos los continuadores de la vanguardia a partir del Cubismo, los surrealistas, y también los artistas del Expresionismo abstracto norteamericano.

La influencia de Picasso comienza a disminuir, sorprendentemente, a partir de los años 50, y empieza a ascender prodigiosamente la de un artista que había desarrollado buena parte de su trabajo a principios de siglo, en torno a la primera y segunda décadas del S. XX. Este artista empieza a tener su influencia, fundamentalmente a partir de los años 60. En el año 68, el mismo Pierre Cabanne, que había hecho el libro Le siècle de Picasso, mantiene una entrevista con este artista que está siendo muy influyente entre los jóvenes artistas conceptuales, entre los jóvenes artistas norteamericanos, y que ha sido muy reivindicado por los Fluxus, por Joseph Beuys, por el músico John Cage. Pierre Cabanne se acerca a entrevistar a Marcel Duchamp para preguntarle cuál es el sentido de su trabajo y el de su obra. Duchamp, con cierta ironía, le contesta: “Yo no hago absolutamente nada, en cierto modo mi arte consistiría en respirar y en vivir”

No era cierto que Duchamp no hiciese absolutamente nada. En esa época había terminado ya su obra de arte secreta, su segunda gran obra después del Gran vidrio, el Étant donnés. Es una obra en la que estuvo trabajando prácticamente durante veinte años, y que mantuvo en secreto. No se expuso hasta después de su muerte en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia. Recrea una especie de trampantojo. Se trata de un portón de una casa de campo de Figueres. Uno se acerca a mirar y, a través de un agujero en la puerta, se observa con estupefacción la presencia violenta del desnudo de un sexo femenino, en primer plano, recostado sobre un paisaje no muy seductor, pero abierto en un primer plano muy provocativo.

La sensación que tuvo en aquel momento Pierre Cabanne, era la desagradable sensación de que Duchamp era un artista cuya obra, de algún modo, había ya terminado, y lo había hecho definitivamente, específicamente, con la creación del ready-made, con una obra que es la que me ha sugerido Sergio Larriera para que hablemos de ella, por lo que tiene específicamente de vaciamiento del sentido o de superación de una vieja concepción del arte.

La importancia de Duchamp, como digo, va ascendiendo sorprendentemente casi cincuenta años después de la realización de su obra. Y esto es un problema, tanto para la crítica como para la hermenéutica, que no va a dejar de ser interesante analizar. Porque la obra de Duchamp, que se produce fundamentalmente en torno a los primeros veinte años del S. XX, no ejerce su influencia en el arte contemporánea hasta la segunda mitad del siglo, y posiblemente hasta los años sesenta.
Uno de los críticos más lúcidos de la teoría del arte contemporánea, ha querido interpretar esta influencia tardía de Duchamp, precisamente, en términos lacanianos. Hal Foster, en El retorno de lo real, hablando de la necesidad de la reelaboración del trauma, sugiere que la obra de Duchamp es traumática, en principio. Y como traumática se vive, pero no se realiza, no se reelabora, no se piensa. Solamente en la recepción de la obra de Duchamp a través de la segunda vanguardia, después de la segunda guerra mundial, sería reelaborada traumáticamente haciendo que tenga un efecto real sobre el arte contemporánea.

En cualquier caso, a mí me interesa contextualizar la obra de Marcel Duchamp en lo que podríamos denominar una crítica de la tradición romántica, de la práctica y de la teoría del arte, y de la estética, del S. XIX.
Sin duda, en la obra de Duchamp hay una reacción deliberada, abierta y consciente, contra el simbolismo y contra el expresionismo, que caracterizaban el arte de finales del XIX y principios del XX. Esta reacción es específicamente anti-romántica, en un sentido que ya señalé en una conferencia dada en Málaga, en un encuentro sobre el arte y las emociones, invitado por Sergio Larriera, conferencia que se encuentra en el libro titulado Problemas del arte contemporáne@, en el capítulo “estética y subjetividad”. Esta relación entre estética y subjetividad parece que es inmediata. La estética es el ámbito de la sensibilidad por excelencia, y la sensibilidad es el ámbito, no sólo de las sensaciones, de lo estético sensible, característico de la pintura o de la música, sino también el ámbito de los sentimientos y de las emociones. Sin lugar a dudas, un profesor de Estética se ocupa de problemas que atañen específicamente a la subjetividad, en tanto en cuanto el reino del que se ocupa la Estética es, específicamente, este ámbito que Hegel denominaba “la sorda región indeterminada del espíritu”, el ámbito de las sensaciones, de los sentimientos, de las emociones.

La tradición romántica configura, fundamentalmente, la estética, en el sentido de una articulación de las emociones. Todo el arte de la tradición romántica se entiende, básicamente, como expresión o manifestación de sentimientos y emociones. La expresividad y la intimidad son las dos notas características del arte del Romanticismo. Cuando Hegel, en sus Lecciones de estética habla de lo específico del arte romántico, señala propiamente la tendencia a la intimidad, a la interioridad, como característica más propia del arte romántico. Pues bien, esta tendencia a la intimidad se traduce, en la interpretación de Hegel, en una mayor valoración, en la relación con la obra, de los sentimientos, de las emociones, frente a la realización efectiva de la obra misma. Motivo por el cual Hegel considera que, en el arte romántico, hay una cierta muerte del arte, un cierto carácter superado, pasado, del arte, precisamente porque el momento romántico, que es el momento último del arte, es aquél en el que el arte valora, por encima de todo, la intimidad.
Esta intimidad, esta interioridad, es lo que Martin Heidegger, en un texto que se titula El origen de la obra de arte, valora específicamente como la vivencia. Posiblemente, dice Heidegger en el apéndice a esa conferencia del año 36 que se titula El origen de la obra de arte, el arte venga a morir en lo más vivo, en la expresión de lo más vivo, que es precisamente la vivencia. La vivencia es aquella manifestación pura de una interioridad, en la que lo importante ya no es la obra, sino precisamente el sentimiento emocional del artista, expresado en la obra, o la recepción de la obra.

La concepción romántica del arte valoraba fundamentalmente, desde el punto de vista de la producción de la obra, la idea del genio. El genio era un creador inspirado en el que el elemento somnambulesco e irracional de la creación era determinante. Era definitivo el elemento de la inspiración, incluso el de la locura, el del éxtasis. Y desde el punto de vista de la recepción, lo importante de la valoración de la obra era el elemento que hemos denominado de la vivencia.
Por este doble motivo, en el ready-made de Duchamp hay, por así decir, una doble crítica de estos dos aspectos románticos de la relación con la obra de arte. Porque, en primer lugar, en la obra de Duchamp el ready-made se combate específicamente, como acaba de señalar Sergio Larriera, el elemento estético. Está lo que Duchamp denomina una verdadera indiferencia estética o, incluso, una “cirugía anestésica”. La cirugía anestésica lo que hace es erradicar, precisamente cualquier tipo de complacencia estética en la contemplación de la obra, y particularmente la relacionada con la belleza.

Sin lugar a dudas, esta no es sólo una tendencia que apunta en la obra de Marcel Duchamp. Es una tendencia que se realiza en todo el arte de la vanguardia de principios de siglo, en su independencia con respecto a la idea de la belleza. El arte de la vanguardia de principios de siglo, por ejemplo en Picasso, se independiza por completo de la idea de belleza. En Les demoiselles d'Avignon no hay, en absoluto, una idea tradicional de belleza. Hay una representación obscena, incluso feísta, de una escena que puede ser desagradable en su representación, porque presenta a unas mujeres en un prostíbulo, en una actitud agresiva con respecto al espectador, incluso se representa una deformación del rostro, se utilizan máscaras africanas para darle una nueva y diferente expresividad a los rostros.

No es desde luego Marcel Duchamp el único que combate la estética de la belleza, de la contemplación bella de las obras de arte, a principios del S. XX. Sin embargo, sí que es cierto que Duchamp trabaja específicamente en la idea de una perfecta anestesia, una perfecta indiferencia estética, en la elección de la obra. Por eso se obsesiona mucho con la idea de una geometría de precisión, de una representación puramente geométrica, seca, donde no gotee la pintura, donde no haya expresividad. Una belleza de indiferencia. “Pintura de precisión −dice Marcel Duchamp− belleza de indiferencia.

¿Qué es la pintura de precisión? Marcel Duchamp y su amigo Picabia se dedicaban a pintar mujeres desnudas a las que denominaban Mariées (novias). Estas novias tenían, sin embargo, la apariencia de motores de gasolina, de depósitos, de cacharros en general, geométricamente, técnicamente, fríamente representados. Les daban este nombre irónico de novias, cuyo movimiento a veces era muy sexy, muy provocador. La novia que representa Marcel Duchamp Desnudo bajando una escalera, es una machine célibataire, una maquina soltera, su gran Novia desnudada por sus solteros, incluso, el cuadro más importante de Marcel Duchamp, si es que se trata de un cuadro, el Gran vidrio, es también una máquina soltera de estas características.
Mediante esta representación técnica y geométrica lo que el artista alcanza es belleza de indiferencia. “Pintura de precisión, belleza de indiferencia”. La pintura de precisión es desentenderse por completo de los elementos expresivos del pincel y de la pintura. Por eso pinta una Broyeuse à chocolat, una moledora, un molinillo de chocolate con líneas secas, técnicas, objetivas, frías, geométricas. Esta moledora de chocolate no deja de estar por ello exenta de una serie de contenidos eróticos sorprendentes. “Los solteros −dice Marcel Duchamp− muelen su propio chocolate”. Dando a entender con ello que los solteros se masturban reiteradamente, dando vueltas. Y la interpretación que podemos hacer de buena parte de las obras de Duchamp tiene que ver con esta idea del va y ven, del vaivén del onanismo. Un movimiento que se agota en sí mismo, se satisface, se llena y se vacía en sí mismo sin un sentido ulterior. Un movimiento con el que buena parte de los ready-mades de Marcel Duchamp también pueden interpretarse.
De hecho, uno de los intérpretes más autorizados de la obra de Duchamp, Juan Antonio Ramírez, en un libro fascinante y erudito que se titula Duchamp: el amor y la muerte, incluso, publicado en Ediciones Siruela, hace una lectura puramente sexual y explícitamente onanista de la mayor parte de los ready-mades de Duchamp. Esta lectura, sin embargo, insiste en un elemento que a mí me resulta preocupante. No sólo insiste en el componente sexual de todos los ready-mades desarrollados por Marcel Duchamp en la órbita del Gran vidrio, de los que ahora hablaremos, sino que además insiste, sorprendentemente, en observar una delectación estética en la elección de estos objetos. Delectación estética inquietante, preocupante, porque el propio Duchamp insiste, en muchas ocasiones, en sus textos, conferencias y entrevistas, en que lo que le llevó a elegir los ready-mades fue, fundamentalmente, una indiferencia estética, y que, si aparecía la belleza en la contemplación de estos objetos, era, única y exclusivamente, el resultado de una contemplación reiterada de los mismos. Decía Duchamp que si se observa reiteradamente un objeto, si uno se detiene en la contemplación de un objeto, si repite un mismo acto en muchas ocasiones, verá cómo termina encontrando un cierto gusto y una cierta delectación en ese acto. Pero, en cualquier caso, es cierto que la belleza aparece, pero aparece una belleza, posiblemente de indiferencia, una belleza de repetición, de reiteración.

Esto trae consigo el problema inquietante de si un objeto como el célebre urinario, la Fuente (1917), de la que ahora mismo hablaremos, es un objeto bello, es un objeto de las bellas artes, o es directamente una deliberada provocación, una bomba de relojería puesta en el sistema general del arte, para cambiar considerablemente nuestra concepción tradicional del arte.
Si Duchamp se enfrenta, en primer lugar, con el problema de la recepción de la obra en el sentido de la vivencia estética y, particularmente, en el sentido de la belleza de los objetos artísticos, desde luego también, en segundo lugar, se enfrenta con la idea fetichizada de la creación del artista, pensado en el sentido romántico, desde el punto de vista del genio como “originalidad de la creación”. Pues el Ready-made es también, absolutamente, la muerte de la idea de la originalidad. Si el artista romántico había sido valorado por el elemento poético, por la idea de creación –y aquí la creación es fundamentalmente esa idea de original, de algo nuevo que produce el artista− el ready-made de Duchamp no sólo no es una creación original, puesto que se trata de un objeto encontrado, de un objeto que el artista no ha creado ni ha construido en absoluto, sino que, además, tampoco es original en el sentido mercantil de la palabra, puesto que un ready-made de Marcel Duchamp vale tanto, y en ello insiste él mismo, como cualquier otro ready-made que nosotros podamos encontrar, construir o copiar. De hecho, la mayor parte de los ready-mades que nosotros conocemos son copias de los años 60, repeticiones fetichizadas para satisfacer las necesidades de un mercado ávido de originales y producto de una cotización en la que la fascinación fetichista por el objeto se mantiene.
Por eso no me cabe duda de que Marcel Duchamp es el gran artista del S. XX. Nos por pensar el problema de hasta qué punto somos todavía románticos, hasta qué punto el paradigma romántico es un paradigma superado, puesto que, en muchos sentidos, el viejo modelo romántico de la creación y recepción de la obra es posible que siga todavía vigente.

En mi libro Problemas del arte contemporáne@, deliberadamente se utiliza a modo de ensayo, a modo de sugerencia, la palabra arte en femenino, puesto que arte es una palabra femenina como lo atestigua el plural, “las Bellas Artes”. Pero la cacofonía “la arte”, ha terminado maculinizando el término, lo mismo que pasa con otras palabras. Sin embargo, la palabra se debe conjugar en femenino, aunque el uso parece que nos dificulta esta práctica.
En cualquier caso, en este libro, Problemas del arte contemporáne@, se enfrenta uno con la obra de Duchamp, no sólo como la obra de uno de los grandes artistas del S. XX, sino también como la obra de uno de los grandes pensadores, que nos deja abierta una herencia importante con respecto al sentido general de las obras de arte.
Lo que dice Sergio Larriera, cuando habla con esas cariñosas palabras, del intento de la filosofía de buscar, de dirigirse al arte en demanda de sentido, es correcto. Pero no porque allí se dé el sentido de modo diferente del que se da en nuestra vida, sino precisamente por el modelo hermenéutico que el arte nos proporciona. Es decir, el sentido no se da, el sentido se construye, del mismo modo en que el artista construye ese sentido, y del mismo modo en que el crítico trata de entender el sentido que una obra despliega.
Por eso, enfrentarse con el ready-made de Duchamp, nos plantea una serie de problemas muy interesantes, no sólo para la teoría del arte contemporánea, sino también para la filosofía, y para la teoría general de los signos, en tanto en cuanto el arte es un modelo semiótico privilegiado. Por eso es perfectamente legítimo y pertinente enfrentarse al ready-made de Duchamp como un modelo de emancipación del objeto, como un modelo de liberación del objeto, porque, a la hora de la verdad, lo que el ready-made nos presenta es la liberación del objeto a la multiplicidad de los sentidos.

Detener el sentido, detener la función tradicional del objeto, es lo que hace que la obra de Marcel Duchamp libere, precisamente, la equivocidad y la riqueza de los sentidos. Todos los objetos artificiales se explican plenamente por el fin para el que han sido hechos. Las gafas, los relojes, los micrófonos, estas bonitas grabadoras que tengo aquí delante, las bandejas, los libros, todo lo que nos rodea, son objetos artificialmente construidos. En tanto objetos artificiales, el fin explica plenamente tanto su forma como su materia. Si no sabemos qué es un objeto pero nos explican para que sirve, eso nos hace saber plenamente lo que el objeto sea. Puedo no saber lo que es este trasto que me han puesto aquí delante, pero si me dicen que es para grabar las palabras del conferenciante, si me explican su función, su finalidad, ya sé qué es.

Todos los objetos artificiales se explican plenamente por su función, por su finalidad, todos, salvo los más artificiales de los objetos artificiales, es decir, específicamente, los productos del arte. Estos no sirven para nada. Y no sólo eso, tampoco se explican en su función, o en su utilidad. Su función o su utilidad no los agotan ni los explican en absoluto.
¿Para qué sirve una sinfonía de Beethoven? ¿Para qué sirven las Elegías de Duino de Rilke? ¿Para qué sirven las óperas de Wagner? ¿Para qué sirven las películas de Rainer Werner Fassbinder?
El arte en general no sirve para nada. Puede tener una función ocasional, pero la función que satisface, por ejemplo, la del culto, como la catedral gótica, no es su fin último. Posiblemente, cuando Cervantes escribe El Quijote y trata de enfrentarse contra el éxito que tenían las novelas de caballería, puede que este fin lo consiga ciertamente, pero no es su fin último, El Quijote no agota su sentido plenamente en ser una mera crítica de las novelas de caballerías, no es ésta su función. La obra de arte desconcierta por completo el sentido último y la función, por eso resulta tan sorprendente dentro de lo que son las actividades de los hombres, las producciones humanas y, desde luego, la obra de arte es una de esas producciones desconcertantes.
A veces estamos alegres y nos ponemos a bailar, ¿para qué sirve nuestro baile?, ¿qué es esa danza? A veces cantamos algo, ¿para qué sirve esa canción o esa música que tarareamos? No parece tener una función. Frente a los objetos artificialmente producidos, los objetos artísticos no se rigen por una finalidad. El trabajo de Duchamp con el ready-made consiste en detener, por así decir, el sentido de un objeto, y ponerlo en circulación en un circuito completamente diferente, en el circuito, precisamente, de los productos artísticos, en el que la equivocidad y la riqueza de los sentidos es lo más importante para la obra de arte.

Marcel Duchamp hace en 1913 una obra con una pala de nieve que se compra en una ferretería. Una pala de nieve americana con cortes en la hoja, que permiten cargar la nieve mucho mejor. La cuelga de un hilo y le pone un nombre que traducido es algo así como: Para alargar el brazo roto. Desde luego, el espectador que se dirige a ella no sé si puede encontrar belleza estética, tampoco sé si puede encontrar sentimientos y emociones, que el artista quisiera transmitir al espectador. Tampoco hay aquí originalidad. Sí la hay en el sentido de que es una ocurrencia. Ésta es la originalidad del artista, pero la pala de nieve no es original, porque ha sido comprada en una ferretería, y no sólo no es original, sino que nosotros mismos podemos comprar una semejante y hacernos así nuestro propio ready-made.
Juan Antonio Ramírez dice que en la pala de nieve está presente, en el movimiento de vaivén, en el movimiento de carga y de arrojar la nieve, una alusión a la masturbación. Es sorprendente. Una pala de nieve pensada en términos de masturbación. Pues hombre, si lo pensamos, todo tiene su aquél. Como es el significante, todo apunta, todo remite a lo mismo. Y claro, es la lectura más fácil de toda obra de arte, todo es sexual. ¿Qué podríamos decir de ese portabotellas que Duchamp se encuentra en otra quincallería en París en el año 14? Un portabotellas, un objeto puramente utilitario que utilizan en las bodegas para poner las botellas a secar después del lavado, para reutilizar las botellas de champán. Un portabotellas que tiene esa forma como de erizo rodeado de penes erectos, diría Juan Antonio Ramírez. Bueno, en fin… ¿Hay una intención erótica en el artista? Sin lugar a dudas hay una intención de escoger un objeto determinado cuyo sentido se va problematizando.

¿Cuál es el sentido de la célebre Fuente (1917) de Marcel Duchamp? La historia es suficientemente conocida. Os la voy a contar una vez más para que reconsideremos su sentido. Marcel Duchamp era ya un artista famoso cuando fue invitado al Armory Show, Nueva York, en 1917, como miembro del jurado que había de dar los premios en un encuentro en el que, fundamentalmente, no hay criterio de selección. Toda obra, por el mero hecho de presentarse y pagar la inscripción de cinco dólares, debía de ser admitida. Marcel Duchamp era juez y parte, sabía que no es fácil admitir cualquier cosa como obra de arte. Entonces, cinco días antes de la presentación al jurado, se fue a una tienda de sanitarios que había en Nueva York y se compró un bonito urinario, de estos que hay en los servicios de caballeros, con esa forma un tanto sorprendente. Sin lugar a dudas, Duchamp lo escoge porque es un objeto interesante. Paga la cuota de cinco dólares, lo inscribe como R. Mutt, Richard Mutt, y le da un nombre, Fuente. Aquella Fuente crea un grave problema en la comisión de selección del Armory Show, porque, sin lugar a dudas, era indecente para algunos. Marcel Duchamp estaba entre los miembros del jurado y cuestionó su carácter indecente. En una exposición en la que no hay criterio de selección, y en la que se presentan tantos desnudos, cómo es que no se va a permitir que se presente esa obra, por indecente. Otros miembros del jurado dijeron que no es que fuese indecente, sino que se trataba de un plagio. Era una obra que había sido hecha por otro artista y aquí la querían colocar como si fuese un original. Por tanto, como se trataba de un plagio la excluyen, la esconden detrás de una cortina, y se produce el petit escandale del urinario de Duchamp.
Petit escandale porque tuvo poco efecto. El efecto del que hemos hablado antes, ese trauma que solamente cuando se va reelaborando, deviene real en sus efectos. Porque, a la hora de la verdad, lo que produjo fue una pequeña revistilla, The Blind Man, en la que el propio Duchamp y sus amigos escribieron una reflexión acerca del efecto que había producido el urinario, y acerca del escándalo de que fuese eliminado de la exposición del Armory Show. En la editorial del The Blind Man, aquel fancine que sacaron Marcel Duchamp y sus amigos para hablar de la exposición del Armory Show, se hablaba de algunas características de la belleza del urinario que pueden ser un poco sorprendentes. Se evocaban, en el urinario, analogías como la del Buda of the bathroom, buda del retrete o Buda del baño, y se hablaba también de la imagen de una madonna renacentista. Era una iconografía cuya forma evocaba alguna de estas dos sugerencias del arte sagrado tradicional, el Buda del baño tiene esa forma rechoncha y meditabunda del urinario, y también esa forma posiblemente de madonna con el niño en brazos, que todavía le hacía tener al urinario de Duchamp un carácter más blasfemo.

En cualquier caso, la segunda acusación que se había desplegado contra el urinario de Duchamp era más importante, y contra ella se defendió más específicamente. La acusación era la de plagio, y Duchamp dijo que en realidad es cierto que el artista no realizó específicamente la obra con sus manos, pero él la escogió. Y subraya el hecho de escoger como la verdadera creación original del artista. El artista, entonces, con una especie de gesto divino, como un nuevo rey Midas, convierte en oro todo lo que toca. Cualquier objeto se convierte en arte: una pala de nieve, un botellero, un urinario, o cualquiera de los otros objetos, incluso vagamente artísticos, con los que Marcel Duchamp se enfrenta, retocados o no. Por ejemplo, una estampita de las de cinco céntimos, con la iconografía de la belleza artística por excelencia como era la Mona Lisa, a finales del XIX. Duchamp le pone un bigotito, una perilla, y una inscripción vagamente obscena debajo: LHOOQ. Va a tener razón Ramírez, este Duchamp era un guarro, escribe debajo de una estampita de cinco céntimos de la Mona Lisa: “Elle a chaud au cu (tiene el culo caliente)”.
En 1919 Marcel Duchamp le remite a su hermana un regalo de boda, lo denomina Ready-made malhéreux. Es el ready-made desventurado, quizá el último de los ready-mades de Duchamp. Es un ready-made melancólico. Le compra un libro de geometría y le pide a su hermana que lo cuelgue del balcón, de modo que el viento pueda compulsar, leer, y resolver los problemas de geometría que el tratado plantea. Su hermana colgó el libro de geometría en el balcón de su casa y luego le hizo un cuadrito muy bonito para mandárselo a Duchamp como regalo y conmemoración de su Ready-made malhéreux.

Me interesa señalar que ninguno de los ready-mades de los que he hablado existe físicamente como original. Todos ellos fueron a la basura. Todos. El urinario lo lleva a fotografiar a casa de Alfred Stieglitz, hacen una foto que se conserva y desaparece; el botellero se quedó en su piso de París, cuando su hermana recogió el piso para la mudanza fue para la basura; de la pala de nieve tampoco se sabe nada; la Rueda de bicicleta que Marcel Duchamp montó en su estudio como primer ready-made sobre una banqueta, también se fue a la basura.
Si el ready-made fuese ese objeto fetichizado, evidentemente Duchamp lo habría mantenido, lo habría retenido como un objeto simbólico. Sin embargo, lo que abre el ready-made es un problema grave para la práctica artística, un problema grave que va a traer consigo el denominado silencio de Duchamp.
La segunda de las notas para la Caja verde de Duchamp, en las que el artista reflexiona y presenta lo que podríamos denominar manual de instrucciones del Gran vidrio, dice literalmente: “¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?” Este problema, así, brevemente formulado, es sin embargo gravísimo, para Duchamp y para la práctica artística contemporánea. ¿Por qué? Porque el ready-made muestra que, de algún modo, todo es arte. Si el botellero, el urinario, la pala de nieve, el libro de geometría, pueden ser considerados como obras de arte, este micrófono que tengo aquí enfrente, este vaso de agua, las gafas, todo son obras de arte. Y si todo es arte, ya nada es arte, posiblemente el arte ha llegado a término, posiblemente el arte ha llegado a su final. O como planteaba el propio Duchamp a Pierre Cabanne cuando éste le preguntaba indignado en qué consistía su trabajo, y Duchamp respondía: “en cierto modo mi trabajo no consiste sino en respirar y en vivir”.

Muchas gracias.

Sergio Larriera: Ha sido muy reconfortante y esclarecedora tu conferencia Miguel, por lo que te doy las gracias. Celebro que los psicoanalistas hayamos recogido los ecos de la posición ética de Miguel Cereceda cuando es tan crítico con el libro más importante que tenemos en castellano sobre Marcel Duchamp, el de Juan Antonio Ramírez. Pero es cierto, y es curioso como en ciertos críticos de arte hay una tendencia a tratar psicoanalíticamente cuando los psicoanalistas venimos replegándonos y retirándonos de ese horror. Porque, lógicamente, proponer para un urinario la proximidad de los genitales, la pulsión urinaria, o para una pala de nieve los movimientos de la masturbación, todo lo que se quiera pensar en esos términos es suponer un sentido y una creencia en la verdad de ese sentido, en la verdad de los síntomas. Es decir, si un urinario lleva a un trayecto en el cual se ilustre una historia masturbatoria, es porque uno está en un psicoanálisis y cree en la verdad del síntoma. Pero, justamente en Duchamp, aunque fuese verdad que sólo hay masturbaciones en su obra, él, en lugar de tratar de curarse, por el contrario, potencia al máximo eso y toda su obra está organizada en un “hacer con eso” sin interesarse para nada en la verdad que, como sujeto, pudiera depararle el hecho de descifrar el significado de cualquiera de sus obras. Esto quedó especialmente destacado por Miguel Cereceda, también lo había señalado yo, y esa, Miguel, es la tendencia del psicoanálisis lacaniano. La obra de arte enseña, no es interpretable como si fuese un sueño, un síntoma o un acto fallido, porque la posición del artista no es la de desvelar esa verdad acerca de sí mismo como sujeto, sino de hacer, en tal caso, con ese padecimiento o sufrimiento que a él lo transporta y lo hiende desde los orígenes mismos, y de esa manera producir obra. Es una salvedad y coincidencia para destacar.

Pasemos a continuación a dialogar ya que fue enormemente sugerente la conferencia.

Pregunta: Yo quería saber si tú crees que los ready-made son masculinos o femeninos dependiendo de que los haga Duchamp o Rrose Sélavy, su alter ego. Siempre he tenido esa duda, si se pueden separar o considerar con un sexo único.

Miguel Cereceda: No lo sé. Tienes razón en que en Marcel Duchamp hay un alter ego travestido que es Rrose Sélavy, que además se hace retratar por Man Ray con pelo y manos de mujer, con el rostro de Duchamp, pero con una peluca y la firma con doble r, Rrose Sélavy, que puede, como todo, tener muchas lecturas. Quizá una de las lecturas preferentes de ese alter ego, de ese heterónimo de Duchamp es Eros c´est la vie (el amor es la vida). Pero sí es cierto que en toda la obra de Marcel Duchamp hay un componente erótico. Frente a los distintos “ismos” que Marcel Duchamp ve a lo largo de toda su vida –conoce el Futurismo, el Dadaísmo, el Cubismo, el Rayonismo, el Vorticismo, el Suprematismo, el Orfismo del que habla Apollinaire para tratar de entender las obras de los primeros cubistas —, frente a toda esta avalancha de “ismos”, Duchamp reivindica el erotismo en el desarrollo de su obra. Y es cierta y correcta, de algún modo, una lectura en clave erótica de su obra. Desde el Desnudo descendiendo una escalera, hasta el Gran vidrio, cuyo título es La Mariée, La Novia desnudada por sus solteros, incluso, hasta el Étant donnés, todas las obras de Duchamp están marcadas por un elemento deliberadamente erótico. Ese elemento erótico puede ser entendido como una alusión explícita, incluso hay alguna obra de Duchamp explícitamente onanista, hay alguna obra hecha con su propio esperma. Y podríamos decir que todas las alusiones a la masturbación – que están explícitamente en la lectura de El Gran vidrio, la yuxtaposición entre la novia desnudada y los solteros, la novia arriba desnudándose y los solteros abajo, la idea de las máquinas rotatorias y del onanismo presente en la parte inferior; la novia y los solteros es una lectura explícitamente sexual, en clave de hombres y mujer, hombres e idealización de lo femenino, hombres y fantasía de la representación de lo femenino— están muy presentes en toda la obra de Duchamp. El último de sus trabajos, el Étant donné, puede ser también una Novia desnudada por sus solteros, incluso, puesto que lo que el espectador hace cuando se asoma y observa a través de esos agujeritos, es ver un desnudo en un plano inmediato detrás de la puerta, y se ve sorprendido, de algún modo se pone a sí mismo como una especie de voyeur, de mirón onanista que se masturba detrás de la puerta, mientras está mirando un desnudo al otro lado del agujero. Es posible que esto esté allí presente. Pero yo lo que no sé es si luego los distintos ready-mades tienen una lectura masculina o femenina, o si se puede hacer una lectura específicamente sexual de los distintos ready-mades, en función de si se considera que el autor es Marcel Duchamp o Rrose Sélavy.
Yo no sé si alguno de los ready-mades como Eau de voilette –que no es agua de violeta, ni Eau de toilette, sino que es agua de velito, de velo, y aquí el velo es el de la novia, de La Mariée— se puede interpretar en un sentido femenino. Lo que dice Marcel Duchamp que contiene este frasco de perfume con la etiqueta de Rrose Sélavy, es essence d´amour. Octavio Paz, que era muy fino traduciendo, lo traduce nada menos que por automovilina. Essence es, sin lugar a duda, esencia. Claro, ¿qué contiene?: esencia de amor, un perfume. Pero essence es también gasolina, gasolina amorosa. Por eso dice Octavio Paz: “Automovilina”. Pero lo que contiene explícitamente es Eau de voilette, y por tanto es agua de velito, y el velito es el velo que vela la apariencia que la verdad desvela. La aletheia desvela el velo que nos muestra ese inesencial Eau de voilette.
Masculino, femenino, neutro, el velo de la novia, yo no me atrevería a dar una lectura en clave genérica. Sí que me interesa decir que, sin lugar a dudas, la lectura erótica está en el trabajo de Duchamp, pero también me interesa señalar que todas sus “novias”, estas Machines Célibataires, máquinas solteras, con títulos explícitamente sexuales, lo que sí quiero decir es que son bombas de relojería, mecanismos de crítica, y sobre todo de crítica respecto a la institución arte. Crítica con respecto al paradigma romántico, el paradigma de la relación del arte con la expresividad, con las emociones, con los sentimientos. Esa relación con la que todavía muchas veces nos dirigimos al arte, buscando emociones y sentimientos. Un determinado tipo de arte, particularmente aurático.
Acaba de venderse en Nueva York un cuadro de Mark Rothko en 175 millones de dólares ¿Qué es Mark Rothko sino la representación aurática del aura? ¿Qué es ese halo flotante del aura en el que todavía el espectador contemporáneo se extasía místicamente en la contemplación de sentimientos y emociones en su obra? Espacio mistificado de la contemplación. Aquí hay todavía sentimientos y emociones. Esto desde luego no es posible con la obra de Duchamp. Salvo los profundamente ateos, que nos ponemos de rodillas ante la Boîte-en-valise de Duchamp, y nos emocionamos porque no hay emoción estética posible allí, porque no hay expresión de sentimiento y emociones.

Sergio Larriera: Respecto de la obra de Mark Rothko, en un informativo de Telemadrid a cargo de Sánchez Dragó, de un modo deleznable, éste se despedía llamando mamarracho a este cuadro. Verdaderamente sin ningún conocimiento ni justificación de lo que estaba diciendo, después de haberse proclamado escritor, en realidad mostró que es un escribiente, un copista. Qué diferencia con esta caracterización de lo que es la obra de Mark Rothko que nos presentó Cereceda, y en qué sentido del arte contemporánea podríamos efectuar una crítica puesto que hay todo un culto de una supuesta sensibilidad, el aura de la mística de Mark Rothko. Qué pobreza el lamentable testimonio de Sánchez Dragó. Fue indignante, porque alguien que se dice escritor y dirige un telediario, no puede expresarse así respecto de ninguna obra.
Volviendo sobre el problema de la sexualidad. Pienso que el camino de buscar el sexo en los ready-made, especialmente, es un camino estéril, si no peligroso, porque nos alejaría del sentido de la cuestión. Pero sí, evidentemente, donde el sexo está manifiestamente presente, como sucede en el Gran vidrio, hay que hacer hincapié en que el Gran vidrio es una presentación de la relación de lo masculino y lo femenino, pero no en términos de armonía ni de resolución de la relación, sino que el Gran vidrio está partido por una gran raya horizontal, por una gran banda horizontal y las cosas que pasan arriba y abajo son de muy distinta índole. La energía está puesta en el plano superior, donde está la mujer; los solteros son una colección de uniformes, de muñequitos descabezados, con uniformes de las funciones más tristes de la sociedad, policía, bomberos, librea de portero. Y toda esa relación amorosa está reducida a máquinas, gases, energías, maneras de transmisión, donde no aparece absolutamente ningún elemento antropomórfico, se da este borramiento de todo. Pero lo esencial es que no hay cópula entre esa Mariée y sus solteros. Y en el cuadro que citabas, el Étant donné, que es como la culminación del sinthome, del síntoma duchampiano, ahí lo que aparece es un desvelamiento de la estructura de la contemplación de la obra de arte: el voyeur, el mirón, que es a lo que nos obliga y nos somete ese portón de Cadaqués. El portal cubre toda la obra, la oculta, y a través de esos agujeritos, uno que va en un acto de actividad a asomarse, a ver la obra, en el acto en que la ve, desde el ojo que es el sexo de ese maniquí que se ofrece a la contemplación en ese ensamblaje, desde ese ojo que nos mira uno queda petrificado como un mirón, como un voyeur. Esa obra presenta la estructura de lo que es la cuestión de la visión y la mirada, el juego que los psicoanalistas conocemos a partir de los Seminarios 11, 12, 13, de Lacan. Esto está muy bien presentado en esta obra. Es decir, en ningún momento hay una cópula. Sí, se puede decir que los Étant donné, dados luz y agua, sería la traducción; y está ella, el maniquí sosteniendo una lámpara de gas que, podemos decir que es la interpretación fálica de eso, que solamente mediante el auxilio del falo puede haber algún tipo de contacto entre lo masculino y lo femenino. El auxilio del falo serviría para eso, para establecer algún tipo de contacto, pero en ningún momento Duchamp resuelve la relación sexual ni propone una armonía entre los sexos. En todo caso, el amor sí tiene una función, donde evoca el amor como una posibilidad de atemperar esta tensión, esta distancia.

Pregunta: Respecto a lo que has comentado acerca del paradigma romántico, ¿eso lo harías incluso extensible, aplicable, no sólo a las artes plásticas sino también a la música? Por otro lado, ¿ese paradigma romántico se quedaría en los románticos en sí o llegaría hasta nuestros días?

Miguel Cereceda: La experiencia con la música, en el desarrollo del arte contemporánea es la misma para todas las artes. Lo mismo que en la obra de Duchamp hay una liberación del objeto, o quizá un encadenamiento del objeto al ámbito de lo artístico, una liberación del objeto de las imposiciones del sujeto, también en la música contemporánea, en la música de principio del S. XX, hay una liberación del material sonoro con la que la música se libera de esa exigencia, de esa responsabilidad de ser el lenguaje de las emociones en que la había dejado la tradición romántica. La obra de Arnold Schönberg, la de Alban Berg, alguna determinada obra de Erik Satie, como Vejaciones, una obra para piano relativamente corta, de unos cuatro minutos de duración, que debe ser interpretada durante veinticuatro horas. Al interpretarla, evidentemente, por repetición, no sólo se libera de todos los contenidos emocionales, sino que se convierte en una especie de mecanicismo, de automatismo de repetición.
Donde se libera ya por completo la música de este tipo de exigencias emocionales es en la obra de John Cage, en la experiencia no sólo del piano preparado, donde se introducen deliberadamente, según criterios duchampianos, objetos que suenan aleatoriamente, mientras el músico interpreta la partitura, sino también las experiencias de silencio, en las que la intención musical consiste en escuchar el sonido ambiente. Sin lugar a dudas, en estas prácticas de la música contemporánea hay una emancipación del material sonoro de todas estas cargas, o de todas estas responsabilidades que arrastraba consigo la tradición romántica.
Debo decir algo sin embargo en favor de mi amigo y admirado Eugenio Trías. Ya dice Hegel, que el poder emblemático del arte es esa capacidad de poder expresar sentimientos y emociones, y aunque la experiencia estética contemporánea nos educa contra esa tradición romántica, qué duda cabe de que nuestra relación fundamental con las obras de arte sigue muy mediatizada por sentimientos y emociones. Yo que me he emocionado viendo Titánic –al final todos esos ahogados, qué horror, pensar en el horror real que debió de ser aquello— ¿cómo no me voy a emocionar con las experiencias musicales contemporáneas, o con la obra de Mark Rothko, o con la de Duchamp?
Aquí hay un problema que no sólo no está resuelto, sino que precisamente la música pone de relieve: el viejo problema de la belleza. El tema de la belleza, que nosotros hemos despachado al principio de esta conferencia diciendo que es un problema del que el arte moderno se desentiende deshaciéndose de él como de una especie de rémora, en tanto en cuanto el arte, si tenía alguna relación con la belleza, pareciera que tenía que estar obligado a representarla, sin embargo, aun cuando por ejemplo, Les demoiselles d'Avignon de Picasso no estén pensadas en un sentido estéticamente bello, no obstante es posible disfrutar de su contemplación.
Esto evidencia que el concepto de belleza no desaparece, sino que se amplía, se magnifica, o se extiende de otra manera. Y lo mismo que la belleza, el resto de los sentimientos relacionados con las experiencias estéticas.
Precisamente, en una reflexión que me invitaron a hacer sobre la música, en un programa de Radio 2, hace relativamente poco tiempo, me dijeron que pusiera una música, más o menos clásica, que a mí me haya interesado a lo largo de toda mi vida. Una hora entera para hablar de la música que a mí me gusta. En ese programa, hablando de esta experiencia de la música contemporánea, desarrollé un poco el problema de la destrucción de las emociones en la experiencia estética contemporánea, particularmente con la música, tomando una música como la de Beethoven, que es una expresión de emociones –por ejemplo los últimos cuartetos de cuerda— y la gran música de Brahms, que es música de emociones puras.
Es cierto que la música tropieza con este ámbito de las emociones, y que en la tendencia de la vanguardia de principios de siglo, el arte se desentiende de este tipo de imposiciones. Pero lo cierto también es que la música que escuchamos es, no sólo aquella que nos gusta y nos gratifica, sino que también a veces nos emociona.
En ese mismo programa conté, para mi mal, una anécdota que me ocurrió después de aquel encuentro que tuvimos con Sergio Larriera en Málaga, en el año 2001, sobre la estética y las emociones. Yo di mi conferencia, en contra de la subjetividad y de las emociones, subrayando abiertamente que el arte no es el ámbito de expresión de las emociones. En la cena posterior al acto mantuve la misma posición al respecto. Al día siguiente, en estado de resaca, me metí en la catedral de Málaga, en donde una Orquesta de Cámara ensayaba una Cantata de Bach. La sonoridad, el recogimiento, la luz, el silencio, la música de Bach, emocionalmente interpretada, hizo que me pusiese a llorar de emoción. ¡Qué poca cosa es un filósofo! ¡Qué rápido llega uno al límite de sus contradicciones! Después de haber pontificado toda la noche contra las emociones, heme aquí emocionado hasta las lágrimas, escuchando la música de Juan Sebastián Bach.
Sin lugar a dudas, el tema de la belleza no es un tema resuelto y zanjado. Es más, incluso fijaros que cada vez más se tiende a evitar el concepto de Bellas Artes y se utilizan neologismos como los de las Artes Plásticas, Artes Escénicas y Musicales, Artes Visuales, porque parece que el concepto de belleza es muy problemático, y a finales del S. XX, a partir de los años 70 y 80, cada vez más se utilizan este tipo de nuevos conceptos, para evitar la problemática relación del arte con la belleza.
Lo mismo pasa en la relación del arte con las emociones. Sin lugar a dudas, esto es algo que quizá Eugenio Trías, con mucha más autoridad que yo ha desarrollado; creo que va a publicar dentro de nada un libro sobre la música, sobre la estética de la música. Precisamente, sobre esta relación de la música con el lenguaje y la materialidad de las emociones, Trías puede decir cosas muy interesantes. Pero, en cualquier caso, quiero decir que no es una relación liquidada, en absoluto. Lo mismo que no lo es la relación con la belleza, tampoco lo es la relación del arte con las emociones.

Pregunta: (no se oye)

Miguel Cereceda: Claro, si por fruición se entiende no sólo disfrute sino también sufrimiento. Porque es evidente que la obra de arte contemporánea no se puede entender en el sentido del disfrute de la contemplación. Una obra como la de Kafka, El castillo, que presenta esa amarga,y desintegrada situación, ese asco vital, no puede ser entendida en el sentido del disfrute estético. Y la obra de Duchamp tampoco. La obra de Duchamp lo que plantea son problemas críticos, problemas de interpretación. Y es posible que aquí uno disfrute de la interpretación, aunque ella no sea un goce estético, o un halago puramente carnal de los sentidos.
Es lo que ocurre con buena parte de las obras de arte contemporánea. Por ejemplo, es muy difícil disfrutar con una obra como Moisés y Arón de Arnold Schönberg, en el sentido del disfrute. La mayor parte de la obra es una diatriba contra lo sensible, es la disputa entre Moisés y Aron acerca de la adoración a las imágenes, y hay unos recitativos de Aron que son unas larguísimas reflexiones acerca de si se debe o no el culto a las imágenes. Por tanto, no son complacientes ni musicales, en ese sentido de la vieja obra romántica. Para disfrutar, como dice Adorno, del Pierrot Lunaire de Arnold Schönberg, de esa totalidad de disonancia, hace falta tener una idea del disfrute un poco retorcida. Aquí la fruición no es en absoluto la idea del gozo en la contemplación sino, a veces, también de la herida, o de valorar algo que daña, que molesta.
Con respecto a lo primero, sin lugar a dudas, claro que Duchamp transforma claramente la interpretación, la valoración de las obras de arte. Quizá es el efecto más importante que tiene su obra. Yo he empezado irónicamente hablando de esa tarjeta postal que recibí el día 1 de Enero del 2001 en la que se decía que por fín Marcel Duchamp era un artista del siglo pasado. Pero es cierto que su obra, a partir de la época que tú has citado con justicia, a partir de la época del Arte Conceptual, esos seis años espléndidos a los que Lucy Lippard ha dedicado un libro año por año, desde el 66 hasta el 72, esos años grandes del Arte Conceptual americano, o anglosajón, que marcan definitivamente el arte contemporánea en esa experiencia que podríamos caracterizar como conceptual, es el momento, precisamente, de mayor auge en la recepción de la obra de Duchamp. Joseph Kosuth en su manifiesto Art after Philosophy, menciona la importancia del ready-made de Duchamp en esta liberación conceptual de los objetos. En el ready-made de Duchamp, dice Joseph Kosuth, se dan el concepto puro y el objeto puro, porque como no hay una producción artificiosa, artificial de la obra, el mero tocar artesanal. El ready-made así es objeto puro, pero también es concepto puro. Y es cierto que en la época de los artistas conceptuales se da ese momento álgido de la obra de Duchamp. Pero en los 70 y particularmente en los 80, se produce una reacción muy airada contra los conceptuales y en particular contra Duchamp. Luís Gordillo por ejemplo, reciente Premio Velázquez de las Artes, abomina personalmente de Duchamp, como de alguien que ha sido muy dañino para el arte. Piensa que no es un artista tan importante y que le ha hecho mucho daño a una determinada rama del arte contemporánea, de la que Luís Gordillo es todavía un representante eminente. En ese sentido, la obra de Duchamp, en tanto en cuanto hace daño, sigue viva.

Pregunta: Quizá lo que hace Duchamp es romper las reglas del juego.

Miguel Cereceda: El problema en el arte es cuál es el juego.

Mercedes de Francisco: (Se oye muy mal) Un comentario. Lo que dices se puede pensar, o poner en un cierto diálogo con la idea de Lacan de que la belleza es una barrera frente a lo real. En el Seminario 7 La ética del psicoanálisis, plantea que la belleza y el bien son esa barrera frente a lo real. Y lo real no causa muchos sentimientos y emociones en el sentido imaginario, lo real se presentifica –es por lo que estamos trabajando la cuestión de los objetos “a” en la experiencia analítica— ocasionando un efecto de angustia.

Miguel Cereceda: Yo pienso que en la obra de Lacan hay mucho efecto Duchamp. En Lacan hay una reflexión explícita sobre los dadaístas, hay una compañía de viaje con los surrealistas, y un buen conocimiento de las vanguardias de principios de siglo. Lo que no me atrevería a decir es si la idea de belleza es un velo o algo que se desvela. Lo digo porque es posible que en el combate del arte contra la estética haya habido un enfrentamiento contra la idea de belleza específicamente que, sin embargo, lo que ha producido no ha sido una destrucción de la idea de belleza sino una sorprendente amplificación de la misma. Es un poco lo que pasa con la obra de Antoni Tàpies. Hay artistas que tratan de combatir el elemento estético porque piensan que es una rémora, un lastre, una limitación con respecto a la creación, y por eso desarrollan una deliberada cirugía anestésica, como en el caso de Duchamp. Pero lo cierto es que, sorprendentemente, cuando ves que hay especialistas que terminan hablando del componente estético de este tipo de objetos, te ves en la obligación de reflexionar sobre algo que resulta enigmático, la belleza del urinario. Un capítulo de este libro se titula Sobre la belleza del urinario, y resulta que nos vemos abocados a reflexionar sobre algo que en principio no era objeto de belleza sensible. Pero es cierto que había, en la elección de ese ready-made –aunque Duchamp habla de indiferencia estética— había un cierto gusto, una cierta belleza en la representación. Entonces, te preguntas qué ha pasado aquí. Aunque el arte contemporánea trata de expulsar la belleza a patadas por la puerta, sin embargo ésta acaba retornando por la ventana. No sé si se trata del retorno de lo reprimido, o quizá de una característica de lo estético en general que, en el arte conceptual, llega a su punto final. El arte conceptual, entre otras cosas, se enfrenta básicamente a la idea de lo perceptual. Lo conceptual se presenta como autorrepresentación de la obra de arte. Joseph Kosuth insiste mucho en que lo que en principio toda obra de arte dice es “yo soy una obra de arte”. El carácter tautológico de la obra de arte. Una obra en su opinión no dice nada sobre el mundo. ¿Qué es lo que dice el ready-made? No dice nada acerca del mundo, lo que dice es “yo soy una obra de arte”. La Pala de nieve, el urinario, el botellero, la Rueda de bicicleta, se autorrepresentan a sí mismas con una única afirmación tautológica “yo soy una obra de arte”. Esta autoafirmación tautológica va a llevar a los artistas del arte conceptual a la idea de que es posible la autorrepresentación de la idea como idea.
Quizá el artista que hace el esfuerzo más lejano en esta tendencia, un artista americano de los años 70 que todavía sigue vivo, se llama Robert Barry. Empieza representando cosas de una visibilidad y materialidad dudosas, difíciles de ver. Por ejemplo, presenta hilos de nylon entre dos edificios, hilos difíciles de ver. Su obra tiene estas características. Presenta obras muy interesantes, por ejemplo, emisiones de gases nobles a la atmósfera. Robert Barry se va al desierto de Mojave y libera varias bombonas de distintos gases nobles a la atmósfera. Hace fotografías de esas emisiones, de esculturas de gas. Pero lo que uno ve en las fotos es el desierto de Mojave, no ve absolutamente nada más, porque los gases son invisibles. En cualquier caso, él ha hecho esa expansión de algo material, en el aire y lo fotografía para dejar constancia de ello. Robert Barry sigue con obras como Emisiones de onda corta y frecuencia modulada, en su estudio. Y hace fotografías de su estudio mientras una radio emite en onda corta. Lo que se ve en las fotos es su estudio, porque las emisiones de onda corta no se ven por ningún sitio. Y la obra más radical que hizo Robert Barry en este sentido fue una pieza telepática. El día de la inauguración invitaba a los que asistían a la galería a que se concentrasen en la representación no visual ni lingüística que el artista estaba retransmitiendo desde su estudio a los que estaban en ese momento en la inauguración. El artista se había quedado en el estudio de su casa y se encargaba de remitir telepáticamente al auditorio una pieza puramente mental. Cosa mentale. Aquella convicción de Leonardo da Vinci de que en la dignificación de la pintura, el elemento mental, el elemento conceptual es fundamental. De este modo es posible que el arte se libere de los componentes estéticos sensibles, y al liberarse de ellos, termina en pura anestesia. Es decir, aquí hay indiferencia en la representación, no hay elemento visual, y tampoco hay complacencia en la representación, no hay belleza, hay una absoluta belleza de indiferencia.
Pero con esto, de alguna forma, el arte se autoaniquila, el arte desaparece, o esto es lo que dijeron los que desarrollaron las crítica contra el Arte Conceptual, como una especie de aniquilación del arte contemporánea. Porque lo cierto es que, en el mismo año en que Robert Barry hacía estas piezas, otro de los artistas de Art and Language, formulaba una reflexión como obra de arte, que era algo que hacían mucho los artistas del arte conceptual, presentar textos enmarcados en cuadros, pintados como cuadros, y esta reflexión de uno de estos artistas decía: “No hay ningún pensamiento que exista sin un soporte sustentante”.
Es decir, la obra de Barry, la telepática, existe en último término como relato. Y como relato decimos, qué bonito, qué gracioso, qué divertido. Pero la materialidad de esa obra es la transmisión de ese pensamiento. Si el pensamiento se hubiese quedado en puro pensamiento, sin un soporte sustentante, simplemente no existe. Consecuentemente, todo pensamiento, incluso los que yo estoy formulando esta noche, tiene una apariencia estético-sensible y, por tanto, son susceptibles de una valoración estético-artística. Es posible, como sabéis, dar una conferencia muy amena y divertida, o bien dar una conferencia muy pesada, que nos tenga durante horas bostezando. Hay artistas de la conferencia. Incluso el concepto se expresa estéticamente. Hay quienes son brillantes ensayistas, y como no hay ningún pensamiento que no tenga un soporte sustentante, ese soporte sustentante tiene una apariencia estético-sensible. Y esto es algo que Hegel dice, al principio de Lecciones de Estética, y vuelvo al tema del velo que quedaba planteado, el velo que vela la esencia. La Estética es el imperio de la frivolidad. ¿De qué se ocupa un profesor de estética? De la belleza, de este tipo de frivolidades con los que la idea de Estética está tradicionalmente asociada y, por tanto, primero parece que dedicarse a la estética es objeto de frivolidad. Todos los que se han dedicado históricamente a la reflexión sobre los problemas del arte comienzan pidiendo disculpas porque, con la que está cayendo, con los problemas de Irak, con las pateras, etc., parece que el mundo no estuviera para dedicarse a estas cosas menores. Todos, desde Schiller a Adorno y Marcuse, o el propio Hegel, comienzan primero justificándose, viéndose en la necesidad de justificar la dignidad filosófica que tiene ocuparse de los problemas del arte y de la belleza, porque tienen esta apariencia de frivolidad. ¿Por qué? Porque dice Hegel, el ámbito del arte es el de la apariencia, de lo engañoso. Frente a la ciencia, que se ocupa del conocimiento y de la verdad, el ámbito del arte es el de lo aparente. Pero, dice Hegel, lejos de ser la apariencia meramente el ámbito de lo que no debe ser, a la esencia misma le es esencial aparecer, de modo que la propia esencia no sería esencial si no pareciera y apareciera. De este modo sorprendente Hegel muestra que la propia apariencia es esencial para la esencia, es decir, la propia verdad no sería ni parecería tal si no apareciese, si no tuviese una apariencia. Y eso es lo que Hegel desde el principio señala. Que lo que encuentran finalmente los conceptuales, “No hay ningún pensamiento que exista sin un soporte sustentante” es lo que ya Hegel decía en sus Lecciones de Estética: que a la esencia le es esencial la apariencia y que, por tanto, si hay una apariencia estética, esta apariencia va a tener necesariamente un componente emocional, un componente sentimental, un componente sensible. Y la propia esencia no puede deshacerse de esta apariencia.

Sergio Larriera: Y que no se puede erradicar el goce, del arte y de la contemplación del arte. Porque ese era el término que faltaba hoy, el goce en el sentido de tener en cuenta el placer y el sufrimiento.

Pregunta: (Se oye muy mal la pregunta) Cuando tú hablabas de sentido del arte, ¿en qué sentido usas la palabra sentido? Porque yo considero que el sentido está siempre, es un contínuo, y diría más bien que cuando en la recepción se quiere buscar sentido, lo que se quiere poner es un significado…

Miguel Cereceda: Estoy totalmente de acuerdo contigo. Sin embargo, un vaso no nos interroga por su sentido. Como su función está perfectamente adaptada a lo que necesitamos, no nos interroga por su sentido. La finalidad agota plenamente su sentido. Sin embargo, solamente cuando detenemos su sentido principal… esto es la experiencia estética, ¿Cuándo se convierte un objeto en objeto de contemplación estética? Cuando pierde su función. El viejo molinillo de café, cuando no sirve para nada, aparece como objeto decorativo sobre el aparador, o sobre la repisa, porque ha perdido su función. Los viejos dioses paganos, cuando ya no son objetos de culto, comienzan a ser valorados como obras de arte. Ahora mismo, objetos que hace veinte años eran utilitarios, televisores y radios, empiezan a ponerse como objetos decorativos en las casas, porque han perdido ese sentido dominante y se han abierto a la polisemia, a la resonancia de la significancia, a la riqueza de los significantes. Esa es la riqueza de la obra de arte. Pero respecto a este micrófono que tengo delante con una forma tan agresivamente fálica, yo no me pregunto acerca de su sentido, porque no me plantea ninguna duda. Sin embargo, la obra de arte, aunque sea un tachón, un corte sobre el lienzo, como los de Lucio Fontana, de repente te interroga porque no te otorga su sentido y se presenta como un enigma. Esa es la riqueza polisémica de la obra.

Sergio Larriera: Muchas gracias Miguel Cereceda, no queremos abusar más de tu generosidad.





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Reunión del 27 de junio



LOS OBJETOS BORGEANOS.

Todo comenzó por el recuerdo de una referencia en Borges al objeto libro, en su conferencia en la Universidad de Belgrano, cuando nos dice que este es una extensión de la memoria y de la imaginación y no del cuerpo; luego vino la referencia de Fernando Savater a un poema titulado “La Prueba”, cuando Borges tiene 82 años, en el cual solo algunos logran captar que se trata de lo que cualquiera puede cogitar cuando se “está en trance de defecar”; ya en el fragor de la conversación apareció la referencia al cuento el Zahír…el encuentro con una moneda; y es así como nos lanzamos a este “desafío”, hablar de los “objetos a” que circulan al lado de los objetos borgeanos.

La moneda, el aleph, la enciclopedia, la espada, el amarillo de los tigres, la rosa…la brújula, el laberinto, y de repente, casi mágicamente, las coincidencias con la enseñanza de Jacques Lacan.

Es inmenso todo lo escrito sobre Borges, es para llenar una sola biblioteca, pero quizás esta perspectiva que hemos emprendido por audaz resulte inédita. Esperamos no ser muy imprudentes en nuestro desarrollo.

Veremos como en Borges los objetos comunes, intercambiables, circulan a la par que las cinco formas del “objeto a”. El “objeto a”, no se socializa no se intercambia y, sin embargo, su emergencia al costado de los objetos comunes o entrelazados a ellos hace surgir la angustia.

En Borges encontramos estos objetos mecánicos cuya función es la de venir al lugar donde lo imposible se torna evidente. Se trata de una evidencia muda. Desde “Elegía del recuerdo imposible”(1), un poema magnífico, hasta las clasificaciones de la enciclopedia china en el “Idioma Analítico de Jhon Wilkins”, cuyo final enumerativo nos provoca risa. Esa risa a la que Jacques Lacan nos anima con su última frase de su clase del 16 de marzo de 1976, donde nos habla de su intento de hacer una “folisofia” (neologismo formado con la palabra francesa folie (locura) y philosophie (filosofia)), menos siniestra que el Libro llamado de la Sabiduría en la Biblia. Borges fragmenta el saber, lo hace estallar, lo vacía, con su manera “escéptica” de abordar a los filósofos, de poner en entredicho todos los emblemas acuñados durante siglos por ciertos escritores. Su erudición está al servicio de este vacío. El entredicho en que pone “el original”, el uso sonoro y cabalístico del nombre y el deslocalizado de la cita; ¡qué mejor forma de hacer tambalear los cimientos del saber la de este escritor de referencias eruditas y clásicas! Dejándonos a merced de la ficción más radical nos hace presente un real mudo. Nos encontramos con una Secta, la del Fénix, cuyo secreto es imposible nombrar o una y otra vez topamos con el impronunciable nombre de Dios.

¿Acaso tiene mucha importancia, -para lo que es la literatura de Borges- que realmente ocurriera, en un “boliche” de Chile y Tacuarí, la entrega de una moneda de 20 centavos a JLB que le sumergió en la angustia, mientras trataba de juntar fuerzas para ver a su amada (que vivía en esa esquina), y que esto causara la escritura del “zahír”?.

La moneda nombrada zahír, como la lata de sardinas por la que Lacan se siente mirado en el Seminario XI, transportan el “objeto a” cuya forma es la mirada, un semblante (Seminario XX, Aún), nombre impropio de lo real, pero que “semeja (parece) darnos el soporte del ser”. Borges frente a la mujer amada, para no “disolverse” toma como soporte de su “ser” al zahír.

Este relato nos hace evocar la narración mítica que rodea el nacimiento de la moneda “acuñada”, que se enlaza al nacimiento del pensamiento, del logos y de la tiranía. Herodoto cuenta como el rey de Lidia, Candaulos, cuya esposa era la más bella, no termina de estar tranquilo. Nadie contempló esta nuda belleza, entre otras cosas porque la ley lo prohíbe, y él considera menos certero, más cuestionable el relato que la visión. Por ello, pedirá a Giges, su esclavo, que saltándose dicha prohibición contemple a la reina desnuda, escondiéndose en la cámara real. La reina se da cuenta, y a Giges le plantea la siguiente alternativa, o mata al rey y esposa a la reina o el morirá inmediatamente, pues la reina está deshonrada si ha sido vista por alguien que no es su esposo. Giges decide matar al rey y se instala la tiranía en Lidia y se acuña la moneda, ese metal con inscripciones. Borges nos dice: “zahír, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras mulsulmanas, lo dice de “los seres o las cosas que tienen la virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente””. “Los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos nada quieren decir…quizás detrás de la moneda esté Dios”. Y esto nos sugiere el título de uno de los capítulos del Seminario XX, Aún, “Dios y el goce de La (tachado) mujer”, donde Lacan llega a preguntarse “¿y por qué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte el goce femenino?”. Ese zahír que para Borges anuncia la rosa y la rasgadura del velo. Ese objeto que ubicamos en el eje que va de lo Simbólico a lo Real. (2)

Esa cosa tan banal, la moneda, con sus inscripciones, es un ejemplo privilegiado de lo simbólico, del pensamiento, en su intento, en su movimiento siempre teñido de imposibilidad de decir lo real. Un valor desde las épocas más remotas anudado a “lo femenino”, a ese goce “de ella, que no existe, y nada significa”. Ese goce que hace obstáculo para escribir la relación entre el hombre y la mujer, cuya escritura es imposible. Lo cual nos remite al goce del propio cuerpo, cuya expresión en Borges me parece admirable en su poema “El amenazado” que se encuentra en el libro El Oro de los Tigres (1972).

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

Otro objeto que vehiculiza el objeto mirada es el aleph (1949). Borges nos habla del objeto como tal y de su nombre. Este nombre nos dice, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Para la Cábala, esa letra significa la ilimitada y pura divinidad.

Nuestro objeto, también ha sido nombrado con la primera letra de nuestro alfabeto, con la a. Para reconocernos en nuestro “objeto a”, debemos ir a buscar en el campo del Otro, esta es la posibilidad de la transferencia, del amor. Por ello es admirable encontrar esta coincidencia entre Borges y Lacan, cuando este último al final del seminario de la Angustia nos dice: “No hay superación de la angustia sino cuando el Otro se ha nombrado. No hay amor sino de un nombre, como cada cual lo sabe por experiencia. El momento en que el nombre de aquel o aquella a quien se dirige nuestro amor es pronunciado, sabemos muy bien que es un umbral que tiene su mayor importancia…Esto no es más que una huella, huella que va de la existencia del “a” a su paso a la “historia”.

Resulta sorprendente la coincidencia entre esto que nos dice Lacan y las dos últimas líneas del poema. Después de la descripción de un estado de agitación y de angustia, de un sentimiento de amenaza: el nombre y el cuerpo. “El nombre de una mujer me delata”, encuentro en ella este objeto a, “Me duele una mujer en todo el cuerpo”, esto que encuentro en ella me remite al goce del propio cuerpo.

Según avanzamos en este comentario, más claro se tornan los temas y gustos comunes entre Borges y Lacan. El gusto por Edgard Allan Poe. Una de las pocas referencias explícitas a Borges en Jacques Lacan, se encuentra en “La carta Robada”, texto con el que se abre los Escritos; las referencias a la fábula de Zenón de Elea de Aquiles y la Tortuga, problema filosófico que interesa a Borges y del cual Jacques Lacan va a servirse para hablarnos, justamente, del goce femenino; el interés por los místicos; la importancia de la letra, el nombre y el libro…y podríamos seguir y trataremos de hacerlo, pues esto nos ha servido de comienzo para un trabajo más exhaustivo.

Cuando hace algún tiempo, antes de embarcarnos en esta travesía, leí un texto de Savater sobre Jorge Luis Borges, quedé francamente sorprendida cuando nos hacía reparar en un pequeño poema hecho con 82 años, donde a nadie le era fácil reconocer a un hombre en trance de defecar y cogitando (3). La gran habilidad de Borges es haber escrito un poema escatológico en el doble sentido, porque sabe muy bien “que incluso sentados en la taza fatídica, seguiremos hasta lo último especulando con la transcendencia”, y es de gran interés conectarlo con la referencia en el Seminario X de la Angustia, donde encontramos un capítulo titulado “De lo Anal al Ideal”, que termina con esta afirmación “la relación del sujeto con un objeto perdido del tipo más repugnante muestra un vínculo necesario con la producción idealista más elevada”. En este capítulo Jacques Lacan abordará este objeto, en relación a la demanda del Otro, al amor, a Dios, y al Ideal, sosteniéndose sobre todo en referencias a la neurosis obsesiva. Sobrecoge encontrar en el poeta, casi al final de sus días, esta misma claridad.

Jacques Lacan en su Obertura de los Escritos, a la pregunta por el estilo, contesta que el estilo no es el hombre como diría Buffon, sino que se trata del “objeto a”, a la vez causa del deseo en donde el sujeto se eclipsa y sostén del sujeto entre verdad y saber.

En apariencia, es claro el privilegio del objeto escópico para el sujeto dividido que es Borges, nos remitimos al poema Borges y yo (4), más aún por el hecho casi convertido en leyenda de su ceguera, donde vemos como este gran autor muestra en acto con su escritura la separación entre el objeto de la pulsión escópica, la mirada, del ojo como órgano de la visión.

Sin embargo, podemos lanzar una hipótesis, -que tendremos que confirmar según vayamos avanzando en esta investigación-, que es el objeto voz el que para Borges marca su estilo. Alan Pauls, nos habla que la voz del “yo” de Borges, esa voz titubeante, marcada por la fragilidad nos permite una extraña venganza frente al escritor perfecto; subraya, también, las distintas referencias de Borges a la voz argentina, al decir criollo, porteño, teñido de mezcla y sonoridad; pero nosotros preferimos, sin empequeñecer en nada el mencionado análisis, la propia explicación borgeana cuando del objeto libro se trata. Pues si bien, en la conferencia citada sobre el libro, Borges comienza separando a este del cuerpo, por otro lado, a la mitad de la charla nos dice que es fundamental cuando se trata de lectura escuchar la voz del autor que se desliza en el escrito. A partir de ahí considera la letra muerta del libro, solo vivificada por la sonoridad y por tanto por la voz, por este “objeto a”, y la potencia de este objeto que ha hecho que los grandes maestros se deban a la tradición oral, Pitágoras no escribió deliberadamente pues no quiso atarse a la palabra escrita, sintió que “la letra mata y el espíritu vivifica”, (que vendría después en la Biblia), Sócrates, Cristo. Después nos habla de cómo los judíos consideran al Espíritu autor de La Thorá. En el libro que ha sido dictado por el Espíritu nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras, y esto nos lleva al estudio de la Cábala, un libro donde nada es casual, ni el número de letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras.

El soplo divino, la voz de Dios, dictando las letras. Sabemos de la potencia de la voz de Jacques Lacan y su decisión de mantener su enseñanza oral.

Quizás por ello, tanto la escritura borgeana, como la enseñanza lacaniana, se resisten a la asimilación y la única posibilidad es incorporarlas, a la manera de la voz.

Mercedes de Francisco
Veintisiete de junio de 2007

NOTAS.

(1) Elegía del Recuerdo Imposible. Incluido en la Moneda de Hierro (1976).

Qué no daría yo por la memoria
De una calle de tierra con tapias bajas
Y de un alto jinete llenando el alba
(Largo y raído el poncho)
En uno de los días de la llanura,
En un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
De mi madre mirando la mañana
En la estancia de Santa Irene,
Sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
De haber combatido en Cepeda
Y de haber vista a Estanislao del Campo
Saludando la primer bala
Con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
De un portón de quinta secreta
Que mi padre empujaba cada noche
Antes de perderse en el sueño
Y que empujó por última vez
El catorce de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
De las barcas de Hengist,
Zarpando de la arena de Dinamarca
Para debelar una isla
Que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(La tuve y la he perdido)
De una tela de oro de Turner,
Vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
De haber sido auditor de aquel Sócrates
Que, en la tarde de la cicuta,
Examinó serenamente el problema
De la inmortalidad,
Alternando los mitos y las razones
Mientras la muerte azul iba subiendo
Desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
De que me hubieras dicho que me querías
Y de no haber dormido hasta la aurora,
Desgarrado y feliz.

(2) Capítulo VIII del Seminario Aún, de Jacques Lacan, El saber y la Verdad. El esquema con el que comienza el capítulo. Remitirse a capítulo VIII del Seminario De la Naturaleza de los Semblantes, “La verdadera naturaleza del objeto a”.

(3) La prueba. Incluido en La Cifra (1981)

Del otro lado de la puerta un hombre
deja caer su corrupción. En vano
elevará esta noche una plegaria
a su curioso dios, que es tres, dos, uno,
y se dirá que es inmortal. Ahora
oye la profecía de su muerte
y sabe que es un animal sentado.
Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos
los vermes y el olvido.

(4) Borges y yo. Incluido en “El hacedor” (1960).

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso y las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir al otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cual de los dos escribe esta página.

En la página 63 del libro “Le Neveu de Lacan” satire, de Jacques-Alain Miller, editorial Verdier, encontramos un texto eco de este, escrito a la manera de Pierre Menard.

BIBLIOGRAFÍA.

Alan Pauls, El factor Borges, Editorial Anagrama, 2004
Estela Canto, Borges a contraluz, Espasa Calpe 1989.
Fernando Savater, Jorge Luis Borges, Ediciones Omegas, Vidas literarias. 2002
Jacques Lacan, Escritos I, Obertura de esta recopilación, Siglo XXI, 1994.
Jacques Lacan, Editorial Paidós.
Seminario X, La Angustia,
Seminario XI, Cuatro Conceptos Fundamentales de Psicoanálisis.
Seminario XX, Aún.
Seminario XXIII, El sinthoma
Jacques-Alain Miller, Los signos del Goce, Paidós. 1998.
Idem, Le Neveu de Lacan, satire, Editorial Verdier, 2003.
Jorge Luis Borges, Obras Completas, María Kodama y Emecé Editores. 1989.







Objetos borgeanos Constanza Meyer

Pensar en la literatura de Borges para hablar del objeto a en psicoanálisis resulta, a primera vista, una tarea inabarcable, dada la multiplicidad de lecturas y artículos críticos que se han escrito sobre su producción literaria. A todos nos suenan seguramente los temas repetidos una y otra vez como constantes de su literatura: el tiempo, el doble, el espejo, el laberinto, el orillero, la memoria, la representación, la traducción, la cita etc.
A mí particularmente me gusta pensar a Borges como un escritor nacional que buscó hacerse una voz y una identidad en una Argentina convulsa en lo político y en lo literario y cuya elección, como señala Beatríz Sarlo, consistió en “convertir la marginalidad de origen en una marginalidad que se elige”. Lo que Borges elige es la opción de “lo menor”, en su interés por los márgenes, por el género policial, la traducción y cuentos que son, en realidad, verdaderos ensayos y comentarios sobre otros textos. En este sentido, la cita, el fragmento recortado del “corpus” textual en el que se sumerge, y que juega a mezclar y remezclar una y otra vez en su literatura, no es sino el punto de quiebre por donde, según Sarlo, “un escrito se fractura y corre peligro”. Los lectores de Borges saben que sus citas son una mixtura de la cita “textual y literal”, ya traicionada por su fuera de “corpus”, y esa entrada privilegiada a la ficción más alucinante. Dice Sarlo: “Borges citaba para no escribir y escribía para citar. Ese gesto es humilde sólo en apariencia. El elogio de la lectura, que hizo muchas veces, es el elogio de la cita. El uso de la cita fue un programa de relación con la literatura mundial de la que la Argentina era una zona mínima.”[1]
En este mismo sentido, Jorge Alemán va un paso más allá al plantear que no es tanto el valor de la periferia lo que está en juego en la producción borgeana, como el de la excentricidad como una “verdadera categoría estética”. Borges alcanza este punto de lo excéntrico a partir de “un objeto imposible”, la esfera que tiene su centro en todas partes, o el propio Aleph, definido en el cuento como “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”[2].
Si pensamos lo real como aquello que escapa a cualquier posible representación, donde el lenguaje hace aguas por contar y contabilizar en sucesión, exhibiendo su imposibilidad de transcribir y transmitir lo simultáneo, nos queda sólo el agujero, el vacío, del que sólo llegamos a “contornear su borde”. La solución de Borges parece pasar por el recurso a la literatura como invención. Podríamos decir, entonces, que éste es el primer objeto que manipula y produce. Su relación con las otras literaturas y con la literatura argentina y de la América hispana ha sido la de quien sabe que ese objeto era precioso para “contornear” cierto vacío en relación a la historia y al debate del siglo XIX sobre la fundación de la nación, debate que tuvo por eje fundamental el ámbito literario. Así, podríamos mencionar las más de treinta antologías que compila o prologa Borges desde 1920 a 1982, que como señala Álvaro Fernández Bravo, es una actividad que le permite cuestionar el canon establecido de la literatura argentina y latinoamericana, haciendo crítica desde los prólogos.
Centraré mi lectura en un cuento que integra el volumen El Aleph (1949), “El Zahir” , en el que el narrador Borges cuenta su encuentro con una moneda para intentar dar cuenta de que este objeto que se presenta como común, de intercambio, se va conformando a lo largo del relato en un objeto extraño que no sostiene la equivalencia, ni la sustitución y que resulta imposible de aprehender por su cara oculta, de la que sólo sabemos que quizás se encuentra Dios.
El Zahir
El cuento está estructurado de manera tal que su introducción se presenta como la descripción de un objeto común: “En Buenos Aires el Zahir es una moneda común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras NT y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso”[3]. Sin embargo, antes de culminar el primer párrafo sabemos que este objeto es el causante de que el protagonista afirme que al menos “parcialmente” sigue siendo Borges.
Esta moneda llega a sus manos tras asistir al velorio de un amor de juventud, Teodelina Villar, famosa modelo de los años 30, multifacética y cambiante en su estilo e imagen. El narrador dedica a la figura de Teodelina un párrafo entero en el que nos anticipa las condiciones del encuentro con la moneda, ya que para asistir al velatorio de Teodelina, Borges protagonista debe desplazarse a los márgenes (al Barrio Sur). Este hecho se debe a lo que lo que él mismo destaca en tono irónico como el “solecismo” de Teodelina, donde la palabra misma nos indica una ruptura de reglas en el campo sintáctico y gramatical: Teodelina, sufre una degradación. Va perdiendo su estilo, su clase, su casa en el Barrio Norte, y ella misma como imagen pasa a ser símbolo del consumo por verse obligada a aparecer en anuncios de cremas y automóviles. La noche en que la velan, “Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años” y el narrador se permite afirmar que pensó: “ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta: conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. (...) Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte”.
A la salida, entra en un almacén de Chile y Tacuarí donde tres hombres jugaban al truco, toma una caña, la paga y de vuelto le dan la moneda. Después de mirarla, “(...) sale(í) a la calle, tal vez con un principio de fiebre”. Este es quizás el primer efecto que el encuentro con el Zahir provoca en el cuerpo del protagonista.
Para contrarrestar el estado febril surge de inmediato el pensamiento que desplaza el objeto Zahir y lo introduce en la serie de los objetos-moneda: porque ”que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula”, para a continuación recordar algunos ejemplos de esas famosas monedas, pensamientos que acompaña con un periplo que se revela circular ya que lo lleva irremediablemente al punto de partida. A fin de abstraerse del influjo de la moneda decide salir del barrio sur y se dice que “El dinero es abstracto, (...) el dinero es tiempo futuro” y puede equivaler a muchas cosas ya que “una moneda simboliza nuestro libre albedrío”. Pensamientos que, sin embargo, no resultan suficientes para olvidar el Zahir. Tampoco el sueño le sirve, porque cuando duerme sueña que él mismo es “las monedas que custodiaba un grifo”.
Ante las posibilidades de qué hacer con la moneda, piensa en enterrarla en el jardín, o en esconderla en la biblioteca, pero se decanta por perderla, para lo cual repite la acción de tomarse una caña y paga con ella entrecerrando los ojos “detrás de los cristales ahumados” para no ver ni recordar ningún detalle que pudiera evocar el lugar de la pérdida. Al mismo tiempo que la “pierde” se aboca a la escritura de un cuento fantástico que “encierra un par de perífrasis enigmáticas”, escrito en primera persona, que relata la historia de un tesoro de los Nibelungos custodiado por una serpiente. Es decir, que la equivalencia planteada al inicio deja paso a la sustitución, porque hay un producto que es el relato de ficción, que en apariencia tiene efectos sobre la idea fija del Zahir.
Si bien podemos observar que el sueño y el relato de ficción tratan del mismo tema, son las perífrasis las que permiten que el cuento se torne en apariencia un velo más eficaz ante el recuerdo. Seguro de la protección que le ha otorgado la ficción, se lanza a recordar la moneda y cae nuevamente bajo su influjo.
Tras asistir a un psiquiatra, al que le manifiesta otro de sus efectos en el cuerpo, el insomnio, “exhuma” en una librería un libro del año 1899 (año del nacimiento de Borges) que le permite saber más cosas del Zahir y de lo que a él mismo le ocurre. Se trata de un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage de Julius Barlach, es decir, Actas, Escrituras o documentos sobre la historia del Zahir. En ellas, el protagonista se encuentra por un lado con lo más particular y con lo más universal, ya que cuentan los efectos del zahir en otras personas a lo largo de la historia, cada una resonando en una imagen diferente: un tigre, un ciego, un astrolabio, una brújula, una veta de mármol, el fondo de un pozo. En este libro se cuenta además que la creencia en la moneda es islámica y data del siglo XVIII. Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible y es por eso, uno de los noventa y nueve nombres de Dios. El libro contiene además un verso del Asrar Nama (Libro de cosas que se ignoran): “el Zahir es la sombra de la rosa y la rasgadura del velo”.
Luce López-Baralt comenta en un trabajo sobre este cuento que el término árabe Zahir proviene de la raíz trilítera z-h-r que como todo vocablo árabe admite numerosos sentidos entre los que añade al aportado por Borges: “parte posterior, reverso, haz, envés, memoria, ojo, mirador, lugar desde donde se ve, etc.”[4] Por otro lado señala que el nombre mismo de Teodelina es una combinación entre Teo que refiere a Dios y delina (del griego delo) aclarar, hacer visible. Este abanico de sentidos que se abren a partir de la palabra Zahir resulta de sumo interés para nuestra lectura
Pero, ¿qué le pasa al narrador con la muerte de Teodelina? No nos dice nada de su dolor, sólo que estuvo enamorado de ella y que su imagen, la primera o la última (¿muerta?), permanece en su recuerdo. Parece que lo que está elidido aquí es el duelo, porque el narrador aísla en un párrafo la pequeña historia de Teodelina y de inmediato conecta con la perturbación que le causa el Zahir. Por eso, me resulta inevitable introducir en este punto algo de lo que dice Lacan en relación al duelo en el Seminario La Angustia (página 155): ”Sólo estamos en duelo de alguien de quien podemos decir Yo era su falta”. El sujeto da al ser amado aquello que no tiene, de lo que está en falta, le otorga su falta en ser, y el ser amado la coloca en el lugar de su propia falta, en el lugar del objeto (a). De esta manera el sujeto puede ocupar el lugar de objeto causa del deseo del otro y obtener cierta ganancia de ser. Por eso, cuando el otro desaparece, esa falta se vuelve sobre el sujeto, dejándolo en un estado de Hilflosigkeit. En este sentido podemos entender el juego de equivalencias, sustituciones, y perífrasis, con que juega el protagonista ya que se presentan como recursos literarios o estrategias en pos de encontrar algo que complete ese agujero al que se ve confrontado.
Ahora bien, a nuestro protagonista el tiempo no lo ayuda, ya que si con él los recuerdos se atenúan, el del Zahir se fortalece hasta conformar una imagen simultánea de las dos caras de la moneda, “como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro”. Sabemos por el final del cuento que el momento indefectible de la rasgadura del velo llegará y el narrador alcanzará un estado de locura, al igual que le ocurrió a una hermana de Teodelina, donde su propia identidad de sujeto empezará a tambalear.
Para ilustrar lo que le pasa al narrador, podemos recurrir a la explicación que nos ofrece Miller en su introducción al Seminario La Angustia, acerca de la distinción entre los objetos comunes, de tipo especular y otro tipo de objetos cargados pulsionalmente y que no son orientables. El esquema óptico nos ofrece una respuesta, porque el espejo señala Miller “funciona como un velo, que impide al sujeto en condiciones normales, ver el objeto a minúscula. Si hacemos pivotar este espejo, aparece como una barrera que separa el objeto a del objeto normal. Según se mantenga esta barrera, hay dos estados posibles: si el objeto a permanece en su sitio [i (-) a], no hay desorden, confusión; si hay franqueamiento [i (+) a] entonces, se produce perturbación, desorden, confusión.
Ahora cabe preguntarnos de qué objeto se trata. La complejidad del cuento hace difícil dar una respuesta cerrada sobre este punto, pero creo que las claves las podemos encontrar en el sueño, y en el final del cuento. Parece que soñar que él mismo es unas monedas es lo que lo lleva a poner en duda lo él que realmente es, Borges o Zahir. El narrador mismo vaticina que antes de 1948 no sabrá quién fue Borges. El final del cuento nos permite retomar algo de lo que ha quedado suspendido cuando despierta del sueño: “Según la doctrina idealista los verbos vivir y soñar son sinónimos: de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a uno simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?”
Lacan en el Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, explicando el carácter omnivoyeur del mundo nos señala que éste no provoca la mirada, ya que de lo contrario causaría sensación de extrañeza, por eso recurre al sueño para señalar que si en la vigilia la mirada está elidida, elidiendo con ello que eso mira, pero también que eso muestra, en el sueño, “a las imágenes las caracteriza que eso muestra[5]” y esto está en relación con algo anterior, con el ser mirados, porque nuestra posición en el sueño es la del que no ve. En este sentido, Lacan remite al sueño de Chuang-tzú, que soñó que era una mariposa y que al despertar dudó de si no era en realidad la mariposa la que soñó que era Chuang-tzú. Borges narrador recoge su sueño de ser las monedas que custodiaba un grifo, pero al despertar, a diferencia de Chuang-tzú decide que había estado ebrio y desplaza la duda sobre si él mismo es la moneda o no al final del texto, cuando se le revela que posiblemente del otro lado de la moneda esté Dios. Dice Lacan en el Seminario 11: “La esquizia que nos interesa no es la distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica, por lo cual encontramos límites en la experiencia de lo visible. La mirada sólo se nos presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello que encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia, a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración. El ojo y la mirada, ésa es para nosotros la esquizia en la cual se manifiesta la pulsión a nivel del campo escópico”[6]. No debemos olvidar que el punto álgido de extrañamiento del narrador es precisamente ver el anverso y el reverso a la vez, una visión esférica que tiene por centro el Zahir, visión que hace que el recuerdo de Teodelina y su dolor se alejen. A partir de este momento, el narrador buscará universalizar esa pérdida para matizarla y es quizás en ese sentido que debemos leer la referencia a Julita, como primera víctima del influjo enloquecedor de Teodelina. El relato adquiere, entonces, un ritmo que empuja de forma decidida hasta su frase final: ”Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo: quizás detrás de la moneda esté Dios”.
Quisiera añadir a modo de dato curioso que esta historia de Chuang-tzu no escapó a Borges en la antología de cuentos breves y extraordinarios que realizara junto con Bioy Casares[7]. (Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo. "Cuentos Breves y Extraordinarios", Antología. Ed. Losada, Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea, Bs.As.1973). Tomado de "Referencias en la obra de Lacan /3", Biblioteca de la Casa del campo Freudiano. Bs.As. 1992




[1] Sarlo, Beatríz, “¿Cómo Borges fue Borges?, Borges Studies Online. On line borges Center for Studies and Documentation, 14/04/01. Texto original publicado en Clarín, junio 1996
[2] Borges, Jorge Luis, “El Aleph” en Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires Emecé, 1989, Buenos Aires. Todas las citas remiten a esta edición.
[3] Borges, Jorge Luis, “El Zahir” en Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires Emecé, 1989, Buenos Aires. Todas las citas remiten a esta edición.

[4] López-Baralt, Luce, “Borges o la mística del silencio: Lo que había del otro lado del Zahir”, en Jorge Luis Borges, Pensamiento y saber en el sigloXX, Alfonso de Toro y Fernando de Toro (eds., Vervuert Iberoamericana, 1999, pág. 30.
[5] Lacan, Jacques, Seminario 11, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Paidós, 1987, pág. 83.
[6] Ibid., pág. 80-81.
[7] Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo. "Cuentos Breves y Extraordinarios", Antología. Ed. Losada, Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea, Bs.As.1973. Nota extraída de "Referencias en la obra de Lacan /3", Biblioteca de la Casa del campo Freudiano. Bs.As. 1992







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