8 de fevereiro de 2010

El Debate de la ELP. Nueva serie (28). 7 de febrero de 2010.

EL DEBATE SOBRE EL PASE
EL DEBATE SOBRE LOS CPCTs
Editorial
Lucia D'Angelo
Y sin embargo… hablar tiene sus efectos
Myriam Chang
Acerca del momento de la ELP
Antoni Vicens

Editorial
El Debate de la ELP publica hoy dos contribuciones que merecen ser puestas en serie con los temas tratados en las anteriores ediciones, el debate sobre el Pase y de los CPCTs, principalmente en los números 25, 26 y 27 de estos últimos días.
Myriam Chang hace referencia a la última Conversación de la Comunidad de Catalunya de la ELP de la pasada semana - como lo hizo Anna Aromí en El Debate-Nueva Serie Nº 25 - y de los ecos que han resonado en ella. El título de su texto, "Y sin embargo... hablar tiene sus efectos" nos transmite los efectos subjetivos que produjo para ella porque entre otros, es más relevante es que "volvío a elegir Barcelona como el país del psicoanálisis"...
Antoni Vicens contribuye al debate con su texto "Acerca del momento del ELP" que invita a la reflexión sobre el contexto epistémico,clínico y político de las enseñanzas obtenidas de la experiencia de los CPCTs para abordar en un verdadero marco de referencias el lugar de la Escuela y de la intervención del uno por uno en el momento actual.
El Debate de la ELP-Nueva Serie los invita a intervenir en este debate y a proseguir este intercambio que con cada contribución, una por una, la Escuela esté a la altura de la enunciación de la Escuela Una.
Invita a los lectores también a estar atentos al anuncio que se producirá el próximo número...
Lucia D'Angelo
7 de febrero de 2010

Y sin embargo… hablar tiene sus efectos
Myriam Chang

He llegado un poco tarde a la Conversación citada en la CdC, del martes 26. Pero se hablaba de hablar cuando llegué y, de hablar se siguió hablando, durante buena parte de la Conversación.
Todo venía a que Vicente Palomera había repetido la frase “que se hable” diciendo: “El pase podemos tomarlo como un síntoma que habla y que por tanto reclama que se le escuche. Pero para esto hay que creer en él. No se trata pues sólo de suponer un saber al pase, a los AE, al dispositivo, sino creer en él, lo que implica amarlo, es decir, implica la transferencia a la Escuela. Tomar el pase como síntoma implica escucharlo, hablarle, descifrarlo”.
Que este sólo verbo, hablar, ocupase buena parte de la Conversación podría parecer extraño en otro medio profesional dónde sólo se habla sin más cuestión. No lo es en el nuestro en el que el “dejar hablar” de Freud le orientó en la vía de su invención. De hecho, si imitando a Freud, imaginásemos un oyente no analista sentado, este martes entre los participantes, podríamos preguntarnos ¿qué pensaría éste sobre lo que se hablaba?
Dejando de lado las extrañezas ajenas, el “hablar” suscitaba preguntas. ¿Cuánto hablar? No demasiado que provoque un ¡Callen! Pero no tan poco que el silencio se haga norma, que presuponiendo que el Otro ya sabe nos libere incluso de preguntar.
¿Dónde hablar? ¿En los bares, en los trayectos del tren, en las reuniones de amigos, en las salitas de espera? Parecen lugares demasiado abiertos en comparación con la intimidad de un despacho, como si el exceso de intimidad requiriese un poco de aire como contrapartida. Y no obstante, yo recuerdo que se daban estas conversaciones. Yo no he hecho el trayecto en tren a París para analizarme, tal vez porque ya había hecho el largo trayecto a través del charco, como entonces se decía. Pero los lugares comunes no escaseaban para ponernos a relatar pequeñas anécdotas que nos ocurrían en nuestros análisis, ya para reírnos o simplemente porque nos faltaba todavía un poco más para aprehender algo sobre lo que aún nos rondaba la sorpresa introducida por el acto analítico.
¿Desde dónde hablar? Era otra de las cuestiones que surgieron. Y creo entender que la respuesta que se dio fue que la palabra estaba dada a cualquiera que la quisiese tomar, ya como pasador, como habiendo pasado ―tanto si hubo o no nominación―, y menos como analista, también como analizante. Dicho sea de paso es desde ahí, desde el lugar del analizante, desde donde ahora hablo.
¿Cómo hablar? Creo que esta pregunta si no se planteó, también se puede proponer. Recuerdo que el tono de los pequeños relatos tiraban más hacia la jocosidad. A estas anécdotas también contribuían ―cosa aún más sorprendente― algunos de los que eran y siguen siendo nuestros analistas. Cosas duras poco elaboradas más bien pocas si no ninguna. Se podría decir que lo que pasaba a dicho público era lo que desprendido ya del drama, separado del kakon que lo lastraba, tomaba alas en busca de la ligereza de la risa. Entre tantas frases que siempre citamos de Lacan, hay una que me ha llegado siempre mucho: “el humor es el tránsfuga en lo cómico de la función misma del superyó”.
Por mi parte, no me he distinguido por tomar muy a menudo la palabra, y de esas anécdotas que ahora comento, yo ―más que relatora― era oyente estupefacta, celosamente sorprendida de la soltura y la llaneza con que otros podían hablar de la cosa que les aquejaba.
Así y todo un día hablé. No para ser como los demás, sino porque la situación me superaba. Más o menos, dos o tres años después de la crisis de angustia que me precipitara a mi primer análisis una nueva crisis me expulsó de éste. En medio de la desestabilización del fantasma e identificada al objeto indigno, en un verdadero pasaje al acto, abandoné el dispositivo. Puesta en marcha y sin trabas la pulsión, al impulso que me empujaba no le bastaba con verme lanzada fuera del análisis, se me imponía también salir fuera de la lengua. Exiliarme de la lengua marchándome a otras fronteras donde ni siquiera la lengua familiar me acogiese.
En medio del balbuceo del no poder decir, “me marcho” es lo que creo ahora haber dicho a un amigo analista. Creo también ahora que él supo escuchar la angustia que le subyacía. Su respuesta asumió esa función que Lacan le daba a la interpretación en los primeros escritos, la de ser un dedo levantado señalando… ¿qué? Otra cosa.
No me señaló un camino sino dos. De haberme señalado uno sólo habría hecho de él un conductista, pues sólo habría podido señalarme el camino de mi bien. Pero como buen analista me señaló dos: “Si te marchas… entonces… Pero si te quedas… entonces… Creo que su respuesta tuvo sobre mí el efecto de detenerme en el punto de encrucijada de una elección y en consecuencia en una reorientación en la vía del deseo.
Así, gracias a este analista que estaba también presente el día de la reunión ―y acaso él lo recuerde―, si no la había elegido ya, volví a elegir Barcelona como el país del psicoanálisis, para mí.
Myriam Chang


Acerca del momento de la ELP
Antoni Vicens
La ELP ha terminado el tiempo de disolución de los CPCT. Cerramos los CPCT por dificultades financieras, políticas, epistémicas y clínicas. La crisis económica nos privó de subvenciones, o convirtió en trabajo de obtenerlas en una ocupación de pleno empleo, desproporcionada a nuestros fines. Si centros de consulta y tratamiento continúan, y lo hacen pidiendo un pago a los pacientes, esto no podrá hacerse en nombre de la Escuela. La condición de miembro de la Escuela no puede comportar la condición de profesional sanitario, ni la autorización estatal a ejercer la psicología clínica. La dificultad política viene del haber desplazado el centro de la Escuela hacia el psicoanálisis aplicado, dejando de lado por un tiempo los temas referidos a la transmisión del psicoanálisis que le son propios: la formación del psicoanalista, el fin del análisis, el dispositivo del pase. Más íntimamente en lo político, los CPCT propusieron a la Escuela una pacificación de divisiones internas: todos los miembros implicados en el CPCT participaron en una misma plataforma de discusión. Este fue un efecto euforizante: las divisiones internas parecían superadas. Lamentablemente, esto ocultaba la segregación que estaba en juego en una tal situación: todos unidos, a la vez que todos separados de los “pacientes”. Nadie planteó jamás, que yo sepa, la cuestión del paso de analizante a analista dentro del CPCT. Y sin embargo, algunos clínicos se autorizaron al psicoanálisis en el CPCT. No era un estado de cosas que pudiera prolongarse mucho. De ahí el interés en trabajar dentro de la Escuela desde una nueva plataforma transferencial: ¿todos “pacientes”? No: todos analizantes. Por lo que se refiere a lo epistémico, los CPCT aportaron un fruto excelente, impagable, que hace válidos todos los esfuerzos que hemos dedicado a su funcionamiento.
Sin ese campo de observación privilegiado que fueron los CPCT, la categoría de “psicosis ordinaria” se habría disuelto en el mar de las nociones aproximadas, y no habría pasado a ser una cuestión esencial en nuestra formación. Muchos pacientes, que muy difícilmente hubieran acudido a nuestros despachos, pudieron ser escuchados, precisamente sin poner atención en ningún final de análisis, en una atmósfera de confianza clínica que les permitía expresar sus pensamientos más íntimos, sus vivencias delirantes más integradas, sus formas de estabilización exquisitas, ante un interlocutor que, escuchándolos ahí, en el núcleo de su ser, no pretendía ninguna resolución, ningún atravesamiento, ninguna suplencia que no fuera la que ya llevaban puesta. La clínica de los nudos, de la continuidad, del equilibrio inestable del semblante, encontró en ese lugar un campo de exploración excepcional. No cobrábamos nada a esos sujetos; pero es que las enseñanzas que ellos nos provocaban no tenían precio. En contraste con esto, los sujetos neuróticos, aquellos que están fijados a un goce objetal fantasmático, más que avanzar en el camino de su inconsciente, encontraban una atmósfera perversa que, salvo casos contados, les valía como resistencia al psicoanálisis. Clínicamente pues, los CPCT nos hicieron evolucionar en la dirección del psicoanálisis del siglo XXI.
Aprovechemos esas lecciones, y no nos dejemos seducir por las segregaciones a las que he aludido en el párrafo anterior: nos llevarían a lo peor. No olvidamos tampoco que esas formas de resistencia al discurso analítico pueden recibir el apoyo de una confusión sobre el psicoanálisis lego (o profano, o laico). La Escuela no puede gestionar una institución de Salud Mental, pues excluiría, o incluiría fuera de la legalidad, a los que no fueran psiquiatras o psicólogos clínicos. Recordemos que para Freud no hay psicoanalistas legos: hay psicoanalistas (cuando los hay).
El trabajo de disolución de este dispositivo, dentro de nuestra Escuela, ha concluido. Quizá haya que hacer un duelo; no lo sé. Hacia el futuro, lo que nos hace avanzar es el acontecimiento que fueron las Jornadas de la ECF en noviembre pasado. Jacques-Alain Miller las transformó para convertirlas en una enseñanza de nuevo cuño. Quizá los que estuvimos ahí no hemos transmitido suficientemente lo que se presentó. Las Jornadas fueron dos: el sábado, todo se desarrolló en salas simultáneas. Todo eran casos clínicos: presentados por los propios analizantes; o, si se quiere, por psicoanalistas en función analizante. Cada cual hizo una experiencia de la dimensión transmisible del saber del psicoanalista: sabe que es el resto de una operación de la que no es amo; y ese saber es fundamento de la ciencia del inconsciente: real, imaginario y simbólico. Nadie estuvo entonces en todas las salas; cada cual habla por el lugar donde estuvo. El debate fue verdadero y renovador. Los temas tratados han venido rebotando en las diversas ocasiones en que la Escuela se ha reunido: en Valencia, en Buenos Aires, etc, y lo prolongaremos en el Congreso de la AMP. El domingo asistimos a una sesión plenaria, pero en la que nadie pudo dormirse. Para empezar, un equilibrista sobre el alambre se jugó la vida con sus juegos, como diciéndonos: esta es una profesión como otra cualquiera, y me juego la vida en ella.
¿De qué tienen miedo entonces los psicoanalistas? Todos los asistentes fuimos llamados así a un ejercicio de equilibrio, sin red, dando pasos adelante, o andando hacia atrás, o con los ojos tapados. Inmediatamente, mientras desmontaban el aparato, la música de Astor Piazzolla introdujo el testimonio de Hugo Freda: relato de un final de análisis, más allá del pase, con una enunciación del goce que podría llegar a ser exclusiva de los participantes del discurso psicoanalítico. En efecto: el goce es mudo; los psicoanalistas sabemos hacerlo hablar sin que el goce mismo de hablar nos convierta en seres ficticios para un espectáculo expuesto en una pantalla en la que la alta resolución no puede disimular la digitalización (o numerización como dicen en Francia). La mirada y la voz, el cuerpo y sus sonidos hablan. Nos ganamos la vida escuchándolos. Luego vinieron otros testimonios. Alain Prost nos habló de una vida dedicada enteramente a la mecánica, salvo el fantasma fraterno que se reflejaba en los estabilizadores de su bólido. En la película de Gérard Miller, gente corriente nos habló de su primera sesión (véanse al menos treinta segundos en You Tube: http://www.youtube.com/watch?v=ubOh8KWAODY
Y muchas más cosas importantes, que siguen siendo tema de debate. A la semana siguiente, nuestras Jornadas de Valencia resultaron muy buenas para nuestros debates inernos; la conversación que siguió a nuestra Asamblea General recuperó los temas cruciales de la experiencia psicoanalítica, después de atravesar la lamentación por el CPCT perdido.
La situación actual del discurso del psicoanalista es bien particular. Nuestra civilización se está organizando sobre la base de la evaluación totalitaria de la efectividad de las producciones, a la vez que se inculca en el sujeto el valor supremo de la competencia (tanto respecto de los demás, como –lo que es peor– en función de unos criterios anónimos de producción). La transgresión va siendo eyectada del campo de acción normal mediante la judicialización de la verdad. El principio universal de placer pretende haber expulsado a la culpabilidad fuera del campo de la acción subjetiva. El lenguaje es, casi universalmente, considerado como algo innato, tratado como una función biológica y medicalizado como un órgano. Del amor se espera que se comporte como un sentimiento, de sede encefálica, y de valor especulativo. El inconsciente ha sido absorbido por las hermenéuticas y sus sucesores, como la deconstrucción literaria por ejemplo. La cultura toma por todas partes el valor de un recreo propio para rellenar el vacío de un ocio forzado. Las relaciones laborales están regidas por una crueldad que, si no es reconocida, es a causa de la profunda disgregación de las relaciones sociales. En suma, más allá del principio de placer parece no haber ya nada; ninguna filosofía habla ya por ese más allá; y ningún intelectual levanta su voz para denunciar los abusos más evidentes. Las relaciones económicas se han convertido en el oráculo matinal: leer en las vísceras del mercado es el viático universal que acompaña hoy toda acción civilizadora.
El psicoanalista siempre se ha situado en los avatares de la civilización como un resto. Nuestra tarea es saber que somos el resto de nuestra civilización, sin identificarnos con su substancia. Quizá nos acompañe en ello algún poeta creador. Pero en general nos toca a nosotros transcribir un saber del que nadie quiere saber nada pero que, paradójicamente, está hecho para interesar a todo el mundo, si nos tomamos de uno en uno. Esta es tarea de la Escuela: transformar en discurso lo que el objeto a, puesto en el lugar del agente, crea como significantes amo. El inconsciente –“drôle de mot”, decía Lacan– sigue siendo para nosotros uno de esos significantes; como lo son el psicoanálisis, la Escuela, el psicoanalista, la transferencia, el goce, el saber, el síntoma, la experiencia y muchos otros. Lo que ofrece la civilización es un mundo en el que muchos encuentran una insatisfacción que no pueden resolver con las leyes que aparentan regularla. Quizá nosotros conocemos una Ley distinta, que anuda los rastros que el goce va dejando en el desierto siberiano para transformarlos en una metáfora nueva, que no necesita apelar a la ley del padre para subsistir. Por esa Ley sin nombre es posible la creación y el amor, el saber alimentado por la ignorancia, la lucha contra el narcisismo, y un nuevo trato con lo real, ese atractivo agujero al que nos precipitamos incesantemente.
Antoni Vicens

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