15 de julho de 2014

El objeto (a)sexuado*, por Miquel Bassols




¿Cuántos sexos llegarán a contarse en este nuevo siglo? La pregunta tiene todo su interés porque desde distintos frentes parece anunciarse el final de la era de los dos sexos y el principio de su multiplicación al infinito. Una vez sobrepasado el dos, ese dos en el que se fundaba la diferencia sexual como algo irreductible, la ciencia empieza a perder ya la cuenta de los sexos posibles. Y es sabido que una vez se descubre una posibilidad, por excepcional que sea, no tarda en aparecer la reivindicación del derecho al goce de esa misma posibilidad. Esta cuenta de los sexos es también, por lo tanto, la cuenta de los sexos que podrán elegirse por medio de las técnicas llamadas de “reasignación de sexo”.


¿Cuántos sexos llegarán pues a reivindicarse en este nuevo siglo, ya sea en nombre de la ciencia o de la multiplicación de los llamados géneros?

Nuestra colega Graciela Brodsky ha subrayado recientemente el recurso operado por los defensores de la distinción entre “sexo” y “género” a esta nueva contabilidad, por ejemplo, en las teorías de la bióloga americana Anne Fausto-Sterling. La polémica suscitada por esta autora hace unos diez años enumerando al menos cinco sexos no parece anecdótica y prosigue hoy al hacer de ellos un “sexual continuum”, una continuidad donde la diferencia entre sexos tiende a desvanecerse en una multiplicidad llevada al límite. Y, en efecto, la ciencia disuelve hoy en lo real la diferencia misma en la que se sostenía la noción clásica de estructura. Fausto-Sterling revisa así su propuesta de un sistema de cinco sexos: además de machos y hembras, incluye “herms” (llamados después verdaderos hermafroditas, personas nacidas tanto con testículos como con ovarios), “merms” (pseudohermafroditas machos, nacidos con testículos y con algún aspecto de genitales femeninos), y “ferms” (pseudohermafroditas hembras, con ovarios combinados con algún aspecto de genitales masculinos)[1]. La lista queda abierta a nuevas combinatorias.

Observemos que, curiosamente, en los rasgos anatómicos de este nuevo muestrario de identidades sexuales no se nos dice absolutamente nada sobre la presencia o no del falo. Un observador imparcial, un marciano por ejemplo, no deduciría de él la existencia de este órgano que parece más bien suplementario a la hora de definir lo real del sexo. ¿Se trata de una elisión colateral al objeto en cuestión, más bien inquietante si seguimos la lógica de la elisión del falo que Jacques Lacan señaló en la estructura de la psicosis? ¿O se trata más bien de una verdad que la ciencia no puede incluir todavía en su seno, una verdad sólo desvelada por el propio psicoanálisis al hacer del falo el símbolo por excelencia que marca la sexualidad humana con el sello de la falta, de la castración? El niño freudiano, nuestro marciano imparcial, una vez confrontado a la nueva multiplicación de los sexos, echará sin duda a faltar el falo en la serie de Fausto-Sterling y la podrá resumir entonces en no más de dos figuras: las “mems”, a las que siempre les falta el falo, y los “moms”, aquellos que siempre podrán perderlo.

En efecto, la significación del falo, ya sea por su presencia o por su ausencia, sigue siendo aquello que introduce la diferencia en el continuum de lo real del sexo, y aquello que da al objeto su significación sexual para el sujeto. La multiplicidad de los llamados géneros, índice de nuevas identificaciones, no podría entenderse sin su referencia a la multiplicidad de las significaciones del falo, a sus velos y desvelos para significar el deseo. A falta de esta significación, es el cuerpo del sujeto el que vendrá a ser soporte en lo real de la diferencia imposible de simbolizar. El resultado es una suerte de transformación continua de un cuerpo en otro que aboliría la diferencia, una suerte de “morphing”, para tomar el término de la técnica informática que hace de esta transformación topológica un juego virtual.

¿Diremos pues que a falta de la diferencia introducida por el falo como significante, lo que aparece en todo su relieve es el continuum de lo real y un “morphing” propuesto a los cuerpos? ¿Será el futuro de la sexualidad, una sexualidad con la elisión del falo en lo real? En realidad, nada indica que sea ésta la orientación en la promoción de la diversidad de las identidades y los objetos sexuales. Se trata más bien de un “morphing” del falo, en especial ahí donde brilla por su ausencia, que reduplica al infinito, en un verdadero juego de espejos, la dialéctica freudiana entre el falo y la castración.

Digamos entonces que la multiplicidad de colores y significaciones de los objetos sexuales responde a esta multiplicidad de las significaciones del falo que recubren su falta y no a una supuesta multiplicidad de identidades del ser sexuado que, en esta vertiente, siempre seguirá la lógica binaria y dicotómica del falo y de su ausencia. Ocurre, sin embargo, que ninguna descripción fenomenológica podrá nunca dar cuenta de esta estructura de la sexuación, tal como Jacques Lacan lo señalaba en su texto de 1961 de homenaje a Maurice Merleu-Ponty cuando escribía: “Pero está claro que nada en la fenomenología de la extrapolación perceptiva, por más lejos que se la articule en el empuje oscuro o lúcido del cuerpo, puede dar cuenta ni del privilegio del fetiche en una experiencia mundana ni del complejo de castración en el descubrimiento freudiano. Los dos se conjuran, no obstante, para obligarnos a hacer frente a la función de significante del órgano señalado siempre como tal por su ocultación en el simulacro humano –y la incidencia que resulta del falo en esta función en el acceso al deseo tanto de la mujer como del hombre, al estar ahora vulgarizada, no puede ser desdeñada como desvío de lo que puede muy bien llamarse en efecto el ser sexuado del cuerpo.”[2]

Vulgarización de la función del falo en sus múltiples transformaciones, conversión del órgano en significante por su ocultación en otros tantos “simulacros” -este término de “simulacros” nos parece hoy más conveniente que el de “géneros” para entender de qué se trata en su promoción-, privilegio del fetiche y del complejo de castración en la experiencia que el sujeto hace del ser sexuado de su cuerpo, –estos son los términos con los que Jacques Lacan propone descifrar en 1961 las significaciones de los objetos sexuales en los que el sujeto sigue buscando su identidad.

Distingamos por nuestra parte, para introducir una disyunción que será decisiva, la vertiente que corresponde a los simulacros del falo y la vertiente de lo que Lacan llama ya aquí el “ser sexuado del cuerpo”, el ser que no puede reducirse a dichos simulacros. Si el falo es el “significante del ser sexuado”, la vertiente que vincula al sujeto con el deseo del Otro, la vertiente del cuerpo remite al goce separado del Otro, y a un objeto que deberemos considerar finalmente fuera de su significación fálica.

Si consideramos ahora más de cerca los nuevos simulacros de la sexualidad y sus objetos, vemos que esta disyunción entre el significante del falo y el goce del cuerpo aparece de modo más claro: la significación fálica vinculada al deseo del Otro tiende hoy a separarse cada vez más de los fenómenos de goce del cuerpo considerado como un goce autista, separado del Otro. Es en esta disyunción donde podemos situar el recurso creciente a la intervención en lo real del cuerpo para dar soporte al simulacro de la sexualidad: desde la extensión del piercing en las zonas más variadas para localizar el goce hasta la inyección de hormonas para modelarlas según la imagen ideal.

Por el contrario, la diferencia que hoy tiende a desvanecerse es la que sirvió en las pasadas décadas a la “queer theory” (lo que se ha traducido como la “teoría torcida”) y a los estudios de género para distinguir el sexo (supuestamente biológico) del género (supuestamente cultural)[3] y postular la multiplicación de identidades sexuales. En realidad, lo que vemos en esta adición y multiplicación que parecía anunciar el declive de la diferencia de los dos sexos, el masculino y el femenino, es un modo de hacer existir al Otro como el Otro sexo, un nuevo modo de dar consistencia a la sexualidad como alteridad del sujeto. Es así una perspectiva basada en la idea de que el Otro existe debe existir necesariamente para sostener la diferencia del goce sexual.

Pero hay aquí una paradoja cada vez más evidente: la reivindicación de la diferencia llevada al límite reduplica en lo real la propia dimensión fálica del goce, ahí donde más elidida suponíamos esa dimensión del falo: véanse, por ejemplo, los movimientos de las “drag queens” y los “drag kings” (las reinonas y los reinones, como se han traducido), donde el “morphing” fálico de los cuerpos reproduce hasta la caricatura los tipos ideales de identificación: desde el hombre transformado en flamante reina de carnaval hasta la mujer transformada en barbudo camionero. Se habla hoy así de las “tecnologías de género” desde el cine o la publicidad para indicar este variado campo del morphing fálico.

¿Pero basta la referencia a la significación del falo para dar cuenta de esta inercia hacia la disolución de la diferencia en la multiplicación de los objetos y de las identidades sexuales? ¿Qué sostiene esta multiplicación? Sostiene el derecho al goce que el sujeto de nuestro tiempo ve como un nuevo derecho insoslayable, el derecho en realidad por antonomasia si entendemos, con Jacques Lacan, que en el derecho se trata precisamente de “repartir, distribuir, retribuir”[4] lo que corresponde al goce para cada uno.

Pero cuando se trata del goce la cuestión de la diferencia se plantea desde otra perspectiva, desde la perspectiva precisamente del Otro que no existe. Es la perspectiva que Jacques-Alain Miller nos ha enseñado a leer en la última enseñanza de Lacan como la clave de su lógica y que permite situar en esta enseñanza lo que él mismo ha denominado “el sexto paradigma del goce”[5]. En este último paradigma de la enseñanza de Lacan se trata del goce Uno, de un goce que no implica al Otro sino que es más bien autista y que vuelve problemática, incierta, la existencia misma del goce del Otro. Y tal como indica Jacques-Alain Miller al comentar este último paradigma del goce, “al comienzo, el goce Uno, solitario, es profundamente asexuado”[6], no implica a la sexualidad como diferencia y como relación con el deseo del Otro. Estamos ahora en un registro distinto al registro del significante del falo como significante del deseo del Otro que daba significación sexual a ese deseo y a sus objetos; estamos en el registro del goce autista, del goce Uno que no implica al Otro. En lugar de este Otro, lo que el sujeto encuentra es el objeto que está en el núcleo de su goce más ignorado y que es finalmente un goce asexuado, que no está significado por la diferencia sexual. Es este objeto el que importa realmente en la experiencia analítica cuando es llevada hasta su final y es el objeto que hace pareja con el Uno del goce en el síntoma del sujeto.

Volvamos entonces a plantear nuestra pregunta inicial, pero ahora desde esta nueva perspectiva. ¿Cuántos sexos cuenta el inconsciente freudiano? Podría pensarse que ante la multiplicación al infinito promovida por los discursos de la intersexualidad, ante este n+1 al que tiende la lógica de las identificaciones de los objetos sexuales, el inconsciente freudiano nos devolvería a la tranquilizadora diferencia, tan criticada por otra parte, de los dos sexos, nos devolvería al dos del hombre y de la mujer. Pero, precisamente, el inconsciente freudiano no dice nada de eso, en realidad, el pobre no sabe contar ni hasta dos. En el inconsciente no hay inscripción de la diferencia de los sexos, repetimos con frecuencia. ¿Pero qué quiere decir eso sino que el inconsciente freudiano sólo sabe contar hasta uno, que en el mejor de los casos sólo sabe contar uno por uno? 

Encontramos este postulado freudiano dicho de diversas maneras: que sólo hay una libido, y que es masculina; que sólo hay un símbolo para la sexualidad y que ese es el símbolo fálico. Es la paradoja del inconsciente freudiano, principio de la significación sexual pero en el que no existe inscripción de la diferencia sexual. Cuando se trata de contar sexos, en lugar de los dos supuestos o de los múltiples promocionados a escala global, el inconsciente freudiano sigue contando uno, sólo uno, cada vez…

Lacan reactualiza este postulado del uno del inconsciente freudiano a lo largo de su enseñanza con varias fórmulas conocidas: “La mujer no existe” o “no hay relación sexual” o, sobre todo, “Hay Uno (Il y a d’l’Un)”, el Uno en el que se funda el goce sin relación con el Otro, con el goce Otro, si éste existiera. Y se complacerá en el juego homofónico en francés que hace que el dos (“deux”) de los dos sexos no sea más que un “d’eux”, de ellos, de aquellos entre los que resulta imposible establecer la relación.

Detengámonos entonces en la fórmula que encontramos en el Seminario 20, “Aún”, para dar cuenta de la sexuación del sujeto: “el objeto es (a)sexuado”. En la lógica del Otro que no existe, del Uno del goce, el objeto queda desligado de las significaciones del Otro, las que le han dado su color sexual y aparece en su vertiente de objeto asexuado, lo quiere decir sin diferencia, marcado por el Uno del goce, pero causa él mismo de la elección sexual del sujeto. Que el objeto es (a)sexuado quiere decir que ese objeto queda fuera de la significación sexual producida por el símbolo fálico, que ese objeto queda entonces en la parte no-toda de la sexuación, en la parte femenina de las fórmulas elaboradas por Lacan en su Seminario “Aún”, en la parte que descompleta al Uno de la lógica fálica para abrir una serie infinita.

El color de este objeto que descompleta al Uno del goce había sido ya anunciado por Lacan en 1964 como un “color-de-vacío: suspendido en la luz de una hiancia”[7]. Este color de vacío, una vez el objeto ha sido desprendido de las significaciones del falo, es lo que hace de este objeto un objeto finalmente (a)sexuado, fuera de toda significación. Es lo que quedará, por ejemplo, como lo más real del fetiche una vez desvestido él mismo de su significación fálica, es también lo que quedará de cualquier objeto que venga a eclipsar la castración, pero es también y sobre todo el objeto, resto o simulacro, en el que se condensa el goce del cuerpo.

Ante este objeto no se trata ya de las identificaciones que han hecho de pantalla o de coartada sino de la elección del sujeto como respuesta al goce pulsional, al objeto (a)sexuado. Digamos más bien que si hay elección sexuada en el sujeto es precisamente porque las identificaciones edípicas no pueden decir la relación entre el sujeto y el Otro, no pueden escribir la relación entre los sexos.

Señalemos finalmente algunas consecuencias de la lógica de este objeto (a)sexuado y del Uno del goce tal como Lacan los introdujo en la última parte de su enseñanza.

1.- El psicoanálisis no es, en efecto, un pansexualismo como se supone muchas veces. No todo queda recubierto por la significación sexual. El psicoanálisis es un no-todo sexualidad, o dicho de otra manera, encuentra la sexualidad como no-toda. Y precisamente, lo que aísla en la causa de la sexualidad es este objeto (a)sexuado, objeto del goce Uno que no se vincula con el Otro sexo y que se revela en su función de resto.

2.- Lo que se manifiesta como las “identidades sexuales” sigue la lógica de las identificaciones como una multiplicación de los unos diversos en los que la sexualidad se complace en instituir sus simulacros. Pero la lógica binaria del falo no basta, en efecto, para situar el nuevo real de la sexualidad y del goce que el psicoanálisis ha descubierto. Para situarlo es preciso partir del axioma del Goce Uno, distinto al axioma del deseo como deseo del Otro, y situar en el paradigma del goce la función preeminente del objeto inventado por Lacan, el objeto (a), definido como objeto (a)sexuado.

3.- Desde este paradigma la clínica analítica no es una clínica de las identificaciones normativas, donde hay tantos géneros sexuales como unos posibles quieran proponerse. La clínica analítica es una clínica de la elección del sujeto causada por el objeto a, que es un objeto (a)sexual, un objeto sin Otro, fundado en el Uno del goce.

4.- Si el goce es goce autista de lo Uno, lo que en la sexualidad lleva a la relación con el Otro será es del orden de lo Eterox , de la alteridad, de aquello que no puede ser reabsorbido en lo Uno. Es la idea de Lacan en su texto “L’Étourdit” donde escribe: “Lo que llaman el sexo (…) es propiamente, al soportarse en notoda, el Eterox que no puede saciarse de universo”. Y si el objeto causa de la elección sexual está siempre del lado no-todo de la sexuación, del lado Eterox, del lado que llamamos femenino, entonces podemos entender la sorprendente frase de Lacan, conclusión precisa de esta lógica: “Llamemos heterosexual, por definición, aquello que ama o gusta de [ce qui aime] las mujeres, sea cual sea su propio sexo. Así será más claro”. Lacan no define aquí lo “heterosexual” como un quien, como un género o identidad sexual producto de una identificación, sino como un qué, como aquello que en la sexuación del sujeto apunta al lado del Eterox, al lado no-todo, no fálico, del objeto (a)sexuado.

5.- La única cuenta sobre los sexos que llegamos a echar así con Lacan, y nada parece indicar que vayamos a contar más allá, es la que resulta del Uno del goce con la (a) de este objeto (a)sexuado. Uno más a, es la fórmula que propone en el mismo Seminario “Aún”. Fórmula que no dará nunca ni el Todo único, continuo y sin falta, soñado por la ciencia ni tampoco aquel nuevo sexo que diría la relación del Uno del goce con el Otro que no existe.

Notas: 

[1] Anne Fausto-Sterling, Sexing the Body: Gender Politics and the Construction of Sexuality, Basic Books, November 2000. 
[2] Jacques Lacan (1961), “Maurice Merleau-Ponty”, en Autres écrits, du Seuil 2001, p. 180. La traducción es de Silvia Tendlarz y Miquel Bassols. 
[3] Ver, por ejemplo, David Glover and Cora Kaplan, Genders, Routledge 2000. 
[4] Jacques Lacan, Seminario 20, “Aún”, Paidós, Barcelona – Buenos Aires 1981, p. 11. 
[5] Jacques-Alain Miller, “Los seis paradigmas del goce”, en Freudiana 29, Barcelona 2000. 
[6] Jacques-Alain Miller, op. cit. p. 49. 
[7] Jacques Lacan, “Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista”, en Escritos, Siglo XXI, México 1984, p. 830.

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