Es muy pronto para saber con algo más
de detalle lo ocurrido hoy en el Institut Joan Fuster. De momento, poco
más podemos hacer que lamentar enormemente la muerte de un profesor, alguien
que, al parecer, quiso estar a la altura de su responsabilidad como tal. Y por
ello merece nuestro respeto, nuestro recuerdo.
Pero algunas de las cosas que han trascendido
o se han comentado nos dan ya materia para la reflexión. Reflexión provisional,
por supuesto, que seré el primero en retirar si los nuevos datos desmienten lo
que por ahora parece.
No caben demasiadas dudas acerca de
un hecho: el menor que ha cometido esos horribles actos es una persona enferma —casi
con toda seguridad. Pero aun así, la enfermedad mental no explica ella sola
todos los detalles de lo ocurrido. De hecho, aunque nos cueste reconocerlo, ni
siquiera los delirios más enfermizos que pueda concebir un ser humano son del
todo independientes de lo que le rodea: el mundo en sus más diversas
manifestaciones, el mismo mundo del que formamos parte todos.
Un titular destacaba una relación
que a más de uno se le habrá ocurrido establecer: “Quince años después de
Columbine”. Seguramente, la primera reacción que casi todos tendríamos ante una
comparación así sería de rechazo, porque parece demasiado arriesgado relacionar
un solo acontecimiento, aislado, con lo que en otros lugares, como en EE.UU, son
acontecimientos bastante más frecuentes, que enseguida relacionamos con una
cultura de las armas y una sociedad que consideramos más violenta.
Y sin embargo... no podemos evitar
quedarnos pensativos. Sobre todo cuando nos llegan ciertos comentarios, como el
de que ese chico tenía una obsesión reconocida por las armas, había manifestado
que quería matar a profesores y a otras personas en la escuela, había grabado
un símbolo nazi en su pupitre, confeccionaba distintas listas negras... listas
cuya finalidad ha quedado al fin aclarada, tristemente.
Uno se pregunta: ¿por qué cuesta
tanto admitir la seriedad de este tipo de comentarios? ¿Qué hace que un
discurso tan cargado de odio no llame lo suficientemente la atención como para
que los profesores o la dirección sean alertados y estos a su vez se pongan en
contacto con la familia, de modo que se puedan tomar algunas medidas sencillas,
por ejemplo alejar a esa persona de las armas? ¿Acaso algo de esto se ha
normalizado, sin que nos hayamos dado cuenta, porque vivimos sumergidos en una
cacofonía constante de insultos, descalificaciones, amenazas y manifestaciones
de odio, hasta tal punto que esos comentarios terribles le pueden parecer, a
quien los escucha de paso, una versión un poco subida de tono —propia de un
adolescente irritado— de lo que constituye la música de fondo del planeta?
No puedo dejar de pensar ahora, no
ya en Columbine, sino en los avisos que dio, a alguna persona de su entorno, el
copiloto que recientemente estrelló su avión con otras 149 personas a bordo:
iba a hacer algo por lo que sería recordado —y el tono de sus amenazas fue lo
suficientemente serio como para que la que había sido su novia se alejara con
temor.
Es cierto: resulta demasiado fácil
ver estas cosas de lejos, juzgar a toro pasado. Pero no se trata de juzgar a
personas concretas, sino de pensar en cierta sordera de la que podemos ser víctimas
frente a las manifestaciones del odio. Sordera de la que por otra parte son —somos—
más responsables los que por motivos profesionales, o familiares, tienen —tenemos—
la responsabilidad de tomarse muy en serio ciertas palabras en el momento en
que son pronunciadas o escritas.
¡Cuánto cuesta tomarse en serio las
palabras hoy día! En todo caso, nadie debe llevarse a engaño: quien dice algo así
—lo diga en Facebook, a sus compañeros de clase, a su novia, en el bar, donde
sea o como sea— está pidiendo, a gritos, aunque él mismo no lo sepa, que
alguien lo pare. Que le quiten los machetes de su vista, que lo lleven al médico,
que le quiten el avión de debajo de los pies y los mandos de piloto de las
manos. Si lo hacemos, tendrá quizás la oportunidad de encontrar otra salida,
menos dolorosa.
No hay que hacer oídos sordos.
* Texto publicado, originalmente, el
lunes 20 de abril en EXcritos, blog del autor.
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Nota del Moderador: Lea la segunda parte del texto aquí:
Lo que pasa en las escuelas... y en otros lugares.
Trincheras en la guerra del malestar en la cultura
Trincheras en la guerra del malestar en la cultura
Si, la gente pide (a gritos) que la paren, porque realmente no tiene dirección, muchas veces vemos actos que están mal en la calle, en la escuela, en el trabajo, y uno no se mete; te dicen, "no te metas, no es de tu incumbencia" y por dejar pasar, es que pasan estas cosas. Los padres, no les llaman la atención a sus hijos, prefieren no decir, no preguntar, para que ellos vivan "libremente". Me he dado cuenta, en muchos momentos que, debemos intervenir, hacernos cargo, de situaciones que no nos incumben, pero que seguramente, luego, nos agradecerán habernos inmiscuido.
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