13 de outubro de 2015

“Soy multitud”, por Jean-Claude Milner

Si un ser hablante pudiera satisfacerse de ser único, como un eterno célibe, a la vez sabio y príncipe, a la vez amo y esclavo, a la vez padre e hijo, a la vez hombre y mujer, el Solitario inauguraría en cada ocasión su reino propio. El ser hablante se imagina con gusto como un prodigio singular. Narcisismo primario, dice la doctrina freudiana. El ser hablante cree que es el único en serlo y, cuando se las ve con interlocutores, no son considerados sino como sus ecos pasivos. Mientras habla, concluye que no encontrará sino semejantes, es decir, cuerpos de los que aparentará admitir, por civismo, que hablan como él, aunque con la reserva de que lo hacen porque son su eco. Ser el único en hablar no significa el silencio generalizado, sino un entrecruzamiento de resonancias. Cuando, un poco más tarde, la presión de lo real se hace notar en demasía, el sujeto se ve impelido a admitir que no está tan solo como había imaginado. Desde ese instante, nace el miedo; cuando se obliga a concluir que los otros no son menos hablantes que él, entonces puede, a su vez, sentir el temor de poder ser reducido al silencio por cualquiera de ellos. 

Los seres hablantes son irremediablemente varios, desde siempre y para siempre. Importa poco que se le parezcan o no, que le sean cercanos o no, que los pueda llamar o no; en todas las circunstancias, todos los seres hablantes lo son tanto como él. Cada sujeto constata así que, por ser hablante, no goza de ningún privilegio. Nada le otorga garantía contra la suspensión de lo que le hace ser hablante; nada pues, y mucho menos la pluralidad de los seres hablantes. Por ellos, por cada uno de ellos en la medida en que habla, puede ser reducido al silencio. No solamente hay siempre más de un ser hablante, no solamente su multitud tiene la estructura de lo ilimitado, sino que esta multitud conlleva la precariedad. No se trata solamente de que ningún ser hablante encuentre en ello una garantía, sino de que su status de ser hablante es recusable por cada uno de los miembros de la multitud hablante. A esta combinación de la multitud, de lo ilimitado, de la palabra y del silencio, a eso se lo llama la masa. 

Aunque las megalópolis la hayan hecho más visible y casi omnipresente, la masa no es el producto de la civilización urbana. Aunque se realice materialmente en los tiempos modernos, su posibilidad es un dato primitivo. Porque el ser hablante habla a través de la lengua, habla como masa. De entrada, es más de uno. El aforismo de Wittgenstein, “no hay lenguaje privado”, no apunta a otra cosa. “Soy una multitud”, escribe Sartre en A puertas cerradas; que es lo mismo que escribir: “Yo hablo”. Lo que Sartre atribuye a la mirada incesante, a los ojos infernales que no parpadean, al tercero que vigila a cada uno de los otros dos, conviene atribuirlo a la lengua, que nunca se calla. 

Puesto que la tradición filosófica ha puesto el nombre de conciencia al principio de unicidad, se entiende que, al tachar ese término con el nombre de inconsciente, se afina la insistencia, en lo más secreto del ser hablante, de su ser varios. Durante el tiempo que pase hasta comprenderlo, el sujeto podrá escucharse a sí mismo proferir palabras y frases, pero no será todavía un ser hablante. En sentido estricto, será un infans, el que no habla. El día en el que el descubrimiento se impone, comienza el final de la infancia. A cada uno su infancia; a cada infancia, su final. Para cada uno, ese instante en el que comprende que, para siempre, tendrá que arreglárselas con la pluralidad hablante. De hecho, lo estaba haciendo desde siempre, pero no lo sabía. El descubrimiento duele. Es cierto que el narcisismo está hecho para las heridas. Los otros están siempre de más para el tierno Narciso, hasta que concluya que él mismo está de más, desde el momento en el que es más de uno.

Extractado de “Por una política de los seres hablantes”, de reciente aparición (Ed. Grama).  
From: Página12

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