El libro, publicado por la editorial Paidós, pareciera resultar de los textos más sencillos del autor de Lógicas de la vida amorosa. Esa es una buena (o mala) razón para empantanarse.
Télam : ¿Qué intenta Jacques-Alain Miller diciendo que -de alguna manera- estamos todos locos?
Gustavo Dessal: Es la tradición pascaliana retomada por Miller, siguiendo un hilo
que recorre toda la obra de Lacan. Pascal decía algo semejante.
Aseguraba que la locura es consustancial a la condición humana, pero
distinguía la locura de todo el mundo de la locura de uno solo.
Es decir, un modo brillante de no olvidar que dentro de la locura
universal del hombre existe también la singularidad del psicótico, que
es otra cosa, aunque forme parte de la familia del universal. Para Freud
el arquetipo humano fue el neurótico, el sujeto que mejor encarna el
descubrimiento del inconsciente.
El neurótico es el ser atrapado en su inconsciente, alienado a un yo que desconoce esa segunda escena que transcurre a sus espaldas y que condiciona su vida, que la determina la mayoría de las veces en contra del bienestar. Lacan partió de otra experiencia. Era psiquiatra, y para él la locura fue su primera escuela, la forja donde acuñó paulatinamente su teoría. Lacan llegó a la raíz del asunto cuando postuló una concepción inédita del lenguaje, una concepción que estaba implícita en la obra de Freud pero que nadie había comprendido antes. Me refiero al hecho de romper la unión ilusoria entre el significante y el significado. Un acto sencillo, que incluso se refleja en una escritura cuya simpleza parece inspirada en alguna filosofía oriental.
Una letra S mayúscula, debajo una barra como la que se utiliza cuando se escribe una fracción, y debajo de la barra una letra s minúscula. Eso es el alma de la palabra: la barra que separa la materialidad fónica de su significado. Antes de Lacan, se creyó que esas dos dimensiones de la palabra formaban una unidad. Si yo digo la palabra mujer, por ejemplo, parece obvio que eso remite a un sujeto del género femenino. La materialidad varía según las lenguas, pero el significado no cambia. Puedo decir woman, o donna o femme. En todo caso, el objeto al que remite parece ser el mismo. Sin embargo no es así. La palabra mujer no tiene un significado absoluto y universal. Remite a lo que en psiquiatría denominamos significación personal, es decir, que el significado es variable, y depende del sujeto que pronuncia la palabra, ya sea como emisor o como receptor.
Esa independencia del significado respecto del significante (la diversidad material según las distintas lenguas), es la propiedad mágica y maldita del lenguaje humano: la posibilidad de que una palabra pueda significar otra cosa, más allá de su sentido inmediato. Es la condición de lo poético, y si el ser hablante está siempre un poco loco, es porque es eminentemente un ser poético, es decir, que fabrica significados cuando habla, sin saber en verdad lo que está diciendo. Esto puede parecerle al profano una forma extravagante de comprender el lenguaje, pero es así como funciona. Es por eso que alguien puede decir soy una mujer dentro de un cuerpo de hombre. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que cuando se nombra a sí mismo, los términos mujer y hombre designan para él significados personales, que no pueden comprenderse a la luz del sentido común. No se trata de un caso especial.
Es tan solo un ejemplo de tantos que demuestran lo que la experiencia analítica saca a la luz: que nadie sabe lo que está diciendo cuando habla, y que el psicoanálisis se dedica a explotar esa propiedad humana, el sinsentido que habita en todo lo que decimos, y que conduce a que la comunicación humana no sea un intercambio recíproco de mensajes comprensibles, sino un malentendido crónico disfrazado de un entendimiento aparente. Todo estamos locos porque no existe la realidad, en el sentido universal del concepto, sino la ficción en la que cada uno vive, y que está fabricada por el significado personal que le damos a las palabras. La cosa se complica mucho cuando es preciso añadir que en verdad nadie sabe cuál es ese significado. Creemos saber lo que estamos diciendo, pero no tenemos ni idea.
Diga cualquier cosa, lo primero que le venga a la cabeza. Esa es la regla de la asociación libre que funda el método psicoanalítico. El sujeto opone una verdadera resistencia a seguir esa regla, puesto que lo conducirá irremediablemente a su locura personal, a enredarse los pies diciendo cosas que no quería decir, que no pensaba decir, que no sospechaba que podría llegar a decir. La psicosis es la demostración magnificada de que el lenguaje y su significado nos arrastra y nos extravía.
T : A esta altura de su producción (y del despliegue de las escuelas de la AMP), ¿cuál considerás que ha sido el aporte decisivo a la elucidación del último Lacan?
El neurótico es el ser atrapado en su inconsciente, alienado a un yo que desconoce esa segunda escena que transcurre a sus espaldas y que condiciona su vida, que la determina la mayoría de las veces en contra del bienestar. Lacan partió de otra experiencia. Era psiquiatra, y para él la locura fue su primera escuela, la forja donde acuñó paulatinamente su teoría. Lacan llegó a la raíz del asunto cuando postuló una concepción inédita del lenguaje, una concepción que estaba implícita en la obra de Freud pero que nadie había comprendido antes. Me refiero al hecho de romper la unión ilusoria entre el significante y el significado. Un acto sencillo, que incluso se refleja en una escritura cuya simpleza parece inspirada en alguna filosofía oriental.
Una letra S mayúscula, debajo una barra como la que se utiliza cuando se escribe una fracción, y debajo de la barra una letra s minúscula. Eso es el alma de la palabra: la barra que separa la materialidad fónica de su significado. Antes de Lacan, se creyó que esas dos dimensiones de la palabra formaban una unidad. Si yo digo la palabra mujer, por ejemplo, parece obvio que eso remite a un sujeto del género femenino. La materialidad varía según las lenguas, pero el significado no cambia. Puedo decir woman, o donna o femme. En todo caso, el objeto al que remite parece ser el mismo. Sin embargo no es así. La palabra mujer no tiene un significado absoluto y universal. Remite a lo que en psiquiatría denominamos significación personal, es decir, que el significado es variable, y depende del sujeto que pronuncia la palabra, ya sea como emisor o como receptor.
Esa independencia del significado respecto del significante (la diversidad material según las distintas lenguas), es la propiedad mágica y maldita del lenguaje humano: la posibilidad de que una palabra pueda significar otra cosa, más allá de su sentido inmediato. Es la condición de lo poético, y si el ser hablante está siempre un poco loco, es porque es eminentemente un ser poético, es decir, que fabrica significados cuando habla, sin saber en verdad lo que está diciendo. Esto puede parecerle al profano una forma extravagante de comprender el lenguaje, pero es así como funciona. Es por eso que alguien puede decir soy una mujer dentro de un cuerpo de hombre. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que cuando se nombra a sí mismo, los términos mujer y hombre designan para él significados personales, que no pueden comprenderse a la luz del sentido común. No se trata de un caso especial.
Es tan solo un ejemplo de tantos que demuestran lo que la experiencia analítica saca a la luz: que nadie sabe lo que está diciendo cuando habla, y que el psicoanálisis se dedica a explotar esa propiedad humana, el sinsentido que habita en todo lo que decimos, y que conduce a que la comunicación humana no sea un intercambio recíproco de mensajes comprensibles, sino un malentendido crónico disfrazado de un entendimiento aparente. Todo estamos locos porque no existe la realidad, en el sentido universal del concepto, sino la ficción en la que cada uno vive, y que está fabricada por el significado personal que le damos a las palabras. La cosa se complica mucho cuando es preciso añadir que en verdad nadie sabe cuál es ese significado. Creemos saber lo que estamos diciendo, pero no tenemos ni idea.
Diga cualquier cosa, lo primero que le venga a la cabeza. Esa es la regla de la asociación libre que funda el método psicoanalítico. El sujeto opone una verdadera resistencia a seguir esa regla, puesto que lo conducirá irremediablemente a su locura personal, a enredarse los pies diciendo cosas que no quería decir, que no pensaba decir, que no sospechaba que podría llegar a decir. La psicosis es la demostración magnificada de que el lenguaje y su significado nos arrastra y nos extravía.
T : A esta altura de su producción (y del despliegue de las escuelas de la AMP), ¿cuál considerás que ha sido el aporte decisivo a la elucidación del último Lacan?
GD: Miller fue clarividente. Con poco más de veinte años, tuvo la intuición de que Lacan era mucho más que un psicoanalista genial. Comprendió que estaba en presencia de alguien que estaba cambiando la forma de entender lo humano, que estaba a punto de empujar el descubrimiento de Freud incluso un poco más allá. Miller vio eso y no lo dejó escapar. Dedicó toda su vida a descifrar la obra de Lacan, a impedir que con su doctrina sucediese algo semejante a lo que ocurrió con Freud, cuyos discípulos fueron disolviendo la potencia de su descubrimiento. Miller supo muy pronto que ese riesgo estaba en juego con la obra de Lacan, y supongo que Lacan, conociendo el antecedente de lo que había pasado con Freud, necesitaba alguien que intentase evitar algo semejante.
Lacan también tuvo una suerte de iluminación. No faltaban personas inteligentes, incluso geniales entre sus seguidores. Sin embargo, confió en un joven que ni siquiera poseía una verdadera formación analítica en los comienzos, que provenía de la filosofía y la lógica, y que desde luego no era un practicante. ¿Te imaginas lo que eso debe de haber supuesto en aquella época? ¿Que un muchacho se convirtiera en el heredero intelectual del maestro? Pues ese muchacho supo ver más lejos que todos los que se disputaban esa herencia. Captó como ningún otro la lógica de los divinos detalles (expresión que Miller tomó de Nabokov) para leer el texto lacaniano, y extraer el oro puro de ese psicoanálisis. Gracias al establecimiento del Seminario de Lacan, y también a través de sus numerosos cursos, Miller transmitió algo fundamental: la obra lacaniana es un corpus en el que todas sus partes son indispensables. No hay nada que desechar, puesto que se trata de una doctrina que repele la idea de progreso.
El último Lacan es tan valioso como el primero, o el del medio. El concepto de goce no supera al concepto de deseo. Miller nos ha privado definitivamente de la ilusión de que uno puede quedarse con la parte final, y que lo anterior puede descartarse. O al revés, tenemos el ejemplo de los lacanianos de la IPA, la Asociación Psicoanalítica Internacional, que toman una sección del corpus lacaniano, y se deleitan con lo imaginario y lo simbólico. Lo real les parece una rareza poco aprovechable para la práctica clínica. Lo decisivo, retomando tu pregunta, es precisamente llevar hasta sus últimas consecuencias una elaboración sobre el concepto de lo real que aún no ha concluido. El último Lacan es solo el principio de una investigación que Miller ha inaugurado, y que debe proseguir. No está demostrado que nosotros estemos a la altura de ese desafío, pero lo intentamos.
T : ¿Podría decirse de éste que es un curso más político que otros o es poner a la política, sobre todo a la política del psicoanálisis, en un lugar subordinado?
GD: Los cursos de Jacques-Alain Miller obedecen siempre a una política. Ninguno más que otro. En algunos casos esa política está más explicitada, en otros no tanto, pero siempre se encuentra. Esa política sigue una lógica doble: por una parte, pulsar a la comunidad analítica y causarla, provocarla, despertarla de la tentación de creer que ha entendido a Lacan. Y por otra parte, acercar siempre el psicoanálisis al tiempo contemporáneo, a la problemática que afecta en cada momento histórico al sujeto del inconsciente. No olvidemos que Miller proviene de la militancia política de línea dura, y eso ha dejado su marca. Esa marca no se refiere ya a una política en el sentido ideológico, sino a la importancia de lo político como trasfondo de los hechos clínicos. Lo que Freud y Lacan descubrieron son elementos estructurales de la subjetividad, aquí y en Tasmania. Pero debemos leerlos a contraluz del malestar en la civilización, que está íntimamente ligado a lo político.
T : A la luz de este curso, ¿cómo ves al futuro del psicoanálisis en los años próximos, teniendo en cuenta, particularmente, el relanzamiento (no sé si oscurantista) de la religión?
GD: La religión es siempre oscurantista. No obstante, cuando hablamos de religión es importante distinguir dos vertientes que han estado siempre en pugna en Occidente. Por una parte, una rama del cristianismo que concibe la historia como una pugna permanente, infinita, entre el bien y el mal. Por otra, la visión milenarista de que la historia tiene un propósito, que es el triunfo del bien sobre el mal.
La primera la encontramos en San Agustín, la segunda en la Revolución Rusa, el Tercer Reich, pero también en la administración Bush y el Estado Islámico. La idea de que el mal podrá ser definitivamente erradicado ha sido paradójicamente la fuente de las ideologías y los regímenes más espantosos. Marx despachó demasiado deprisa la cuestión de la religión, al calificarla de opio del pueblo, pero no porque su metáfora fuese equivocada, sino por la ingenuidad de creer que gracias al materialismo histórico sería fácil que el pueblo abandonase su adicción al opio. Su propia consideración de la historia está -pese a lo que creía- contaminada de este milenarismo. Ya sabemos que las cosas no salieron como Marx las imaginó. Freud tuvo una visión más aguda.
No retrocedió ante el reconocimiento del mal como erradicable de la condición humana, de allí su concepto central de la pulsión de muerte. Comprendió que la religión obedece al miedo cósmico, como decía el filósofo ruso Mijaíl Bajtín: el sentimiento de fragilidad y desamparo originario. Freud consideró que Dios es la proyección sublimada de la nostalgia por el padre protector, la imago paterna que deja una huella en la vivencia infantil. Lacan supo ver que esa imago había iniciado un declive que llega a nuestros días bajo la forma de lo que Zigmunt Bauman calificó con el concepto de lo líquido. Muy sucintamente: un mundo en el que la carretera principal está cortada, y la gente anda extraviada por caminos comarcales y sendas perdidas. ¿Cómo nos orientamos en la actualidad? Con los celulares. Lo digo en un sentido figurado, pero no del todo. Los objetos de la técnica son asideros que sirven para no perdernos por completo.
La caída de las grandes ideologías se sustituye por la multiplicación de las aplicaciones, pequeños genios mágicos que utilizamos para parchear los agujeros de la existencia. La investigación de Miller ahonda en una afirmación muy fuerte de Lacan: el sentido es la debilidad mental del hombre. Fabricamos sentido permanentemente. Antes esa fábrica estaba regulada por las directrices superiores, si me permites la alegoría. Ahora cada uno fabrica a su antojo, todo vale y nada sirve sino para sumergirnos aún más en ese goce tonto que da contenido a nuestras pequeñas miserias de la vida cotidiana.
Sufrimos de un exceso de sentido, y a la vez tenemos la sensación de que nos falta un Sentido con mayúsculas. El psicoanálisis procura liberarnos de ese tormento de darle significado a todo, librarnos del goce de vivir en la historieta que nos contamos cada día para justificar nuestra vida. Un psicoanálisis sirve entre otras cosas para detenerse menos en el sentido y pasar al acto, al acto transformador, al acto que opera y nos vuelve operativos para obrar. Pero tenemos en contra muchas cosas: entre ellas, la velocidad que se instaura en el tiempo subjetivo. Las personas no aguantan ni un minuto, y prefieren encomendarse a la medicación o a las promesas de felicidad inmediatas y sin esfuerzo. Eso fracasa, la ciencia no cumple sus promesas, y la religión triunfa porque acecha siempre. Sus representantes son como esos vendedores de elixires mágicos, alrededor de los cuales se agolpa la muchedumbre ávida de milagros inmediatos. Llevo una existencia asquerosa en un mundo de mierda, solía repetir un paciente mío. Esa frase es el lema bajo el cual viven hoy en día cientos de millones de seres humanos, que no pueden esperar ni un segundo más en la cola de la esperanza. Para ellos la religión es un recurso mucho más alentador que el psicoanálisis. No podemos llegar a toda esa gente, pero haríamos bastante con lograr que los psicoanalistas no convirtamos nuestra disciplina en una religión alternativa, y que nuestras instituciones no acaben por asemejarse a las iglesias.
T : Quiero decir, ¿no corre el psicoanálisis el albur de convertirse en una práctica para elites?
GD: El psicoanálisis está sometido a toda clase de riesgos, como cualquier otra práctica. La orientación lacaniana tiene una ventaja, lo cual no exorciza los peligros, pero al menos es un paso importante. La disolución de los estándares analíticos que Lacan promovió, ha permitido que el psicoanálisis sea una práctica donde el método y la técnica se adaptan al usuario, y no al revés. Cada paciente constituye un desafío. Hay que inventar para él el dispositivo de encuentro que convenga a su singularidad. Eso quiere decir que debe ser compatible con su condición social, sus ingresos, o su modo de gozar. No cobramos tarifa única, como el taxi o la nafta. Ni exigimos cultura para emprender un análisis. Solo exigimos el requisito de un síntoma, es decir, que vengan a pedir ayuda para quitarse de en medio esa porquería que les importuna la vida. No es mucho pedir. Cada uno pagará por eso lo que pueda.
Muy claro el discurso de Dessal, una genial síntesis histórica social y lacaniana. Me deja pensando en la función actual del psicoanálisis, en la resistencia que debemos jugar los analistas, en esa ética de no perder de vista la singularidad en estos tiempos líquidos y desordenados. Todo el mundo es loco, pero hay que trabajar con la locura singular, la de uno, la de cada día.
ResponderExcluirPablo Melicchio