BOLETÍN ON-LINE nº 11
II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA
"Las Servidumbres Voluntarias"
Madrid, Sábado 11 de junio de 2011. Círculo de Bellas Artes
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Olga Montón
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FORMULARIO DE INSCRIPCIÓN
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* PROFESIÓN
CONTRIBUCIÓN: 15 € mediante ingreso o trasferencia en:
LA CAIXA: 2100 – 3359 – 11 – 2100644055
Os animamos a inscribiros ya que el aforo es limitado.
Paloma Blanco Díaz
Tras el breve paréntesis vacacional entramos, con renovada energía, en un nuevo período de A-Foro. Casi hemos atravesado nuestro ecuador y podemos felicitarnos por el nivel de contribuciones, elevado tanto en número como en calidad. Es por ello que vamos a ir cediendo la palabra a nuestros colaboradores cuyos textos sustituirán, en muchas ocasiones, nuestra introducción, para poder dar así cabida a todas las valiosas aportaciones que nos van llegando. En esta ocasión, comenzaremos con un fragmento del texto de Baoudelaire “ El spleen de París” o “Pequeños poemas en prosa” que Julio González ha tenido la amabilidad de remitirnos y que dará un muy oportuno marco a las valiosas colaboraciones que le siguen.
Estimado lector, confío en que el contenido de A-FORO te resulte atractivo y estimulante y te invito a participar también en él tomando la palabra, enviando tus comentarios, reflexiones, observaciones o materiales que consideres de interés en relación al tema que nos ocupa a montblanc@cop.es <mailto:montblanc@cop.es>
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¡Buena lectura!
Cada cual, con su quimera
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendíase con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
Charles Baudelaire, “ El spleen de París” o “Pequeños poemas en prosa”, en http://www.elortiba.org/baude.
AUGURIOS SOBRE LA PSIQUIATRÍA ACTUAL
Gustavo Dessal
Para Freud, el neurótico constituyó el paradigma del hombre moderno. Toda su concepción de la subjetividad, sus mecanismos y el método de aplicación de la cura, provienen del modelo de la neurosis. En 1908, en su texto “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, trazó con gran precisión el drama del hombre moderno del siglo XIX y comienzos del XX, al que la civilización obligaba a una dolorosa renuncia en el terreno de sus deseos más íntimos, sin atender a la capacidad que cada individuo puede tener para soportar mejor o peor esta castración. En esa época, Freud percibe con perfecta claridad que la neurosis es la forma en la que el ser se realiza en la modernidad, y que en lo patológico encontramos la norma y no la excepción, puesto que el síntoma es el compañero inseparable de la vida, el único que jamás nos abandona, el que nos impide precipitarnos en una soledad absoluta. Se le cuestionó a Freud el haber extraído sus consideraciones sobre la vida psíquica a partir del sufrimiento de sujetos atormentados por sus síntomas, en lugar de considerarlos como desviaciones enfermizas de la normalidad. Pero Freud se mantuvo inflexible en este punto, aseverando que la normalidad es una construcción imaginaria, una abstracción que cierra los ojos y los oídos a la vida, tal como ella se manifiesta en su verdad humana.
Para Lacan, el hombre moderno, que anticipó al extremo de dibujarlo en la especificidad con la que actualmente somos capaces de reconocerlo, es alguien que ha perdido el sentido de la tragedia. Esto no significa, por supuesto, que la existencia actual del ser hablante no esté atravesada por la tragedia, ni que la civilización haya alcanzado un estado de bienestar que supera al precedente, ni que el sufrimiento no siga siendo uno de los principales ingredientes de la condición humana. Significa, más bien, que de todo ello el hombre moderno comienza a perder el sentido, es decir, comienza a dejar de leer en el dolor los signos de la verdad. Significa que el hombre moderno ha dejado de concebir una distancia entre su facticidad y las posibilidades de realización de sus sueños, porque la civilización actual no sólo no le exige una renuncia, sino que le inocula la convicción de que la felicidad está al alcance de cualquiera.
¿Qué era, para los antiguos, la tragedia? Era, ante todo, una lección de humildad. Era la aceptación de que el sentido de la vida humana, incluso el de la historia, estaba gobernado por fuerzas que no dependían enteramente de la voluntad ni del empeño del hombre, superado por la acción de un destino que los dioses imponían de modo inevitable. “Conócete a tí mismo”, el célebre imperativo moral que auspiciaba el templo de Delfos, es la fórmula de la sabiduría, que no consistía en otra cosa que estar dispuesto a realizar el destino hasta su final. La grandeza de los griegos, aquellos en los que se fundó la civilización que hoy llega a su ocaso, consistió en saber que el poder del hombre es a la vez infinitamente más pequeño y más grande que su destino.
Cuán distinto nos resulta hoy en día el mundo, cuando comprobamos que los dioses han huido de los templos, de las fuentes y de las estatuas. El destino, es decir el mensaje del más allá, o sea de aquel Otro lugar que obligaba al hombre de la Antigüedad a interrogarse por la verdad, es actualmente una preocupación vana, un pasatiempo de horóscopos y loterías de rascar. El destino ha sido reemplazado por un presente continuo, en el que sólo se nos invita a no perder la eterna oportunidad de ser dichosos. Porque ya ni siquiera la anatomía es el destino, diríamos hoy en día corrigiendo la convicción de Napoleón Bonaparte, puesto que la anatomía también forma parte de la lista de bienes de consumo ofrecidos al capricho del sujeto.
Esa es la razón por la que Lacan, a diferencia de Freud, tuvo la intuición de que el nuevo paradigma de la subjetividad debía pensarse en referencia a la psicosis. Todo el esfuerzo de su enseñanza confluye hacia una conclusión final que cuestiona la raíz misma de nuestros principios clínicos y epistémicos. La conclusión es que la esencia del hombre moderno, del hombre que es hijo de la muerte definitiva de toda tradición basada en la creencia, tanto religiosa, como ideológica o política, es la ausencia de pregunta. En el lugar de la pregunta, la respuesta se anticipa bajo la forma de una certeza que cierra la puerta al inconsciente. Quiero dar aquí al término inconsciente una significación al alcance de cualquiera que sea capaz de conservar un mínimo de honestidad en el ejercicio de la vida: el inconsciente es la distancia que existe entre nuestros actos y nuestra comprensión de su sentido. Esa distancia, que en el hombre freudiano constituía el núcleo de su conciencia desdichada y lo impulsaba a rescatar el imperativo délfico en la forma renovada del análisis, está a punto de cerrarse. Es por ese motivo que la psicosis, en singular, más allá de sus variaciones que pluralizan la forma en que se presentan ante la mirada del clínico, es a partir de ahora el modelo del hombre. Es por ese motivo que el Dr. Lacan, misteriosamente, predijo que la psicosis es la normalidad, es decir, la norma. Porque la normalidad, la normalidad como triunfo absoluto de la cosmovisión que rige la era actual, ya no es como antaño el resultado de una construcción ideológica, sino el producto de una verificación pragmática: el hombre ha dejado de creer en su síntoma, ha dejado de suponer que el síntoma tiene algo que decir. Paradójicamente, y a pesar de que en apariencia el sujeto psicótico habita un universo poblado por toda suerte de extrañas creencias, en el fondo es alguien que no cree en sus síntomas. No cree que sus síntomas encierren la cifra en la cual está atrapado el enigma de su ser. Una de mis pacientes, una parafrénica que ha llevado el desarrollo del delirio a una extensión rizomática, habla de que sus sueños son inducidos, es decir, que no provienen de su inconsciente, sino que son productos ajenos, creaciones que le son inoculadas en su mente por la acción de agentes exteriores. Algo similar a algunas sentencias judiciales americanas, en las que el homicida es exonerado de su acto por considerarse bajo los influjos de algún medicamento o conservante químico de los yogures.
Pero no es este el punto más importante de la normalidad, de la norma como descrédito de la relación del hombre con su síntoma. Lo más importante es el hecho de que el psiquiatra también se ha convertido en un ser normal, esto es, alguien que ya no cree que el síntoma tenga algo que decir. La imagen del psiquiatra, que compartía con el loco la megalómana pasión de ser un mediador entre las fuerzas del espíritu y los designios de los dioses, ha dado paso a la debilidad del funcionario que rellena cuestionarios, clasifica la correspondencia entre signos y manuales, y prescribe mecánicamente sustancias que el público demanda. Para la psiquiatría, que actualmente agoniza en el vertedero de los laboratorios, el síntoma sólo tiene que guardar silencio, puesto que así lo manda la norma y lo exigen los usuarios. No quedan lejos en la historia aquellas horas en las que la psiquiatría no podía concebir sus fines sin una alianza con la filosofía, y sin embargo de ellas nos separan actualmente un verdadero abismo, en cuya sima se consuma el definitivo desvanecimiento de la mirada del psiquiatra, a punto de convertirse en un auténtico iletrado del espíritu. Hablo aquí, por supuesto, de la terrible transformación de una disciplina que se diluye progresivamente en el flujo cientificista de la época, aunque de ningún modo olvido el constante esfuerzo de muchos practicantes por mantener la dignidad de que lo que alguna vez fue el oficio de alienista.
Desearía que no se oyesen en estas palabras un necia descalificación del inmenso valor de los psicofármacos, y de la imprescindible función que pueden cumplir en el alivio del sufrimiento psíquico. Se trata simplemente de recordar que, como lo afirmara hace muchos años Michel Balint, el médico se receta a sí mismo en la sustancia que indica, lo cual quiere decir que la acción del fármaco es indisociable de la mano que la entrega, así como de la palabra que propicia su confianza.
“¿Sería capaz de ayudarme?” -escribe Sandor Marai en su novela La hermana, en el momento en que el protagonista y su médico se encuentran. “Eso le pregunté con la mirada. Y él me la sostuvo con seriedad. No me lo aseguraba, pero era un hombre tenaz. Esa mirada iba a decidirlo todo entre nosotros. Porque lo que había dicho -se curará...no suelo mentirle a los pacientes- y lo que podía decir no eran más que palabras, aunque fueran ciertas. Pero lo que podía hacer por mí -inyecciones, rayos X, tratamientos y medicinas- resultaría inútil y vano si ambos, él y yo, no firmábamos allí, en ese instante, una especie de alianza y de contrato: que él era mi médico y, por tanto, sería capaz de curarme. Los dos sabíamos que todo dependía de eso: las palabras, los medicamentos y las terapias sólo vendrían a continuación”.
Esa mirada que lo decide todo, ese contrato secreto y mudo del que sin embargo habrá de depender la cura, es el poder que el psicoanálisis descubre en la transferencia. No creer en ella, error que contribuye a la muerte de la psiquiatría casi tanto como su dimisión en beneficio de un biologicismo generalizado, no significa anular su existencia, sino desconocer uno de los principios fundamentales en los que se asienta la acción médica, conocido desde los tiempos en los que la función del médico poseía un carácter sagrado, en el sentido propiamente ético del término.
¿Qué augurio cabe, pues, esperar para la psiquiatría de este nuevo milenio? Degradado su saber en los ambiguos postulados de la química y en los recursos paliativos de una psicología reeducativa, el psiquiatra, más que nunca, percibe el peso del aburrimiento y la burocratización en el ejercicio de su praxis, definitivamente divorciada de su antiguo lazo con la sabiduría. Y si ya no habrá de leer en el espejo roto de la locura el reflejo de lo más íntimo del ser, tal como supieron hacerlo sus antecesores, ¿qué le quedará sino el triste papel de intermediario en un comercio de cifras improbables, usuarios sin nombre y administradores sin alma?
Es por esa razón que la psiquiatría, más que nunca, debería reconocer en el psicoanálisis el aliado que podría auxiliarla en la recuperación de su antigua ciencia. Se equivoca al considerar que la única alianza terapéutica que resultaría válida es una psicología de animales domésticos, como si lo humano y la naturaleza no estuviesen desde siempre separados. Parafraseando el título de la colección recientemente creada por mi colega y amigo el doctor José Eiras, otra psiquiatría es posible. Una psiquiatría que, valiéndose de los indiscutibles servicios con los cuales la psicofarmacopea contribuye a paliar el sufrimiento subjetivo, no se desentienda de su antiguo compromiso con el misterio de la sinrazón humana, un misterio cuyas oscuridades conviene no iluminar por completo con falsos destellos, si no queremos correr el riesgo de que el delirio de una razón totalitaria nos seduzca para siempre.
Súbdito por fuera, libertario por dentro
Javier Gomá Lanzón - Babelia 12/03/2011
Fuente: http://www.elpais.com/
Apabullado por un exceso de leyes y normas de todo tipo, el ciudadano clama por la libertad en su vida privada
Ahí va un acertijo: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Si no lo adivinas, te doy algunas pistas. Hoy el hombre común, el hombre de a pie, se halla siempre fuera de norma. Son tantas las leyes concurrentes y de origen tan diverso que es muy difícil, si no imposible, conocerlas y cumplirlas todas y ni la más escrupulosa de las conciencias puede evitar, siquiera por inadvertencia, contravenir algún artículo perdido de una de esas miles de disposiciones normativas vigentes. Toda clase de normas -circulares, ordenanzas, decretos, reglamentos, leyes ordinarias y orgánicas, directivas- y toda clase de fuentes -municipales, autonómicas, estatales, europeas, internacionales, multiplicadas con concejalías, consejerías, ministerios y agencias independientes- se entrecruzan y solapan en confuso y espeso entramado para caer como una plaga sobre el desavisado ciudadano. Hacer en la propia casa una reforma o una fiesta con música y baile, encender un cigarrillo, comprar una botella de vino, tirar unas pilas a la basura, pasear el perro, ir a pescar o incluso, para quien se le antoje, torear desnudo en la dehesa a la luz de la Luna son comportamientos intensamente regulados por leyes urbanísticas, vecinales, viales, medioambientales y fiscales por razones todas ellas tan atendibles como agobiantes.
¿Y qué decir de las obligaciones tributarias, laborales, sanitarias o administrativas que gravitan sobre el contribuyente de toda condición, desde renovarse periódicamente el pasaporte hasta pasar la ITV del coche antiguo? Y si alguien, en un momento de trance, decide constituir una de esas pequeñas y medianas empresas, muchas veces familiares, que forman el tejido productivo de un país -una mercería, una carnicería, una consulta médica, una peluquería, un taller mecánico-, ha de estar dispuesto a adentrarse en una selva legislativa indomeñable que asfixia su bienintencionado propósito con el requisito de multitud de licencias previas y, una vez en funcionamiento dicha empresa, la vegetación exuberante de preceptos aplicables, si se propusiera observarlos todos al detalle, apenas le dejaría tiempo para ocuparse de las necesidades sustantivas del negocio. Con la consecuencia, en fin, de que como el hombre tiene que vivir y las empresas que producir, aun los más legalistas de esos hombres y de esas empresas acaban incumpliendo alguna de esas infinitas regulaciones que lo reglamentan todo y, por consiguiente, en mayor o menor medida incurren en comportamientos punibles.
Por incuria o por táctica, las autoridades administrativas no aplican siempre las sanciones previstas en el ordenamiento para esas desviaciones toleradas de facto y el resultado práctico es que el ciudadano común es invariablemente un sujeto fuera de norma sobre el que, con arreglo a la ley, pende siempre un justo castigo, lo que, en sentido estricto, le convierte en súbdito a merced de la arbitrariedad de los poderes. Quizá las revoluciones modernas han librado al hombre del deber de rendir homenaje a un príncipe altivo pero nadie le ha exonerado aún de la servidumbre de implorar la benevolencia de las oficinas burocráticas.
El hombre se toma venganza contra esta maraña insoportable que envuelve el espacio público replegándose en su jardín privado, donde por fin se siente libre. Frente al reglamentismo jurídico-burocrático del orden social, la embriaguez de una vida privada refractaria a toda norma en general, ya sea jurídica, ética o estética. En determinado momento de la historia reciente el hombre llegó al siguiente pacto social: de un lado, el monopolio de la violencia legítima se confía al Estado, el cual se reserva la potestad de aprobar leyes vinculantes sobre la exterioridad de la vida y a ejecutarlas coactivamente por medio de su cuadro de funcionarios, una potestad de la que el Estado ha tenido que hacer un uso expansivo en los últimos tiempos por la complejidad inmanente al control y gobierno de una sociedad como la nuestra caracterizada por el ascenso de la masa al escenario de la historia.
Ahora bien, en el ejercicio de estas prerrogativas exorbitantes el Estado debe aceptar -es la otra cláusula del pacto- un límite infranqueable, que es el dibujado por el perímetro de la interioridad de la vida privada, un ámbito donde se le reconoce al yo el derecho inconcuso a elegir sin interferencias el estilo de vida que desea sin necesidad de rendir cuentas a nadie, se diría que ni siquiera a sí mismo, porque el pluralismo relativista producido por el declinar de las ideologías ha liberado a ese yo emotivista del deber de atenerse a reglas éticas universales y ha hecho del fuero interno un lugar libertario sin ley, donde no cabe discriminar entre formas superiores e inferiores de uso de la libertad y todo está permitido mientras no perjudique a tercero.
En suma, normativismo y anomia son los dos rostros, cada uno mirando a un lado opuesto, de ese Jano bifronte que es la cultura contemporánea. Y la consolidación reciente de la democracia de masas no ha hecho más que apuntalar esta tensión no resuelta, porque la coactividad burocrática que ocupa el fuero externo está legitimada por los impecables procedimientos de nuestro Estado de Derecho, fundado en la soberanía popular, mientras que, por su parte, la anarquía moral del fuero interno se halla protegida, al máximo nivel, en la tabla de derechos fundamentales de las constituciones modernas.
Ya he dado suficientes pistas para resolver el acertijo propuesto al principio: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Lo has adivinado: somos tú y yo, querido lector, mientras este dualismo anacrónico siga presidiendo la organización de nuestras vidas, divididas absurdamente en dos compartimentos estancos. Al final hemos caído en los dos peligros que, con rara clarividencia, ya avizoró Tocqueville cuando dijo que "la igualdad produce en efecto dos tendencias: la una conduce directamente a los hombres a la independencia y puede empujarlos a la anarquía; la otra les conduce por un camino más largo, más secreto, pero más seguro, hacia la servidumbre".
Bibliografía razonada
Servidumbres voluntarias y libertad involuntaria
Juan Carlos Tazedjián
Por qué será que Galván quiso que un día él entrara al Hospital (1) a ver con sus propios ojos lo que ahí se hacía, y lo invitó a tomar parte de aquella ceremonia. Quizá fue para implicarlo, para introducirlo en la hermandad de esos hombres que se obligaban mutuamente a participar en todas las etapas con el fin de repartir en partes iguales la servidumbre a la que se entregaban. Si ése fue el motivo, se equivocó por completo. El funcionaba de otra manera(…) En todo caso, , él fue el único que continuó siendo libre, por eso le resultó sencillo evaporarse de aquel mundo para reencarnarse en otro, sin dejar huella en el primero ni llamar la atención en el segundo. Un hombre corriente, desapercibido en el tono simple de la normalidad. ( Gustavo Dessal, “Clandestinidad”. Ed.Interzona. Buenos Aires, 2010)
De la Boetie habla de la servidumbre voluntaria a la que se entregan los que no están dispuestos a defender su libertad. Pero Gustavo Dessal, con la creación de un personaje que sin duda quedará en la historia de la literatura, da una vuelta de tuerca a esa idea para mostrarnos que los estragos de la libertad involuntaria pueden ser aún mayores. El espíritu del personaje- que ya estaba en Freud y Lacan- se hace carne en una novela de imprescindible lectura para la propuesta del Foro. No tiene nombre, lo designa como “él”, pero no es difícil descubrir que se trata de “ello”, la pura pulsión, sin ataduras, libre de los límites que impone el lenguaje, tan lejano y a la vez tan cercano como lo que llamamos “un hombre normal”.
(1) Nombre, en la novela, de los centros de detención, tortura y exterminio de la última dictadura militar argentina.
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