Pinceladas de dignidad
Patricia Moraga (EOL)
texto inédito para o AMP Blog
La
democracia, según Stéphane Hessel, se encuentra amenazada por la dictadura del
poder financiero.[1] En su
libro ¡Indignaos! observa que “se nos
dice que el Estado no puede hacerse cargo de los costos sociales” cuando la
producción de la riqueza aumentó considerablemente. La profundización de las
diferencias sociales se debe a varios factores, entre los cuales se destacan la
concentración del poder financiero y el vaciamiento de los recursos del Estado,
que tienen como consecuencia la precarización laboral y la pérdida de derechos
sociales conquistados.
Como dice
Zygmunt Bauman, para el flujo de capitales financieros las fronteras desaparecen,
pero no así para quienes deben habitar un territorio, cuya autonomía nacional
es puesta en tela de juicio.[2]
Se procura que los Estados débiles, emergentes, destruyan todo aquello que pueda
oponerse al libre flujo de capitales y limitar la libertad de los mercados.
Nunca como ahora, los mass media y el
poder económico estuvieron tan asociados.
En nombre
de la democracia, se intenta propagar el pseudodiscurso del capital revistiendo con una “humanitariería de cumplido” –en palabras de Lacan– las exacciones que el capitalismo acarrea, e imponer
al Otro el propio modo de gozar.[3]
No importa que haya más pobres ni que los niños sean separados de sus padres
por ser inmigrantes ilegales: un escándalo es rápidamente sustituido por otro, deviene
ficción, relato en una pantalla. Gustavo Dessal acota que todo lo que es
inmoral acabará por naturalizarse, a menos que la indignación combata la indiferencia.[4]
Continuamente
nos referimos a la dignidad y a los indignados, y se alienta a los sujetos a indignarse.
No obstante, al momento de precisar el sentido del término dignidad, su significado se pierde en una nebulosa indefinida.
Etimológicamente, dignidad proviene
del latín dignitas, derivado del
adjetivo dignus, que alude al valor que
se otorga a alguien. A lo largo de la historia, el concepto de dignidad se
desenvolvió según dos vertientes. En un sentido fenomenológico, remite al
comportamiento de alguien en relación con los otros: en la antigua Roma se asociaba
a un reconocimiento que la comunidad otorgaba a quien demostrara méritos
públicos, y también era un signo de nobleza. En la Edad Media conservó el sentido
de distinción entre los hombres. En esta vertiente, la dignidad se asocia a lo
que alguien hace, no a lo que es. Los pensamientos estoico y cristiano, con algunas
diferencias, pondrán en el centro al hombre como ser racional o como hecho a
imagen y semejanza de Dios. Esta concepción ontológica de la dignidad se
refiere al ser del hombre. En resumen, desde el punto de vista ontológico la
dignidad es universal, mientras que las diferencias, las variaciones, se
introducen al tomar la dignidad en su vertiente fenoménica.
Para Kant, la dignidad es el respeto
que nos suscita un sujeto en la medida en que es capaz de ser legislador y
darse a sí mismo la ley. Pero sabemos a qué conduce el imperativo categórico
como voluntad universal de legislar en nombre de la libertad y la seguridad, conocemos
sus consecuencias devastadoras y segregativas de lo diferente. La referencia que
tomo de Kant para pensar la dignidad es otra: “el respeto que tengo por los
otros o que otro puede exigirme es el reconocimiento de una dignidad (dignitas) en otros hombres, el reconocimiento de un valor que
carece de precio, de equivalente, por el que el objeto valorado pudiera
intercambiarse”.[5] Por lo
tanto, sólo tienen precio los objetos; los sujetos, en cambio, tienen valor,
son insustituibles, y esto constituye su “dignidad”.
En esta línea, Nietzsche se refiere a
la locura de cada uno como lo singular, y allí sitúa la dignidad: en lo que no
se tiene en común con ningún otro.[6]
Una “tiranía de la cordura”, dice, podría hacer
crecer un nuevo género de nobleza: ser digno significaría tener locuras en la
cabeza.
Como
vemos, la dignidad a la que Kant y Nietzsche se refieren están centradas en lo
singular, en lo inclasificable.
Lacan, por
su parte, señala que el deseo destaca un objeto entre todos los demás como
imposible de ser equiparado con ellos, es decir, como singular.[7] Ese objeto agalmático es el resorte del deseo y el
amor. Sobrevalorado, tiene la función de “salvar nuestra dignidad de sujeto”
haciendo de nosotros “algo distinto de un sujeto sometido al deslizamiento
infinito del significante”, algo “único, inapreciable, irreemplazable”. Por
otro lado, nuestra
brújula es el
sinthome, singular e inclasificable, que
no entra en ninguna categoría universal, y podemos servirnos de él frente a lo
real.
¿Es
posible valerse del sinthome,
caracterizado por su singularidad, para leer los fenómenos sociales, en los
cuales la singularidad parece no contar en absoluto?
Desde
2005 hasta hoy viene produciéndose –en España, Francia, Gran Bretaña, Israel,
diversos países de América Latina y otros países– una serie de manifestaciones
no identificadas por banderas partidarias y cuyas “comunidades transitorias” se
caracterizan por la diversidad de sus reivindicaciones –educación pública, discriminación
racial, empleo, salud pública y en general todas aquellas áreas en las que el
Estado ha dejado de destinar dinero a resolver o paliar problemas sociales. En esas
manifestaciones, según Butler, “son este
cuerpo concreto y estos otros cuerpos
los que demandan empleo, vivienda, atención”,[8]
de modo tal que el encuentro de los cuerpos afecta a otros cuerpos, todos ellos
tomados en acciones reciprocas, y la idea de un cuerpo “mío” o “tuyo”
desaparece.
Ahora
bien, movimientos tales como el “Ni una menos” –contra la violencia hacia las
mujeres– o la denominada “marea de pañuelos verdes” –a favor de la ley de interrupción
voluntaria del embarazo– muestran ciertos rasgos distintivos. Mayoritariamente
constituidos por mujeres jóvenes, esos movimientos se inscriben en una
tradición: sus protagonistas se nombran como “nietas de los pañuelos blancos,
madres de los pañuelos verdes”, y lo primero que llama la atención es que eso no
les da una identidad. Tales movimientos se caracterizan por la multiplicidad y
están formados por muy diversos colectivos de mujeres (actrices, estudiantes,
movimientos sociales de las villas, LGBT, etcétera). Lo nuevo también es su
estructura no piramidal, cuya autoridad no recae en un líder carismático,[9]
y cuyos lazos son transversales y horizontales.
Pues bien, esto nuevo es lo que tal vez
pueda ser leído a partir de la letra del sinthome,
que deja al desnudo los acontecimientos de goce más allá de la castración y del
padre del Edipo. En efecto, a partir del acontecimiento en el cuerpo individual
y en el cuerpo político, es posible –observa Laurent– llevar a cabo otra
lectura de la política de las identidades.[10]
A pesar de la
complejidad del tema, cabe decir que la indignación, como afecto de un cuerpo
individual o político, surge cuando lo singular es rechazado o desconocido y, con
ello, es tocado algo de la “juntura íntima del sentimiento de la vida”. Sin
duda, éstas son pinceladas de una investigación en curso…
[1] Stéphane Hessel, ¡Indignaos! Un alegato contra la indiferencia y la insurrección pacífica,
Barcelona, Destino, 2010.
[2] Zygmunt Bauman, La
globalización. Consecuencias humanas, México, FCE, 2017.
[3] Jacques Lacan, “Televisión”, Otros
escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 560; Jacques-Alain Miller, Un esfuerzo de poesía, Buenos Aires,
Paidós, 2016, pp. 230s.
[5] Immanuel Kant, La metafísica
de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005, p. 335.
[6] Friedrich Nietzsche, La gaya
ciencia, Madrid, EDAF, 2002, p. 93.
[7] Jacques Lacan, El seminario,
libro 8, La transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 199.
[8] Judith Butler, Cuerpos
aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, Buenos
Aires, Paidós, 2017, p. 17.
[10] Éric Laurent, “El traumatismo del final de la política de las identidades”
(identidades.jornadaselp.com).
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