La
mirada de Élie Wiesel sobre el mundo se extinguió con él, el 2 de julio
de 2016 en New York.
Esa
mirada fue, a lo largo de toda su vida, la respuesta ética al encuentro
terrible con su propia mirada, tres días después de su liberación de
Buchenwald: “Yo quería verme en el espejo que estaba colgado en la pared de
enfrente. No había vuelto a verme desde el gueto. Desde el fondo del espejo un cadáver
me contemplaba. Su mirada en mis ojos no me abandona nunca”(1).
Es
así como termina su libro La noche, dejándolo ligado a un imperativo,
escribir. Escribir, dice, es dar un sentido a la supervivencia, intentar que la
Historia no se repita con “su implacable atractivo por la violencia”, oponerse siempre
a la barbarie impidiéndole “conseguir una victoria póstuma”, como lo sería la
desaparición de estos crímenes de la memoria de los hombres(2). Sin embargo, se
pregunta si puede ser escuchado o si el mundo prefiere no saber más nada de esto,
o peor.
¿Cómo
escribir cuando nos topamos siempre con un: “no es esto”, pues en todas las lenguas
faltan las palabras para poder dar cuenta de esa atrocidad que conmovió el
mundo y nos atravesó? ¿Qué fuerza y qué alcance puede tener la escritura cuando
hay tantas cosas para decir y la frase que usted acaba de construir lo reenvía a
una impotencia que lo debilita? Nada, ninguna palabra, ningún libro pueden frente
a “un puñado de cenizas, allá, en Birkenau”(3). Es necesario poder llegar a
“hablar sin palabras, fiarse del silencio que las habita, las envuelve y sobrepasa”.
Perseverar, sin olvidar jamás lo que resta entre las palabras, entre las líneas
y que no llega a traducirse; en ninguna lengua, incluso el yiddish falla para
Élie Wiesel, reenviándolo siempre a lo íntimo.
El
“jamás olvidaré” que Élie Wiesel declina como un grito, mantiene la memoria
viva, en constante alerta(4). Es necesario recordar ahora y siempre, lo que se impone
en esta repetición, la marca imborrable del encuentro con el horror: “En verdad,
podría contar hasta el fin de mis días, consagrar mi vida y mi supervivencia solo
a dar testimonio en nombre de todos aquellos a los que la tormenta de cenizas
se llevó. Pero aquí tenemos el dilema: hablar está prohibido, callar es
imposible”(5).
La mirada no se olvida
Después
de La noche vino El alba(6) y siempre la cuestión de la mirada(7).
Más allá de la interpretación que intenta dar sentido a lo impensable, resta la
mirada; aquello que en el encuentro traumático, en lo que cada uno pudo hacer
con la ignominia, es lo que no se olvida.
Pero
la mirada no es la visión. Esta mirada que vuelve de la sombra y se posa
sobre mí(8), no son los ojos. En el fondo, en los ojos puedo ver el
reproche y sentirme culpable; puedo ver el odio y sentirme asustado; la envidia
y sentirme halagado; puedo ver el peligro y sentirme conmovido.
La mirada
es otra cosa, es la manifestación de la presencia del Otro. “Esta ventana, si está
un poco oscuro y tengo motivos para pensar que hay alguien atrás, es de ahora en
adelante una mirada”(9). Que la mirada exista hace que algo cambie, también
para quien se siente mirado: puede sentirse objeto de la mirada del Otro. Allí
encontramos, dice Lacan, la estructura de la fenomenología de la vergüenza(10).
Y ahí donde el sujeto podría ver en los ojos del otro el reproche que provocaría
culpa, encontramos que se siente mirado por una mirada crítica que lo perfora y
desencadena la vergüenza.
Élie
Wiesel se recuerda de niño con miedo a la noche, pues le habían dicho, o quizás
había imaginado, que “a la noche los muertos se levantan”. Un mendigo, al que
encontró por casualidad en la sinagoga de Syghet, caída la noche, le explicó
que no debía tener miedo a la noche, y que para eso, era necesario saber distinguirla
del día. Una de las causas de la tragedia de los hombres, es no saber cuándo es
de día y cuándo de noche. El extranjero de la sinagoga le enseñó el arte
de separar la noche del día. Este es el consejo que le dio: “Mira siempre la
ventana –y, si no encuentras una, mira los ojos de un ser humano; mirando un rostro,
no importa cual, sabrás que la noche ha sucedido al día. Ahora bien, debes
saberlo, la noche tiene un rostro”(11). A partir de entonces, para él, siempre
hubo un rostro del otro lado de la ventana. “No siempre era el mismo, tampoco
la noche era la misma”, en ocasiones, “fueron desconocidos los que prestaron a
la noche su cara bañada en lágrimas o su sonrisa olvidada. No sabía nada de ellos,
excepto que estaban muertos”. Fue antes de la guerra, precisa Élie Wiesel(12).
Después, fue el caos, no poder diferenciar entre el día y la noche, el alba reducida
al crepúsculo. Y por todas partes los ojos inmensos de la muerte y del recuerdo,
los de su padre, pero también los de otros.
La vergüenza de existir
Al
hombre que en cautiverio se sostiene en la idea de reencontrar a los suyos y a
su patria brillando con luces de vida, Freud había recordado que cuanto más se acercara,
más se descubriría, “totalmente desnudo y cubierto de polvo (…) Una vergüenza,
una angustia sin nombre se apoderan de usted, intenta correr y esconderse y se despierta
empapado en sudor. Mientras existan hombres, este será el sueño del hombre
atormentado y rechazado de todas partes”(13). Todo lo que el otro dice o no
dice, hace o no, da consistencia a este Otro o a estos otros por los que se siente
rechazado, extranjero y juzgado en una presentación muda y repetida delante de
este “tribunal del Otro”(14).
En cuanto
a estos otros, fueron rápidos en designar el estado particular de los deportados
que habían sobrevivido a los campos. Lo llamaron “la culpa del sobreviviente”; un
desplazamiento, por cobardía. Élie Wiesel se pregunta ¿por qué debería cargar
él la culpa y no los que cometieron los actos de barbarie y sus cómplices?(15) Otros
como él, se opusieron enérgicamente a esta denominación. Primo Levi lo grita en
El Sobreviviente: “nadie ha muerto en mi lugar”(16). La cuestión
fundamental no es haber sobrevivido donde otros murieron, sino vivir, a partir
de allí, de donde se regresa como un extranjero, excluido entre los suyos. Ser
excluido hace de usted un sujeto avergonzado.
La
vergüenza es también verse en la mirada de los torturadores, ser sorprendido
por un rostro en el que puede encontrarse un semejante –“ellos tenían nuestro
rostro”(17)- constatar que lo inhumano de lo que ellos dieron prueba puede
encontrarse en uno mismo, ser otro hombre donde también anida “el espíritu más
bajo, el instinto más salvaje”(18). Lo que hace surgir la vergüenza, es darnos
cuenta que son hombres los que aquí son verdugos implacables y en otra parte
víctimas; que están allí, en el espejo, ¡hechos de la misma trama que llamamos
humana!
La
mirada de los vivos
“La
muerte, es la mirada de los vivos”(19), dirá Élie Wiesel procurando evitar a
quienes desaparecieron en los campos una segunda muerte: “excepto los asesinos
y sus cómplices, nadie es responsable de su primera muerte, sí de la segunda”(20).
De ésta seríamos verdaderamente culpables. Los muertos no están verdaderamente
muertos más que cuando los vivos los olvidan. Amigo o enemigo, la diferencia se
borra a los ojos de la muerte. La mirada no se borra. Es el alba, no queda más
que un trozo de esta noche que se disipa. Un hombre acaba de ser ejecutado. “Yo
miraba ese fragmento de noche y el miedo me agarraba por el cuello. El fragmento
de noche, hecho de jirones de sombras, tenía un rostro. Lo miraba y comprendía
mi miedo. Este rostro era el mío”(21).
Élie
Wiesel hizo una promesa después de haber sobrevivido a los campos nazis: “Que siempre
y en todas partes en que un ser humano fuera perseguido, no me quedaría en silencio”.
Su palabra seguirá haciéndose escuchar más allá de su muerte.
Traducción:
Alejandra Loray Versión revisada por el autor
Notas:
(1) Wiesel, É., La nuit, Paris, Éditions de Minuit,
Collection “double”, 2007, p. 199-200
(2)
Ibíd., prefacio a la edición 2007, p. 10
(3)
Ibíd. p. 14
(4)
Ibíd. p.78
(5) Cf. Wiese, É., Toutes les fleuves vont à la
mer, Paris, Seuil, 1994, p. 558
(6) Cf. Wiesel, É., L´aube, Paris, Seuil, coll. Points, 1960, p. 102
(7)
Esta parte retoma un trabajo publicado en Quarto, revue de la Cause
freudienne/ACF en Bélgica: Briole,
G., “Honte et traumatisme”, Quarto, n° 63,
automne-hiver 1997, p. 19-22
(8)
N. del T. La expresión “surmoi” en el original, permite el equívoco entre sur
moi: sobre mí, y surmoi: superyó.
(9) Lacan, J., Le Séminaire, libre I, Les écrits
techniques de Freud, Paris, Seuil, 1975, p. 240
(10) Lacan, J., Le Séminaire, Livre XVII, L´envers
de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1991, p. 209
(11) Cf. Wiesel, É., L´aube, op. cit. p. 12
(12) Ibid.
(13) Cf. Freud, S., L´interprétation des rêves,
Paris, PUF, 1967, P. 215
(14) Lacan, J., Le Séminaire, Livre VIII, Le
transfert, Paris, Seuil, 1991, p. 213
(15) C. Wiesel, É., Toutes les fleuves vont à la
mer, op. cit.
(16) Levi, P. A une heure incertaine, Paris,
Gallimard, NRF, coll. Arcades, 1997, p. 88
(17) Levi, P., Si c´est un homme, Paris, Pocket,
1988, 213 p.
(18)
Wiesel, É., La nuit, prefacio a la edición 2007, op. cit. p. 17
(19) Cf. Wiesel, É., Miterrand, Fr., Mémoire à deux
voix, Paris, Ed. Odile Jacob, 1995, p. 216
(20) Wiesel, É., La nuit, op. cit. p. 23
(21)
Cf. Wiesel, É., L´aube, op. cit. p. 102
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