El odio no es un semblante, no es una
pose, algo con lo que envolver una imagen o una idea. El odio es real, es -como
decía Lacan- un odio sólido que se dirige al ser, a su destrucción. Cuando pasa
a nuestro lado, como el jueves en Barcelona, nos conmociona y nos horroriza
porque destapa todos los velos posibles.
Ante las imágenes de cadáveres y cuerpos tirados por un paseo tan popular como las Ramblas nos surge el horror y la angustia, afecto que no engaña porque nos remite al sinsentido de esa violencia. Es por eso que rápidamente se difunde el mensaje de no mostrar las imágenes, de velar algo de ese real que ha estallado en medio de lo que hasta entonces era un lugar de alegría, vida y encuentros.
Primero el horror, la perplejidad, la angustia y un afecto de tristeza y de solidaridad con todos los afectados. Luego vendrá la rabia y la búsqueda de explicaciones. Habrá que dar un sentido a eso que no lo tiene de entrada. Construir un relato que nos ayude a elaborar ese agujero, un roto en nuestra realidad psíquica y en nuestra convivencia colectiva.
Todavía no sabemos la biografía de los responsables ni sus motivaciones concretas, aunque el atentado ya ha sido reivindicado por el estado islámico. Explicar su conducta no es fácil, quizás ni siquiera para ellos. Sabemos que muchos de los que cometen estos atentados desconocen la base ideológica en la que supuestamente se sustentan sus actos criminales. Esas vagas referencias les sirven más bien de envoltorio de la causa verdadera, el odio profundo hacia el otro, que vela así el odio a sí mismos, factor que Freud identificó como el principio de exclusión del sujeto mismo.
Ese padre, que guiaba los pasos con mayor o menos firmeza, parece ausente de estas biografías. De hecho sabemos que la mayor parte de los autores de atentados yihadistas comparten el rasgo de haber crecido en familias donde la figura de los hermanos dejaba en un segundo lugar al padre. La fratria, en estos casos, ocupa el lugar fuerte de referencia, en detrimento de un padre ausente o alicaído. Esa pandilla, que puede organizarse en la propia familia con los hermanos pero también en el gimnasio, el parque o la misma mezquita, recrea una nueva familia más horizontal donde la figura del padre entra en declive. Algunos testimonios muestran incluso cómo son los propios hijos los que tratan de convertir a los padres y ser más musulmanes que ellos mismos, ante el horror de los progenitores que ven allí una radicalización de los hijos, por fuera de toda norma familiar.
Su militancia persigue obtener un lugar a ese sujeto que siente haberlo perdido en su comunidad de origen. No es necesario que esa pérdida sea real y material, basta con que uno la perciba como tal y de allí que la clase social no sea el único factor explicativo de los reclutamientos. Hay un factor común más poderoso que es el odio mismo.
Primero el horror, la perplejidad, la angustia y un afecto de tristeza y de solidaridad con todos los afectados. Luego vendrá la rabia y la búsqueda de explicaciones. Habrá que dar un sentido a eso que no lo tiene de entrada. Construir un relato que nos ayude a elaborar ese agujero, un roto en nuestra realidad psíquica y en nuestra convivencia colectiva.
Todavía no sabemos la biografía de los responsables ni sus motivaciones concretas, aunque el atentado ya ha sido reivindicado por el estado islámico. Explicar su conducta no es fácil, quizás ni siquiera para ellos. Sabemos que muchos de los que cometen estos atentados desconocen la base ideológica en la que supuestamente se sustentan sus actos criminales. Esas vagas referencias les sirven más bien de envoltorio de la causa verdadera, el odio profundo hacia el otro, que vela así el odio a sí mismos, factor que Freud identificó como el principio de exclusión del sujeto mismo.
Ese padre, que guiaba los pasos con mayor o menos firmeza, parece ausente de estas biografías. De hecho sabemos que la mayor parte de los autores de atentados yihadistas comparten el rasgo de haber crecido en familias donde la figura de los hermanos dejaba en un segundo lugar al padre. La fratria, en estos casos, ocupa el lugar fuerte de referencia, en detrimento de un padre ausente o alicaído. Esa pandilla, que puede organizarse en la propia familia con los hermanos pero también en el gimnasio, el parque o la misma mezquita, recrea una nueva familia más horizontal donde la figura del padre entra en declive. Algunos testimonios muestran incluso cómo son los propios hijos los que tratan de convertir a los padres y ser más musulmanes que ellos mismos, ante el horror de los progenitores que ven allí una radicalización de los hijos, por fuera de toda norma familiar.
Su militancia persigue obtener un lugar a ese sujeto que siente haberlo perdido en su comunidad de origen. No es necesario que esa pérdida sea real y material, basta con que uno la perciba como tal y de allí que la clase social no sea el único factor explicativo de los reclutamientos. Hay un factor común más poderoso que es el odio mismo.
En muchos casos ese odio y desorientación ha atravesado su adolescencia y primera juventud. Su biografía destaca un historial de abusos, maltratos, consumos excesivos, violencias varias e incluso prisión y condenas repetidas. Su conversión les otorga un nuevo lugar purificado, orientado a partir de una nueva misión, que les garantiza un status de sujetos de pleno derecho. Allí donde fueron excluidos y víctimas del otro, ahora pasan a ser sus verdugos todopoderosos.
Contra el odio nos queda un "Viva la vida".
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