La experiencia subjetiva del bullying tiene un carácter traumático. Los testimonios que encontramos en la clínica y en la literatura así nos lo confirman. Se trata de un acontecimiento que deja huellas indelebles, diferentes para cada uno, hasta el punto que a veces tienen que pasar décadas para poder hablar de ello.
Los pacientes adultos se
refieren a él como algo que sucedió en su infancia y adolescencia, y que
guardan como un secreto. Los artistas tratan ese real traumático mediante la
sublimación que la obra de arte les procura. Es su manera particular de
exorcizar los fantasmas que les han acosado todo ese tiempo.
Algunos incluso quieren
verificar en la realidad, mediante encuentros posteriores con sus acosadores,
eso que sufrieron como un sinsentido, algo para lo que entonces no encontraron
una explicación, más allá de los lugares comunes (ser rara, un friki,..).
Es el caso de Anna Odell, directora de cine sueca, autora de The Reunion
(Aterträffen, 2013), film que recrea una reunión de antiguos alumnos a los que
ella reprocha el acoso sufrido.
Sergio Vila-Sanjuán convoca
también una reunión en El club de la escalera. Un grupo de ex alumnos
citan al acosador años más tarde para confrontarlo a sus actos. En las dos
obras la iniciativa parte de las víctimas, que tratan de elaborar ese
acontecimiento para encontrar un sentido que les procure más tranquilidad que
venganza, si bien esto último no está excluido.
Una muestra del dolor y de
la huella que deja nos la ofrece Héctor Conde, personaje
de El club de la escalera: “Me preguntas cómo llevé este acoso. La
verdad es que con mucha angustia. Me notaba tremendamente inquieto y a veces me
faltaba el aire, pensaba que iba a morir ahogado. Los fines de semana me
quedaba en mi cuarto, a oscuras. En casa me preguntaba qué ocurría, pero yo no
estaba dispuesto a decirle a mi padre que en el cole me perseguían por
afeminado. Aguanté como pude y así acabé el bachillerato, pero no me saqué la
angustia de encima. Cuando estudiaba la carrera una noche pensé que me estaba
dando un ataque al corazón. Mis padres me llevaron a urgencias del Clínico, y
allí me dijeron que lo que tenía era una crisis de ansiedad. A partir de aquel
momento empecé a ir a un psicólogo y tomar ansiolíticos.”
Una falsa
salida para los adolescentes
En una reciente
investigación que hemos dirigido, y que ha aparecido publicada como “Bullying.
Una falsa salida para los adolescentes” (Ned ediciones), constatamos como el
acoso es una falsa salida por la que algunos adolescentes optan de manera
temporal. Eso explica que para muchos adultos confrontados a su pasado de
acosadores, y sobre todo de testigos, lo sucedido fue “una cosa de niños, de
adolescentes idiotas”. Para ellos fue una respuesta a un impasse, del que luego
salieron de una manera u otra sin que lo sucedido les dejase una marca
específica, como sí ocurre con las víctimas.
Esa diferencia de
posiciones constituye la lógica misma de la escena del acoso. No importan mucho
las razones, se trata de lugares y de lazos diferentes. Oskar, protagonista de
la novela de John A. Lindqvist Déjame entrar, experimenta esa diferencia
que lo sitúa como chivo expiatorio de la clase: “El grupo que estaba fuera se
dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había
esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria
maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos. Él ahora era de otra
especie. Los otros lo notaban y se apartaban”.
Esa falsa salida es una
respuesta a algo que surge, para cada adolescente, como una pregunta sin
respuesta. Algo inquietante en su nuevo cuerpo sexuado que les perturba porque
altera su imagen, sus relaciones y la manera de vivir eso que Freud nombró como
la pulsión. Algo que insiste y que exige siempre ser satisfecho. Ese nuevo real
que los embaraza hace que el cuerpo se convierta en algo extraño, nada
familiar, y que deberán aprender a habitar.
Asa Larsson (Aurora
boreal) nos lo transmite muy bien: “Por las mañanas su cuerpo se despierta
mucho más temprano que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las
manos le hacen la cama. Las piernas la llevan hasta el instituto… A veces se
queda de pie en medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose
si de verdad tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre
tienen razón. Llega al aula correcta el día correcto a la hora correcta. Su
cuerpo se las apaña bien sin ella”.
El cuerpo es ahora el nuevo
partenaire del adolescente que se emociona y trata de manipularlo para calmarlo,
cuando le agobia demasiado. Esa manipulación admite hoy muchas variantes: desde
el piercing hasta el tatuaje pasando por formas más extremas como los
cortes o escoriaciones en la piel. También ese cuerpo puede envolverse y
marcarse como mandan los cánones de la moda. Incluso puede muscularse,
adelgazarse u ofrecerse al otro para su satisfacción. El recurso a los tóxicos,
medicamentos o drogas, es también habitual. En todos los casos se ve cómo las
palabras no terminan de dar una significación a esa novedad que experimentan, y
por ello la acción es inevitable.
Haruki Murakami, en Tokio
Blues, es sensible a estas dificultades: “No puedo hablar bien. Me pasa
desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo, solo se me ocurren palabras
que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir.
Y si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y
al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera
el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuvieran jugando al corre
que te pillo. En medio hay una gruesa columna y van dando vueltas a su
alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra
la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla ...esto nos sucede a
todos, le responde él.”
En este pasaje adolescente
surgen los impasses ante ese real que introduce la pubertad. Es allí donde
manipular el cuerpo del otro bajo formas diversas: ninguneo, agresión,
exclusión, injuria les permite poner a resguardo el suyo.
Para eso hay que designar
un chivo expiatorio y destacar un rasgo que lo diferencie. El Cañas, joven
protagonista de Las leyes de la frontera, novela de Javier Cercas, lo
explica así: “En solo unos meses la actitud de Batista hacia mí cambió, su simpatía
se convirtió en antipatía, su antipatía en odio y su odio en violencia. ¿Por
qué? No lo sé. Muchas veces he pensado que simplemente fui el chivo expiatorio
que inventó Batista para conjurar el miedo esencial del grupo. Pero repito que
no lo sé; lo único que sé es que en muy poco tiempo pasé de ser su amigo a ser
su víctima”.
La crueldad del bullying
persigue golpear y destruir esa diferencia que se le imputa a la víctima y que
deviene, para algunos, insoportable porque confronta a cada uno con una doble
tarea. Por un lado la asunción de su sexualidad y por otro encontrar un lugar
en ese nuevo mundo que sucede a la adolescencia.
Orientarse sexualmente no
resulta fácil en un tiempo en que las referencias normativas clásicas están en
declive. Hoy ya no hay, afortunadamente, una versión única del ser hombre o el
ser mujer. Pero esa diversidad es vivida en la adolescencia como
desorientación. En un momento en que cada uno debe dar la talla, surge el miedo
y la tentación de golpear a aquel que, sea por desparpajo o por inhibición,
cuestiona a cada uno/a en la construcción de su identidad sexual.
El reciente suicidio del
joven Alan, transexual, se suma a esa larga serie de adolescentes acosados por
su diferencia sexual. Imputar al otro rasgos afeminados, como algo negativo
cuando se trata de un varón, o ser una “estrecha” o por el contrario una puta,
si se trata de chicas, es una “fórmula” para evitar la soledad con la que cada
uno y cada una deben afrontar el encuentro sexual. Localizar en el otro la
dificultad le ahorra a uno preguntarse por la propia.
Alice, personaje de La
soledad de los números primos del italiano Paolo Giordano, es una
adolescente retrasada en su iniciación sexual. “Sus compañeras hablaban de
posturas y chupetones y de cómo usar los dedos, y discutían si era mejor con
preservativo o sin él, mientras que Alice no tenía otro bagaje que el recuerdo
insípido de un morreo dado cuando iba a tercero.” Este rasgo la convierte en
diana de las burlas de sus compañeras.
La escena del
acoso: la extraña pareja...
En el bullying se acosa la
subjetividad de la víctima, lo más singular que tiene y que le hace diferente a
cualquier otra persona. Esa singularidad es leída por el grupo como signos
extraños si bien, como hemos visto, se trata de asuntos familiares para cada
uno. Por ello muchos acosadores ya vivieron, como acosados, esas escenas de
humillación que ahora tratan de borrar a costa del otro.
El Esclavo, joven cadete de
La ciudad y los perros de Vargas Llosa, interroga a su colega Alberto
por esos signos: “Pero tú no peleas mucho. Y sin embargo no te friegan. Yo me
hago el loco –le responde Alberto- quiero decir el pendejo. Eso también sirve,
para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te
montan encima”.
Esa extraña pareja se forma
pues alrededor de algo opaco, desconocido para ambos. Lo que comparten es la
angustia que para uno toma la forma del acto de acoso, como falsa salida, y
para el otro se manifiesta como inhibición, vergüenza que le impide responder y
le deja con un nudo en el estómago como a la protagonista de la novela de Laura
Fernández, La chica zombie: “Se limitó a abrir la puerta, subir al
ascensor e intentar deshacerse de aquel nudo que tenía en la garganta. Pero el
nudo no iba a irse a ningún sitio. Iba a quedarse ahí, como un aspirante a
pirata dispuesto a conservar su par de ojos. A ratos incluso le dolería. Para
entonces ya no sería rabia. Tampoco sería pena. El nudo simplemente estaría
ahí. Y Erin tendría la sensación de que estaba creciendo. Aquella cosa,
cualquier cosa, allí dentro. Cada vez más grande”.
No existe un perfil único
de agresor ni de víctima. El acosador testimonia en muchos casos de
antecedentes en su infancia de haber sido violentado en su propia familia o por
iguales. La película Bully (Larry Clark, 2011), basada en hechos reales,
presenta al protagonista y su novia planeando el asesinato de su amigo como
venganza por los continuos abusos y maltratos que les causa.
Si bien las diferencias
entre las formas de acoso protagonizadas por chicos y chicas van disminuyendo,
perviven algunos rasgos diferenciales. El golpeo físico está más presente en
los chicos mientras que para ellas el recurso más habitual es la marginación de
la rechazada, a la que dejan de hablar como en el caso de Alice: “Antes de la
mañana de aquel miércoles, Viola no le había dirigido la palabra. Fue una
especie de iniciación y se hizo como era debido. Ninguna de las muchachas supo
nunca si Viola improvisó aquella tortura o si fue algo largamente meditado,
pero todas convinieron en que estuvo genial”.
Esta modalidad de acoso, el
ninguneo, es especialmente dolorosa y llega a generar un estado de
autodesprecio en muchos adolescentes que no se ven reconocidos en ninguno de
sus compañeros, quedando invisibles para todos. Como en el caso de Oskar (Déjame
entrar): “Se entretuvo un rato frente a la pared de cristal que separaba
las duchas de la piscina y estuvo observando a los otros mientras se tiraban al
agua, se perseguían, lanzaban pelotas. Y el sentimiento lo invadió de nuevo. No
como un pensamiento formulado con palabras, sino como una sensación muy fuerte:
Estoy solo. Estoy... totalmente solo”
...y los
mirones cómplices
La extraña pareja del acoso
no es solitaria, incluye dos elementos más. Por una parte el público al que va
dirigido el espectáculo que protagonizan. Un público diverso que incluye a los
iguales que contemplan la escena, a veces mudos pero siempre cómplices. Por
otra parte está el Otro adulto al que esa escena se dirige en última instancia.
En ese ternario los
testimonios de los espectadores resaltan su deseo: callar y aplaudir para no
ser víctimas, ellos también. El pánico de verse segregados de ese espacio
compartido (pandilla, círculo del patio, chat,..) y de los beneficios identitarios
que conlleva, hace que tomen posición para ser “normal, uno como los demás” por
temor a ser rechazados.
La novela del escritor austríaco Robert Musil Las
tribulaciones del estudiante Törless, un clásico en la literatura sobre el
acoso escolar, nos muestra como el joven vive con inquietud su propia
sexualidad y junto a él hay una tropa de estudiantes que designan a uno de
ellos, Basini, como chivo expiatorio de sus propias incertidumbres
adolescentes. Las escenas de acoso se repiten y la cuestión para cada uno es
cómo no verse incluidos en el bando de Basini: “Törless vio como Beineberg y
Reiting se acercaban a éste o a aquel compañero y como formaban grupos en los
que se cuchicheaba vivamente. Al principio sintió miedo de que se estuviera tramando
también algo contra él; mas ahora que se encontraba frente al peligro se sentía
tan paralizado por su infortunio que habría dejado que todo se le viniera
encima sin pestañear. Sólo más tarde se mezcló, medroso, entre los camaradas,
temiendo que de un momento a otro pudieran abalanzarse contra él. Pero nadie
reparaba en él. Por el momento sólo se trataba de Basini”.
Hoy el acoso se extiende a las redes sociales bajo la
forma del ciberbullying. Allí la escena se multiplica poniendo de manifiesto la
fascinación de la mirada como fuente privilegiada del goce de mirar y ser
mirado, como ocurre en la viralización de las filmaciones de palizas a la
salida de la escuela. Nos conmocionan por la brutalidad misma de la crueldad
ejercida, pero también por la difusión en las redes sociales y por la
inhibición de los testigos. ¿Se trata de una aprobación de la agresión, de un
miedo insuperable, de un goce del espectáculo o de una mera indiferencia ante
el dolor de la víctima? Es posible que varias de estas razones cuenten para los
presentes. Törless, testigo de la violencia sobre Basini, asiste impávido,
molesto y al tiempo fascinado sin saber si es por la crueldad de los acosadores
o por la falta de coraje de la víctima.
En cualquier caso, lo que comprobamos en estos hechos
es que la figura del testigo es clave por dos razones. Por una parte su mirada
añade un plus de goce al recrearse en la crueldad y el dolor del otro sin por
ello implicarse en el cuerpo a cuerpo, al tiempo que concede mayor protagonismo
al agresor por la viralidad de las imágenes.
Por otro lado inhibirse, haciéndose cómplice del
fuerte, asegura a cada uno imaginariamente su inclusión en el grupo dominante y
evita ser excluido de él por friki o pringao.
Adultos
difuminados
La escena del acoso tiene su trasfondo en el mundo adulto, el de los docentes y los padres. Ellos raramente asisten a esa representación en directo, pero eso no quita que estén convocados para sancionarla. Los testimonios hablan de silencios, ausencias, pero también de presencias, intervenciones y compromisos. Adultos difuminados como efecto del eclipse de su autoridad.
Cañas (Las leyes de la
frontera) responde así ante la pregunta de por qué no denunció: “¿A quien
quería que la denunciase? ¿A mis profesores? Yo tenía un buen cartel en el
colegio, pero no tenía ninguna prueba de lo que estaba pasando, y denunciarlo
me hubiese convertido en un mentiroso o en un chivato (o en las dos cosas a la
vez), y eso era la mejor forma de empeorarlo todo. ¿A mis padres? Mi padre y mi
madre eran buena gente, me querían y yo les quería a ellos, pero en los últimos
tiempos nuestra relación se había estropeado lo suficiente como para que yo no
me atreviese a contárselo.”
El silencio y la ceguera
ante esa escena cruel se suma, en ocasiones, al doble rostro del acosador,
seductor y maltratador, que le permite hacer reír a los demás al tiempo que
pasa desapercibido ante los adultos que, en muchas ocasiones, lo toman por un
bromista. Nao, la protagonista de El
efecto del aleteo de una mariposa en Japón de la escritora norteamericana
de ascendencia japonesa Ruth Ozeki, lo narra con pesar: “Y si papá, por
casualidad, se hubiera vuelto para saludarme, le habría parecido una broma
sana, habría pensado que yo tenía muchos amigos divertidos que me rodeaban y se
habría quedado tranquilo al ver que era tan popular y que todos se esforzaban
para ser simpáticos conmigo”.
Abordar el acoso implica
acompañar a esos adolescentes en su recorrido y para ello hace falta la palabra
y sobre todo poner el cuerpo. Estar allí para dar testimonio, como adultos, de
lo que para cada uno supuso ese delicado tránsito, de sus dificultades y
también de sus invenciones. Estar allí es abrir los ojos y escuchar no sólo lo
que ellos pueden contar, sino atender a las muestras de ese sufrimiento
subjetivo que tan bien recogen los testimonios literarios: soledad, insomnio,
tristeza, humillación, temores, sentimiento de culpa.
*La Vanguardia.
Cultura(s). Sábado 20 de febrero de 2016
Visite: http://joseramonubieto.blogspot.com.es/
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