Jueves 21 de mayo de 2009
Estimados colegas: para este nuevo número del Boletín ENAPaOL, enviamos a continuación el texto enviado por nuestro colega Daniel Millas, titulado "Una práctica sintomática". De este modo, Millas nos hace llegar sus reflexiones a propósito del deseo del analista en las instituciones y frente a las demandas sociales.
UNA PRÁCTICA SINTOMÁTICA
El hospital público responde a una demanda social de asistencia cumpliendo con las políticas de salud establecidas por el Estado. Desde esta perspectiva, el síntoma constituye un trastorno que afecta la capacidad de adaptación y el despliegue de las potencialidades del individuo. El ideal de una posible reabsorción del síntoma, su desaparición o al menos la reducción al mínimo de sus efectos, constituye el objetivo que se espera de las terapéuticas que allí se implementan.
Cuando se trata de pensar la práctica analítica en el hospital debemos dar cuenta de cómo nos ubicamos respecto de este orden establecido. Si como lo señala Lacan, el lugar “pre interpreta”[1] , es decir, que determina los márgenes de lo que es posible hacer y decir, la cuestión es cómo intervenir en un contexto en el que la práctica de un saber, en este caso del saber médico, se enmarca en una serie de procedimientos que la institución regla y normativiza.
Podemos afirmar entonces que nuestra práctica en el hospital, requiere de la invención de un lugar para el analista en la medida en que “no hay” una inscripción dentro de ese orden establecido. Se está a titulo de médico, psicólogo, asistente social, etc., pero no como psicoanalista. La invención es solidaria con esta primera confrontación, a partir de la cuál habrá que producir algo que no estaba antes establecido.
Constatamos además, que para el psicoanálisis el síntoma tiene también algo de invención ya que se presenta como una formación de compromiso entre las exigencias pulsionales y las condiciones que impone la cultura. Es una transacción justamente porque no hay una armonía natural ni una relación fluida entre estas instancias.
Estamos ante una concepción muy diferente a aquella que lo define como un trastorno, una conducta anómala que es preciso corregir. Cuando se quiere reducir el síntoma a un comportamiento normalizado no queda mucho lugar para la invención. Sí queda lugar para las estadísticas, en las que el paciente se volverá un elemento comparable y enumerable. Aquí se introduce una temporalidad ligada a criterios de eficacia y eficiencia. Se trata de readaptar a los pacientes en el menor tiempo posible al orden establecido por la sociedad.
Lacan en su seminario de 1969[2], introdujo la noción de lazo social. El lazo social no es equivalente a la idea de sociedad. Implica admitir en principio que hay diferentes tipos de lazos sociales y que pensar la sociedad como un Todo es una ilusión. También implica afirmar que el sujeto no está solo, que el Otro lo antecede y que es en su campo donde se constituye como tal. Aquí se inscribe la noción freudiana de síntoma a la que me refería antes. Hablamos del síntoma no solo como el modo de goce singular del sujeto, sino como el medio por el cuál anuda ese goce en un lazo social.
Freud nos orientó en esta vía cuando nos enseñó que la elaboración delirante del psicótico constituye el medio a través del cuál busca reconstruir su relación con la realidad y con quienes lo rodean. Ese arduo trabajo que constituye el delirio demuestra justamente que no hay un solo modo de establecer un lazo con el Otro. Por la paradójica enseñanza que nos brinda la psicosis podemos admitir una diversidad de lazos sociales, su pluralización.
Por otra parte, es también en el abordaje del sujeto esquizofrénico, de su ironía involuntaria, que el analista recibe otra lección fundamental. La ironía del sujeto esquizofrénico está fundada en las condiciones mismas de la forclusión y viene a demostrar que no hay discurso que no sea del semblante y que todo lazo social, en la medida que se instituye como un discurso, se vuelve irremediablemente una estafa.
El analista debe aprender a valerse de la ironía. La suya no es la del esquizofrénico; tampoco se trata de la ironía socrática sostenida en la creencia en el Otro del saber. La ironía analítica es aquella que le permitirá al practicante valerse de los semblantes y valores establecidos. Advertido de la inconsistencia en la que se fundan, debe aprovechar las formas contingentes de servirse de su empleo.
En primer lugar, sabe que su intervención solo tiene lugar cuando la relación del sujeto con su síntoma se ha vuelto insoportable; cuando a partir de una determinada contingencia ya no sabe arreglárselas con él.
Se puede ver que esta concepción del síntoma nos aleja de cualquier objetivo terapéutico pensado en términos de adaptación a un modelo de comportamiento. ¿Cómo conciliar la demanda social de asistencia y las normas hospitalarias con nuestra idea del síntoma y sus condiciones subjetivas de alojamiento?
Evidentemente tampoco encontramos una relación armónica entre estas dos posiciones. Nuestra práctica es necesariamente una práctica sintomática, determinada por cada singularidad que nos demanda en la transferencia.
Siguiendo esta lógica diremos que se trata del “uso” que hacemos del dispositivo hospitalario en función de cada caso. Hablamos de uso, porque no contamos con una técnica en el sentido de la aplicación estandarizada de un saber previo.
Tenemos presente como analistas que la universalidad de la regla “Para Todos” debe dejar lugar a la inscripción de lo que hace ley en el orden sintomático de cada uno. Es allí donde el síntoma puede ejercer su función estabilizadora de suplencia. Recibimos al sujeto en el dispositivo hospitalario como “uno entre otros”, pero favoreciendo un recorrido que le permita inscribir su condición de excepción.
La formación del practicante será crucial para que lejos de asimilarse al rol profesional, sepa valerse de los semblantes instituidos.
[1] Lacan, Jacques, El Seminario, Libro 17, El reverso del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1992.
[2] Ibid.
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