Nuestro mundo está hecho de vocablos, sentidos e historias que nos moldean
desde antes de nacer. Idioma, nacionalidad, religión y otras nubes de palabras
pautan gran parte de nuestra vida. Con los sonidos de la lengua tejemos lazos
amorosos, laborales y sociales. Los humanos somos, ante todo y sobre todo,
seres hablantes.
El bebé dice bap, y celebramos: ¡Dijo “papá”! Él aprenderá a hablar imitando
nuestros sonidos e interpretándolos como lo hacemos, o sea, identificándose con
nosotros y aceptando las reglas de nuestra lengua. El efecto de esa
identificación y de esa aceptación se llama “sujeto”. Pero hablar produce
además el efecto contrario: vuelve a ese niño único para nosotros, sin que
podamos poner en palabras su singularidad. En resumen, habitamos el lenguaje
tironeados entre unas identificaciones que nos hacen sujetos similares a los
demás y una inefable singularidad que nos distingue de todos.
Carecer de singularidad nos aliena, y no ser sujetos de ninguna
identificación nos aísla, de modo que soportar el tironeo sin ceder a una u
otra fuerza es crucial para la salud mental. Y ésta requiere abordajes no
científicos, pues la ciencia excluye tanto lo singular como el sujeto, ¡nada
menos que los dos efectos del lenguaje que nos hacen humanos!
Demostrarlo es fácil. Para aceptar que fuerza y aceleración son
proporcionales no hay que hacer un experimento, sino muchos (esa ley debe ser universal,
no singular). Y para que otros científicos puedan repetir esa prueba, las
palabras “fuerza”, “aceleración” y “proporcional” deben significar lo mismo
para todos y en cualquier idioma (para ello se usan las matemáticas).
Pero aplicar este buen método a probar que en un psicoanálisis la
interpretación chistosa reduce esa rara y molesta satisfacción que el síntoma
causa sería ridículo, ya que tal reducción se obtiene de una vez en cada
paciente y con una sola interpretación. No hay modo de repetir la prueba en
idénticas condiciones (requisito de la ciencia) ni cabría esperar igual efecto
(así como la gracia que provoca un chiste se pierde al repetirlo). Abordar
científicamente a los seres hablantes es tan absurdo como psicoanalizar virus.
¿Por qué los trabajadores de la salud mental objetan el proyecto de cambiar la
reglamentación de la ley nacional 26.657 mediante un decreto presidencial que
sólo admite terapias “fundadas en evidencia científica” (sic)?
No por los cargos de reduccionismo biológico y de medicalización del
malestar imputados (con justicia) al proyecto, sino porque éste ignora que la
ciencia, al ser reflexiva e hipotética, no admite evidencias (o sea,
intuiciones indudables), y que su método, según vimos, no se aplica a la salud
mental. ¿No protestarían los científicos si un decreto redujera la ciencia a
prácticas que aborden la singularidad y la subjetividad de electrones,
bacterias y polinomios?
Aplicar el método científico fuera de su campo no es menos grotesco que usar
un celular como martillo. Confiar la salud mental a praxis basadas en
inexistentes evidencias científicas ignora la naturaleza singular y subjetiva
de esos seres hablantes que somos. Y ello atenta contra nuestra dignidad.
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