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“Yo, señora, soy del campo freudiano. Mi padre se llamó; no era natural siendo del pueblo del Otro. El Padre lo tenga en el cielo de los nombres. Fue, tal como todos dicen, de oficio castrador, aunque eran tan altos sus pensamientos, que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de topologías y sastre de goces. Decían que era de muy buena cepa, y, según él hablablaba, todo iba a Otra parte.”
El Buscón es el pícaro de una vida sin valor, que encuentra todo mal como efecto de lalengua, Witz que se disuelve en la mortificación de la pena: azotes, cárcel, ejecución capital. La pulsión, sin enmarcar, guía al pícaro. Ninguna culpa, dice un especialista; nihilismo, responde otro; escepticismo, replica un tercero; paganismo, encarece uno más; erasmismo, dice Bataillon (que sabe de qué habla). El más católico lee el nacimiento del mal en la literatura, floreceriente en Baudelaire y escrito por Bataille.
Nosotros leemos, en el chiste, la angustia: objeto sin cáscara. El goce: “Repartiéronlo todo y a don Diego dieron no sé qué güesos y alones, diciendo que ‘del cabrito el huesecito y del ave el aloncito’ y que el refrán lo decía. Con lo cual nosotros comimos refranes y ellos aves.” Del hambre al hablablambre, el goce. Luego queda el decir donde resuena aún el imperativo “¡goza!” que se disolvió en el mismo gozar. No todo, claro, pues quedó el resto quevedesco, aún, todavía, encore, diciendo y cantando el chiste flotante que lo creó.
Para la culpa del pícaro, tomemos la lección quevedesca: que, en el fondo, el pecado no toca la culpa. En esta novela no hay culpa sino por virtud del escribano que la guarda (“no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano”). O por virtud del “músico de culpas”, el pregonero que va clamando: “¡A esta mujer, por ladrona!”
Todo viene pues de haber estado en la cárcel: el pícaro es el hombre libre, libre de recaer en prisión; y, si lo hace, es culpable de haberse dejado atrapar. Pero sí, Quevedo, moralista, se disculpa en el último capítulo. Si no escribe más, dice, es por no dar a imitar vicios; si escribió es para avisar a los ignorantes. Con esta artimaña, en la que cayó el presbítero Peralta, censor, crea culpables después de haber gozado.
El Buscón, culminación del pícaro, es el héroe de la impunidad. Si a su padre Clemente Pablo lo hicieron “cuartos”, es decir, lo descuartizaron después de haberlo ahorcado, es porque no pagó nada, ni un ochavo. Si la madre, doña Aldonza, está presa de la Inquisición por bruja, esperando la muerte que le llegará antes de terminar la cuenta de los cuatrocientos azotes que recibirá, el hijo, don Pablos, la redime con una tierna expresión: “la prisioncilla de mama”.
Quevedo describe un mundo en el que todo se mueve en el terreno de la demanda, inmortal. Siguiendo los conceptos con los que Jacques-Alain Miller presentaba recientemente el Seminario VI de Jacques Lacan, El deseo y su interpretación, la pulsión es demanda sin objeto real, toda ella en el circuito del significante: nada natural por tanto, ni instintivo. Luego, Lacan introduce un objeto real para el fantasma, lo que sirve al sujeto para construir una defensa contra la Hilflosigkeit, el desamparo fundamental en el que nos deja la oscuridad del deseo del Otro.
El mundo quevedesco del Buscón aparece como el mapa de los circuitos de una pulsión que no quiere saber nada del fantasma. La vida no tiene objeto, parecería, ni ilusión. El goce no parece hacer deseo. Don Pablos se fuga echando la llave por la gatera, sin pagar. Leemos un mundo cruel, extremo del mal; pero sólo hasta que encontramos el objeto real: el brutal ingenio lingüístico del chiste quevedesco. El Buscón se pierde; pero el escritor y el lector devienen Encontrón, criados creadores de lengua, lenguaraces descarados, fulleros del significado, escribidores de ingenios, agudos labradores de letra, descifradores de las cartas marcadas que van y vienen, analistas del goce que hace hablar. En lo crudo. Así nos advierte para concluir: “son infinitas las maulas que te callo.”
Antoni Vicens. Barcelona.
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