Con el impactante título Yo maté a mi madre, Xavier Dolan,
cineasta quebequense de apenas 19 años, lanza al mundo en 2009 su ópera prima…
y tras ésta, lejos de detenerse coge carrerilla: 7 años después ya ha dirigido
seis largometrajes más y ganado algunas menciones en festivales como Cannes.
Película de una fuerza inusitada que
habla seriamente del amor de la vida de un hombre, del amor a su madre. Honesta
y feroz, esta película da cuenta de la naturaleza del vínculo con la madre para
mostrar la dificultad de encontrar la línea que separa el amor del odio. Diría
que bordea el drama que entraña ese intenso lazo con la madre en tanto el odio
siempre trata del amor en demasía y del enloquecimiento de no poder escapar de
él. Su epígrafe lo describe a la perfección: “Amamos a nuestras madres casi sin saberlo y solo nos damos cuenta de
lo arriesgado de ese amor en la separación última”. A partir de aquí, la
película despliega la cuestión en juego: el tortuoso sufrimiento que encuentra Hubert,
un joven de 16 años, en la imposibilidad de la separación con su madre. Si
alguien la dañara mataría por ella, pero no puede soportarla. Ella, por su
lado, manifiesta el mismo padecimiento cuando él le grita: ¿qué harías si hoy
muriera? Y la madre, en silencio, contesta: “morirme mañana”.
El amor en serio es el amor
incondicional, ese que da todo y que por lo mismo toca la muerte, arrasa con
todo. La boca abierta al masticar, la frivolidad, el mal gusto, el sentimiento
de incomprensión enloquecen a Hubert cada vez que está cerca de su madre.
Amarla y sentir que la odia, que le es imposible amarla, son la misma cosa. Ese
amor lo trastoca puesto que las respuestas de la madre lo enfrentan a una ley
caprichosa e insensata, en donde pareciera que cualquier movimiento suyo esté
destinado al fracaso. Haga lo que haga él terminará en sus fauces. Por eso la
fantasía recurrente de Hubert, consistente en matar a su madre, se parece a la
fórmula de un rito iniciático: matarla sería lo necesario para operar una
separación que se le presenta tan dolorosa como necesaria, tan deseada como
imposible.
Por eso, la inteligencia de esta
película, no radica en la biografía particular de este chico –que además está
basada en la del director/protagonista- ni en las coordenadas de su
homosexualidad, sino, más bien, en cómo él hace uso de su propio relato para dar
cuenta de la intensidad del vínculo con la madre y de su necesidad vital de
buscar una salida a ese destino fatal.
La trama refleja que el sufrimiento
del que se trata, que el goce que lo habita, se juega en la pérdida de esa
unión lograda y perfecta que existió en la infancia, cuando el niño realizaba -sin
atisbo de nubarrones- ser todo para la madre, ser su falo, su felicidad. En
esto la película es cien por cien freudiana. Pero más tarde, crecer traerá
consigo la pregunta por el ser –presente en la crítica que hace Hubert a la
escuela, cuando dice que no saben ni conjugar el verbo ser- la pregunta por
quién es él, Hubert, más allá de su madre. El inevitable adiós a la infancia lo
enfrentarán al encuentro con la castración materna, a la falta de ese Otro
grande, hermoso, entero y amoroso que vivía por él. Así, su adolescencia
despierta para darse cuenta que el Otro no está donde él lo necesita, donde lo
busca, donde debería estar… Su reproche a la madre solo hace que cubrir el
descubrimiento de su soledad radical, que es la del propio cuerpo. Y como en un
movimiento de péndulo foucaultiano, todo ese puro amor infantil se transmutará
en odio. El odio es signo de no poder abandonar los escenarios de la
omnipotencia, signo de no poder consentir a la castración del Otro, la de la
madre, en tanto ésta remite a la suya propia.
Interesante lo que Xavier Dolan muestra
del tratamiento que encontró. Su opción no fue reprimir ese amor-odio, sino que entendió que éste habitaba en él como un
enemigo interior, y entonces el arte, la lectura, la literatura, formaron parte
del surgimiento de su deseo de cineasta: tres años después, produjo esta
película.
La obra tiene valor estético. Los
primeros planos con la madre comiendo, los cuidadísimos detalles de la casa
familiar, el primer amor que lleva el nombre de Antonin Rimbaud, la música… son
elementos muy bien logrados para configurar esta orquesta cotidiana y casera, dramática
y a la vez banal, que permiten arrancarle una forma a ese súcubo del amor
materno.
Mucho más allá de lecturas
psicologizantes sobre las causas de la homosexualidad fundadas en la
incompetencia de la figura paterna o el odio a la mujer, esta peculiar e
interesante película, da cuenta -con una admirable honestidad- de la naturaleza
de los avatares del amor que nos trajo al mundo y que, inevitablemente, para
poder sobrevivir, tendremos que transformar. Por eso su título, lejos de
anunciar la historia de un asesinato, testimonia de una operación fundamental
del psiquismo humano: es en ese acto que podremos arrancar las hebras
principales que tejerán el objeto causa de nuestro deseo y perfilarán las
condiciones de nuestra forma de amar, gozar y desear.
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