En el marco del Festival In-Edit
-excelente muestra de documental musical-, me encontré con el documental Sin Permiso, que relata un acontecer
cotidiano terrible en las calles de mi ciudad. La trama está tejida con los
testimonios de una docena de músicos, bailarines de tango y payasos de calle y
la realidad cotidiana que les toca vivir de unos años a esta parte. Estos
artistas urbanos, gente que muestra su arte y llena las calles de música o
baile del centro de Barcelona, se encuentran acosados y perseguidos
cotidianamente por la policía: se les multa, se les confisca los instrumentos,
y se los trata cual personas que estuvieran cometiendo un delito. La policía
cumple órdenes, como siempre. Pero para ser más precisos cumple ordenanzas, que
si se quiere es bastante peor. Bajo pretexto de estar amparados en una
normativa que impone multas por hacer “un uso intensivo de la vía pública”,
requisan violines, guitarras, ropa e incluso martillos de payaso, Miles en 4
años; éstos pueden ser recuperados tras previo pago de un dinero exorbitado,
registrado todo en triple papel copia: un robo en toda regla.
La sola imagen de estar persiguiendo
la música, la danza o el arte, es grotesca, pero a la vez sirve para ilustrar
la dimensión de la tragedia. Porque más allá de las coyunturas personales que
afectan a los artistas en particular –sumamente duras puesto que se trata, no
solo de sus medios económicos desde hace décadas, sino de lo que los mantiene
con vida- el documental refleja las consecuencias de algo que nos afecta a
todos como ciudadanos: la desaparición, la expropiación del espacio público en
sí mismo.
Las imágenes de la transformación de
la ciudad en una cadena de locales de marcas internacionales, la desaparición
de las tiendas y comercios de gente, la sustitución de las Rambla de la Flores
–así se llamaba porque se vendían flores o canarios- en una retahíla de casetas
de suvenires y sus aceras invadidas por una epidemia turística que ya nadie
puede parar, duele adentro.
La ordenanza en cuestión, esa ley
que ya nadie sabe quien dictaminó, esa ley anónima que funciona sola cual feroz
superyó freudiano, podría provenir de la ley de la ordenanza cívica implantada
por el ex alcalde Joan Clos, bajo excusa de combatir la prostitución de calle y
las conductas indecentes de los ciudadanos. Y así, sin comerlo ni beberlo, pasó
a ser potestad policial lo que se consideraba o no un comportamiento correcto,
una forma de andar, de vivir, de habitar la calle. No es difícil ver en qué se
revierte dicha ordenanza hecha para el bien común y la protección de los
derechos del ciudadano: ahora la persecución está instaurada y amparada bajo
pretexto de regular la vida en calle.
Sin embargo, la supuesta inocencia
de estas iniciativas que parecieran incuestionables, pone a funcionar
silenciosa e implacablemente la destrucción de derechos fundamentales, porque
el derecho es ante todo, derecho a ser otro. Y poco a poco, año tras año,
recortan nuestras libertades sin levantar ningún ápice de sospecha. Llegado a
este punto, asistimos al entierro del espacio público, del espacio común, el
mismo donde las gentes se han juntado siempre, y de donde han surgido
prácticamente todas las expresiones del arte y la cultura. Los cafés que
reunían poetas, escritores, filósofos…, las calles que juntaron músicos, los
locales donde coincidían noctámbulos, cineastas, periodistas…, el escenario que
acogió siempre a la gente inquieta, contestataria con la sociedad, insomne,
creativa, despierta…, está en manos del capital y del mercado: ya no nos
pertenece. Los cafés de míticas tertulias literarias son ahora un bar de
chinos. Los locales que ofrecían música en directo acumulan multas por ruido
que acaban hundiendo a cualquiera. Y es que cualquier forma de encuentro entre
personas que no sea para degustaciones gourmet estará, tarde o temprano,
amenazado de cierre por ordenanzas de este tipo
El espacio público está en manos del
consumo. Como expresa bien un músico del documental, se permite salir de casa a
comprar y volver a casa a dormir en silencio para volver a salir a comprar.
Para casi todo lo demás el uso de la calle está prohibido. Tocar el violín,
comer un bocadillo, jugar a pelota e incluso dormir en la calle sino tienes un
techo, está multado, es considerado un abuso de ese “uso intensivo del espacio
público”. Eso sí, las multinacionales pueden abrir domingos y festivos y de ese
modo ofrecer la libertad de consumir los días que los trabajadores incansables
paran para respirar. Se apela al gobierno, y éstos responden amparados en esas
ordenanzas que nadie dictó: frases locas, inconexas, absurdas, que prenden
rápidamente las ansias de ejercer un abuso de autoridad
“porque lo digo yo”. Y es que no gusta la otredad. No se quiere saber nada de
los otros, de los no interesados en la única propuesta que tienen para la vida:
consumirse consumiendo.
Y así, este pequeño documental, que
tiene la fuerza de un clavel en la revolución portuguesa, nos invita a
despertar de la pesadilla en la que se está convirtiendo el mundo. Si la
palabra de un agente del orden vale como cierta frente a la de cualquier
ciudadano, está claro: volvemos a vivir bajo regímenes dictatoriales en nombre
de la democracia y sin la necesidad de ningún golpe de estado. Por eso la
cuestión no se resuelve otorgando “permisos”. ¿Permitir qué? ¿La otredad, la
música, la vida?
La maquinaria capitalista es tan
potente como estúpida y destructora. Un niño negro americano de 14 años que
protagonizaba otro documental del festival, lo expresaba muy bien: “Yo tengo un sueño razonable: salir de mi
barrio de negros, triunfar como cantante, comprarme una casa en Beverly Hills y
conducir un Lamborghini”. Y es que el mercado no solo vende objetos,
también diseña sueños: los que ha de tener todo el mundo, el mismo para todos.
Estamos jodidos. Vamos haciendo,
adormilados, medicados y muy jodidos. Pero no hay nadie ahí fuera, quizás por
eso se hacen tantos selfies. Este sistema arrasará con todo. Eso sí, en
la pantalla final nos lamentaremos y diremos ¿cómo ha sido posible? ¿Qué mente
perversa ha urdido el plan si todo estaba cargado de las mejores intenciones?
Photo by ROBERT BONET
3 comentários:
Me ha encantado este artículo y lo voy a compartir en facebook. Soy un músico de Barcelona que por suerte no necesita vivir de ello, pero a quien indigna sobremanera esta situación que ya lleva muchos años, y quiero hacer algo al respecto, pasar a la acción.
Recién este martes veré este documental.
Informo que hay otro similar que se llama "Kids Used To Sing", que compara la situación de los músicos en España, con la de los de Nueva Orleans.
sobre este tema ver mi libro en internet: "La democracia musical".
Ok, gracias!
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