Alienistas del Pisuerga, psicopatólogos como la
copa de un pino y referentes de la Otra Psiquiatría, Fernando Colina y
José María Alvarez han escrito al alimón Las voces de la locura, editado
por Xoroi Edicions. Treinta años después de mutua colaboración, estos
estudiosos de la condición humana y su psicopatología nos refieren sus
reflexiones acerca de las relaciones del lenguaje y la locura desde la
perspectiva histórica. Analizando la historia de la subjetividad los autores
llegan a la conclusión provisional de que las voces, las alucinaciones verbales
o el polo esquizofrénico de las psicosis es un síntoma de la Edad Moderna. Como
dicen los propios autores «la hipótesis es bastante
osada, e indemostrable», «una hermosa especulación», «con cierta osadía»
y «con propuestas quizás atrevidas». Vaya por delante pues, que los autores se
sitúan en las antípodas de considerar la esquizofrenia como una enfermedad de
la naturaleza, así como de la clínica jerárquicamente prescriptiva, de la
ingeniería conductista y de la dichosa psicoeducación. Y, por lo tanto, más
allá de la invidencia científica que el hegemónico modelo biomédico ha
elevado a la categoría de pensamiento único y único saber posible y/o
permitido. Pero vayamos por partes.
Uno
Como si de un programa de mano se tratara, los
autores nos empiezan hablando de El automatismo mental. Del lenguaje como
sustancia del alma. Y lo hacen marcando los referentes clínicos intemporales
de la psicopatología: la histeria, la melancolía y la paranoia, o lo que es lo
mismo, los ingredientes básicos de nuestra condición humana: el deseo, la
tristeza y la interpretación. A esta terna le añaden un cuarto elemento: el
automatismo mental, a fin y efecto de dar cuenta de la relación del sujeto con
el lenguaje. «Pero a diferencia de la histeria, la melancolía y la paranoia, el
automatismo mental casi no tiene historia, por lo que suponemos que informa de
algún tipo de cambio en la subjetividad».
Los autores rescatan las aportaciones de
Séglas, Baillarger y, sobre todo de Clérambault, para preguntarse «si los
trastornos del lenguaje son una manifestación de la psicosis o la psicosis es
un efecto del desorden de la relación del sujeto con el lenguaje». Ante esta
cuestión, los autores consideran que el concepto xenopatía –cualidad de
experimentar el propio pensamiento o los propios sentimientos como ajenos o
impuestos– tiene más recorrido que disgregación, escisión, disociación,
discordancia o esquizofrenia, ya que les permite llegar a la xenopatía del
lenguaje, para entender mejor la experiencia del sujeto «hablado, fragmentado,
interino de sí mismo». Siendo las voces –o el polo xenopático de las psicosis–
coetáneas de la aparición de la omnis scientia y el acabose de un Dios
omnisciente, omnipresente y omnipotente, en tanto que la subjetividad humana
«se abrió a nuevos tipos de experiencias respecto a las relaciones con el
mundo, los otros y consigo mismo». Por todo ello «podríamos concebir la esquizofrenia
como un síntoma de la ciencia, en la medida en que señala los límites
infranqueables relativos a lo que la propia ciencia ignora de sí misma».
Finalmente, los autores consideran que el
automatismo mental articula la clínica clásica con el psicoanálisis. Si con
Freud «la división subjetiva se da como hecho constitutivo y el lenguaje la
quintaesencia del ser», a partir de la clínica borromea de Lacan podría
pensarse la xenopatía como «una experiencia común a todos los hombres, a partir
de la cual surgiría la nueva pregunta de por qué no estamos todos locos o por
qué no todos experimentamos el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para
hablar en nosotros y a través de nosotros». Esto sí que supone una vuelta de
tuerca, aunque según la dirección de la vuelta, aprieta o afloja la clínica
estructural neurosis versus psicosis. Si la afloja daría cabida a una
«clínica continuista, en la cual la psicosis sería una experiencia originaria
común de la que los neuróticos lograrían zafarse con éxito mediante el empleo
eficaz de ciertos mecanismos defensivos».
Dos
En Las voces y su historia: sobre el nacimiento de la
esquizofrenia, los autores desarrollan la idea de que la aparición de las
voces debe atribuirse a un nuevo desgarrón atribuible a la Edad Moderna. En
paralelo a que la ciencia generara un cambio de mentalidad, los espíritus
–ángeles y demonios– dejaron de intermediar entre Dios y los humanos. En esta
nueva realidad «se ha ido entreabriendo un hueco que las palabras ya no
aciertan a delimitar. La cosa en sí kantiana, la voluntad de
Schopenhauer, la oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo
real de Lacan dan testimonio de esa experiencia radicalmente moderna que
conduce al hombre hasta los límites del lenguaje, allí donde la representación
no alcanza a revestir el territorio existente». Dicho de otra manera: «La
desaparición de los espíritus en nuestro imaginario nos confronta más
directamente con los abismos que bordean la pulsión, es decir, con la
omnipotencia de lo divino y el núcleo mudo de la realidad. Huérfanos de ángeles
y diablos, las palabra del hombre moderno tienen que dar cuenta por sí solas de
una divinidad sin Dios y de una realidad sin representación cada vez más
descarnada». Por lo dicho, se puede deducir que «la esquizofrenia no puede ser
anterior a este tiempo histórico, cuando la subjetividad descubre una
incapacidad nueva y radical en el dominio del lenguaje». Siendo las voces
respuestas «ante la presencia de ese real que ha surgido ininteligible,
peligroso y amenazador».
Desde la perspectiva que aporta la historia, los autores nos
llevan de la figura del visionario de Esquirol a la figura del ventrílocuo de
su alumno Baillarger, para proponernos la nueva figura del xenópata que
rescatan, principalmente, de Séglas y Clérambault. «La voz esquizofrénica
representa la presencia ausente del otro que ocupa la escisión como un cuerpo
extraño y a la vez impuesto».
Un paso más. En Origen histórico de la esquizofrenia e
historia de la subjetividad, los autores escriben: «Las condiciones para
afirmar que la esquizofrenia no es una enfermedad natural sino cultural e
histórica, propia de la época moderna, no son comprensibles sin plantearnos una
historia de la subjetividad». Esa historia nos dice que el representante
psíquico de la identidad antes fue conceptualizado como el alma, espíritu,
conciencia, yo, y actualmente como sujeto. Sujeto definido por los autores como
el que «escucha, obedece y corrige tanto al otro exterior con el que hablamos,
como al otro interior que habla y desea en y por nosotros. De manera que el
sujeto camina siempre desdoblado en estas dos direcciones». Sujeto también en
tanto sujetado a su inconsciente y a los discursos que genera cada época de la
historia. «Por eso la locura no puede ser reducida a un hecho natural sino que
constituye un acontecimiento histórico, si no el más grave quizá el más genuino
de todos los que nos afectan».
Sobre lo dicho por Foucault, como primer historiador de la
subjetividad, los autores quieren distinguir «entre lo estrictamente histórico
y lo simplemente cultural». Las modificaciones culturales serían «los cambios
en la presentación de los síntomas, la evolución de su tratamiento o la
influencia que la recepción social ejerce sobre su apariencia». Sin embargo, lo
histórico es aquello que genera una radical transformación en la subjetividad
humana, cuyo ejemplo que nos ocupa es la esquizofrenia como perturbación
moderna. Por eso es pertinente, también, hablar de un sujeto histórico, porque
no es la naturaleza sino la historia y sus discursos los que establecen «los
perímetros de la identidad y la dimensión de los desgarramientos del sujeto que
van sucediendo en cada época».
Tres
En Sustancia y fronteras de la enfermedad mental, los
autores empiezan recordándonos los paradigmas o grandes modelos que han
intentado dar cuenta de la sustancia y las fronteras de la locura, que serían
cinco: la alienación, la enfermedad mental, la estructura clínica, el síndrome
y la dimensión o el espectro.
Si la psicopatología trata de la sustancia y las fronteras
del pathos, los autores nos dicen que actualmente hay dos corrientes,
una la lidera el psicoanálisis y su psicología patológica, y la otra la lidera
la psiquiatría biológica y su patología de lo psíquico. Ésta última –hegemónica
en la academia y clínica oficiales porque es una disciplina de poder y no una
ciencia médica– cada vez habla más de trastornos mentales, aunque siga
pensándolos y tratándolos como enfermedades mentales o hechos de la naturaleza,
y cada vez menos de su sustancia o esencia. Así, por ejemplo, el DSM cada vez
es más ateórico y su taxonomía se ha llevado a cabo sin considerar necesario
definir qué es enfermedad o qué diantres es eso de la salud mental. En
paralelo, la corriente de la psicología patología «destaca el análisis de las
experiencias singulares del trastornado y privilegia el determinismo del
inconsciente de los síntomas, su sentido y su causalidad psíquica, los
mecanismos patogénicos específicos y la particular conformación clínica que el
sujeto imprime en su malestar». Es decir: su responsabilidad y decisión
subjetivas, «tanto en la causa, el desarrollo y la curación de su trastorno».
Respecto a la sustancia o esencia de la locura las opciones
se reducen a quienes la consideran como un hecho de la naturaleza o una construcción
discursiva.
Los límites y fronteras tienen que ver con cómo pensamos lo
uno y lo múltiple o lo continuo y lo discontinuo. En definitiva, entre los que
establecen o no fronteras entre la cordura y la locura. Si partimos de la base
que el sujeto y su locura escapan a la reducción científica, se entiende que
los autores afirmen que la «esquizofrenia es tan inexplicable como el genocidio
nazi», ya que «ambos representan los límites perplejos de la causalidad y nos
obligan a pensar concienzudamente las fronteras».
Los autores nos refieren que resulta llamativo comprobar que
quienes tienen diferencias sobre la sustancia o esencia de la locura no las
tienen tanto respecto de sus fronteras o discontinuidad. Kraepelin y Freud
serían un ejemplo. El psiquiatra Ernst Kretschmen y la psicoanalista Melanie
Klein serían otro ejemplo, pues aunque partiendo de tradiciones y
argumentaciones diferentes, el primero apuesta por un continuum
psicopatológico y para la segunda, «pionera en concebir una forma de psicosis
generalizada y originaria, (…) no habría estructuras psicopatológica estables,
sino posiciones por las que las personas transitan con relativa
facilidad».
Para nuestros autores, tanto la visión discontinua como la
continuista del pathos tiene sus ventajas y sus limitaciones. A la
primera le sobran los casos inclasificables y «a la psicopatología continuista
le faltan distinciones cualitativas y adolece de casos típicos». Dentro de la
psicopatología psicoanalítica o estructural, por ejemplo, algunos autores han
intentado resolver el problema creando categorías intermedias como los casos
límites y las patologías narcisistas. En la primera clínica lacaniana se optó
por ampliar el perímetro de las neurosis –locura histérica– y a partir del nudo
borromeo el perímetro de las psicosis se ensanchó a fin de incluir en ella
formas discretas y normalizadas de locura. «Con esta nueva opción, la rígida
perspectiva estructural, partidaria de la discontinuidad, se vuelve más
elástica y propende a lo dimensional».
Pareciera ser que, sobre los límites o fronteras entre la
normalidad y la locura, actualmente asistimos a un cierto galimatías, ya que
tanto el modelo biomédico como el de las estructuras clínicas están
configurando el nuevo paradigma de las dimensiones sintomáticas, ejes o
espectros: agrupaciones sindrómicas con marcadores comunes; aunque cada uno lo
hace en función de sus resistencias a desprenderse de los paradigmas
anteriores. Sea como fuere la cuestión es que para nuestros autores «tanto
trasiego indica la connatural dificultad de nuestro objeto de estudio» y, por
lo tanto, como no podemos dar por acababa la reflexión sobre el pathos, es
imprescindible no enrocarse en posturas maximalistas. La propuesta de los
autores pasa por una clínica que articule lo discontinuo en lo continuo y las
relaciones entre lo uno y lo múltiple. Es decir: «lo que de normal tiene el
loco y lo que de loco tiene el cuerdo». Para esta dialéctica ven necesario
redefinir el modelo dimensional, ya que, de nuevo, hay dos modos de entender
las dimensiones: «la dimensión de orden positivista se opone a la dimensión
hermenéutica, de la misma forma que, como hemos señalado, la psiquiatría
naciente dividió a los psiquiatras en somáticos y psíquicos ya en el alba de su
legitimación».
La dimensión biomédica «solo reconoce la dimensión psicótica
de la persona, a la que aborda como una única enfermedad, y el resto no lo
conoce simplemente lo numera y diferencia superficialmente, pues no quiere
atender a la subjetividad del enfermo. (…) No interesa conocer en profundidad
cada caso sino recoger los datos imprescindibles, según un protocolo prefijado,
para alojar o no al paciente en la dimensión común que le identifica». Con un
espectro tan difuso la intencionalidad ideológica es clara: ampliar el perímetro
de la prescripción farmacológica, es decir, el de la población a medicalizar,
ya sean adultos, principalmente mujeres, jóvenes, adolescentes o niños.
La propuesta de nuestros autores «es hacer de la dimensión
un eje que recorra todo el espectro humano que va desde las alteraciones
mentales más profundas a la más inocua normalidad, desde su condición más
cuerda hasta sus expresiones más enloquecidas. (…) En este sentido, cabe
estudiar toda la psicopatología siguiendo dos ejes que responden a la dimensión
paranoica y melancólica de la vida. De un lado, la melancolía representada por
el deseo y la tristeza, la soledad y la culpa, discurre desde la tristeza
ordinaria a la depresión más intensa y psicótica. Y del mismo modo, el eje de
la paranoia aúna la desconfianza y los excesos de la interpretación, trazando
después la distinción que separa a quien tiene su grano normal de sospecha, del
paranoico más receloso y de la propia esquizofrenia, entendida ésta como la
forma más aguda y extrema de paranoia».
Cuatro
En El sujeto de la melancolía, los autores nos dicen
que coinciden con Louis de Jaucourt en que «la melancolía es el sentimiento
habitual de nuestra imperfección», pues a pesar de que el ser humano se ve en
el espejo a imagen y semejanza de su omnipotencia, la realidad le muestra una
condición humana donde anida su precariedad, vulnerabilidad y caducidad. Ante
esta incomplitud, en el mejor de los casos la falta nos estimula el deseo y en
el peor se «sufre un desgarro que no cicatriza mediante identificaciones
simbólicas, sino que deja una herida por donde sangra la libido hasta provocar
la anemia del deseo».
Una vez más, como en todos sus dichos y escritos, F. Colina
y J. Mª. Álvarez revindican la melancolía que el cientificismo
psiquiátrico-psicológico lleva tiempo negando que es la herida esencial de la
condición humana, y queriéndola ocultar cambiándole de nombre para acabar
tratándola como enfermedad mental. «Resulta chocante que durante más de dos mil
años la depresión fuera únicamente uno de los signos de la melancolía y, por
arte de birlibirloque, en poco más de una centuria, la depresión absorbiera la
melancolía y la devaluara hasta hacer de ella una forma clínica un tanto
excepcional y ambigua». Y eso sin tener en cuenta que «gran parte de las depresiones
actuales son de origen neurótico y más concretamente histérico».
Como llamativo resulta que la psicopatología psiquiátrica
haya fundido la relación existente entre la melancolía y la manía en una sola
enfermedad, que en la nosología de Kraepelin figura como locura
maniaco-depresiva. Hijo de esta artificial y arbitraria clasificación, «el
actual trastorno bipolar constituye la degeneración de este proceso». Para los
autores de este libro, el parentesco de la melancolía se da con la paranoia,
pues son las locuras parciales por excelencia, mientras que la manía es un
delirio general.
Del estudio de la psicopatología clásica, los autores
concluyen diciendo que «el melancólico se nos presenta como un paranoico de sí
mismo». Luego, «no se trata de dos enfermedades, sino de maniobras que el
sujeto loco emprende con vista a estabilizarse. Porque de haber un suplicio,
ése es la melancolía» y la paranoia su polo habitual de reequilibrio.
«Por otra parte, –escriben los autores– el estado maníaco
que testimonia el otro polo de Saturno puede entenderse precisamente como una
defensa psicológica contra las deudas que quedan negadas bajo la
hiperactividad, las compras masivas, la falta de atención y la fuga de ideas.
De ese estado, como de su opuesto más triste, le puede rescatar una oportuna
idea paranoide que extraiga la culpa de su interior y se la atribuya a los
demás».
Y de Freud, los autores destacan que a la inhibición
psíquica y al dolor del alma «añade un elemento esencial: la pérdida de la
capacidad de amar», pues fue el que mejor entendió «la melancolía como un duelo
por la pérdida de la libido», y que las quejas del melancólico en
realidad son acusaciones a ese objeto perdido con el que se ha
identificado... mortalmente.
Los autores entienden la melancolía como «una condición
universal de la subjetividad y también una condensación morbosa de la
tristeza». Dos extremos del eje melancólico, que junto al eje de la paranoia,
recorren todo el espectro humano, incluida su psicopatología.
Cinco
Finalmente, decir que este libro contiene dos títulos
firmados por cada uno de los autores, y donde se puede disfrutar de los estilos
narrativos de cada uno. J. Mª. Álvarez firma El hombre hablado. A propósito
del automatismo mental y la subjetividad moderna. En este trabajo nos habla
de forma pormenorizada de la xenopatía y el automatismo mental generalizado. A
su manera de ver: rigurosa y estudiosa, «las experiencias de la locura hablada
y las descripciones de los psicopatólogos –en especial Baillarger, Séglas y Clérambault–
se articulan con los descubrimientos de Freud, los retratos de Joyce y las
reflexiones de Heidegger. Junto a la lingüística moderna, todos esos hilos, a
los que más adelante añadiré el surrealismo, forman una trenza en la obra de
Lacan, el más preclaro de los comentaristas modernos de la locura. Conforme a
sus planteamientos, el sujeto se nos muestra como un efecto del lenguaje,
trauma por excelencia de la condición humana, cuya expresión más fidedigna y
habitual no es otra que el automatismo mental».
Y F. Colina firma Entre voces, y allí se dice: «La
ternura es el antídoto más potente contra la voz. Si hubiera llegado a tiempo
se mostraría más eficaz que el haloperidol. Pero la ternura padece en la
esquizofrenia un retraso irrecuperable. Definida como la semilla de una sonrisa
que da el fruto de una lágrima, su ausencia le impide al psicótico enlazar el
cuerpo y el alma en una unión que disuelva la oposición de los contrarios, y
suelde la división del sujeto para toda la vida. Por el fracaso de los besos y
las caricias, el psicótico se ve abocado a oír en su cabeza murmullos, frases e
inquinas. (…) Bastó para que Saussure diferenciara entre el significante y
significado, para que tuviéramos más claro el sustrato lingüístico de las
voces. (…) Las voces de los esquizofrénicos no son otra cosa que la
consecuencia de que el sujeto se dé de bruces con el universo imposible de
simbolizar, con lo Real».
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