Llegar al aeropuerto JFK es zambullirse de pleno en la sociedad de la
vigilancia. A fin de atenuar el sentimiento persecutorio -que a raíz de
la multiplicación de atentados se intensifica cada vez más- la
estrategia del estado consiste en convencer a cada ciudadano de que
forma parte del ejército de defensa. No estamos siendo controlados, sino
que todos unidos y empleando los recursos adecuados seremos capaces de
derrotar el mal. Hay carteles en el aeropuerto y en la parada de taxis,
en los que se ve a un miembro de las fuerzas antiterroristas equipado
con un uniforme de combate y un armamento de última generación. A su
lado, una joven común y corriente que -en lugar de un fusil de asalto-
tiene su teléfono móvil en la mano. “El oficial Marcos Porrada está bien
equipado para mantener segura nuestra región. Darleen también” Unas
flechas señalan que Darleen tiene ojos, oídos, y por supuesto su móvil.
Ambos forman un tándem de seguridad. El oficial Marcos Porrada está
capacitado para actuar, y la ciudadana debe cumplir con su deber de
estar bien atenta con sus ojos y oídos, y no dudar en hacer una llamada
telefónica alertando sobre cualquier cosa que considere sospechosa. La
misma recomendación puede verse en el interior de los vagones de metro y
en los autobuses. “¿Ha visto algo raro? No lo dude. Avise”. Todo puede
ser raro, y nada a la vez, en esta ciudad donde todos los días millones
de personas salen a la calle convertidas en potenciales sospechosos y sospechadores.
Resulta fácil utilizar el calificativo de
“paranoia generalizada” para describir la atmósfera que aquí se vive,
pero la realidad es que los americanos se sienten tan amenazados como el
resto del planeta, solo que son conscientes de que la guerra no es solo
aquella que vemos en los medios, sino también la que se libra
cotidianamente en todos los lugares. En Central Park, un
anuncio ofrece una recompensa de hasta 12.500 dólares a quien pueda
proporcionar información sobre una explosión ocurrida el pasado 3 de
julio alrededor de las 11 de la mañana. Busco en internet la noticia, y
leo que un joven de 18 años que paseaba ese día y a esa hora por allí,
pisó un paquete que le voló un pie. Al parecer se trataba de un
artefacto pirotécnico casero, presumiblemente fabricado no con el
propósito de herir a nadie sino para festejar el día de la
Independencia. La noticia no explica cómo el paquete, empapado por la
lluvia y carente de detonador, logró explotar.
Claro que estas cosas, así como los artefactos explosivos de Chelsea
que sí obedecen a la guerra terrorista, no detienen el espíritu ni el
movimiento de esta ciudad donde la opulencia y la riqueza se asientan
-como es habitual- sobre bases un tanto turbias. Todos los años, una
simpática institución local celebra la entrega de un premio titulado
“The golden toilet” (“El inodoro dorado”) por el que se reconoce lo más
repugnante que ha tenido lugar. En esta ocasión le ha correspondido a la
New York City Water Trail Association -una entidad
independiente dedicada a medir el grado de salubridad de las aguas de la
ciudad- que tras haber demostrado mediante cuidadosos estudios y
análisis el grado de contaminación fecal del agua potable, recomienda
beber cerveza en lugar del agua del grifo. El premio es un desatascador
de inodoros pintado de plateado. Lo recibe orgulloso uno de los miembros
de la Asociación, mostrándolo para la foto como si de un Oscar se
tratase. En Nueva York el dinero fluye con la misma velocidad con la que
la mierda se expande por las cañerías de agua potable, y ambas
sustancias conforman el reverso de una misma moneda, o quizá sea más
oportuno decir de un mismo billete...
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