No
recuerdo cuándo encontré a Judith Miller por primera vez. Pero conforme
a lo que Freud señala respecto del principio de realidad, sí recuerdo
cuándo la volví a encontrar. Fue hace unos veinticinco años, mientras yo
deambulaba por la rue D’Assas haciendo tiempo para volver a mi sesión
de análisis. Una mujer muy esbelta, con un cigarrillo entre los labios y
los ojos entrecerrados para evitar el humo, caminaba llevando un montón
de bolsas del supermercado en cada mano. La imagen llamó mi atención
por el contraste entre el aspecto delicado de aquella figura, y el peso
que era capaz de llevar consigo.
Al cabo de unos instantes la reconocí, y
fui de inmediato a su encuentro, rogándole que me permitiese ayudarla.
Al principio se negó, muy sonriente, pero muy firme en su decisión de
ser ella misma quien transportase todo aquello. Finalmente, y ante mi
insistencia, aceptó que yo llevase algunas bolsas y la acompañase hasta
su casa, puesto que al fin de cuentas íbamos al mismo lugar. Ese
encuentro me resultó muy conmovedor, y lo evoco ahora con la misma
ternura que experimenté en aquella ocasión. La hija de Lacan, la
brillante intelectual, la presidenta de la Fundación del Campo
Freudiano, podía asumir toda clase de funciones con la misma
determinación, incluso cargar con la compra para su casa. Ese cuerpo en
apariencia frágil, estaba en verdad animado por una inmensa fuerza. Debo
añadir que las bolsas pesaban lo suyo…
Le tengo un especial afecto a este recuerdo, porque siento una gran
admiración hacia las personas importantes que son capaces de cargar con
el peso de una inmensa responsabilidad, pero que no se han alejado de
las cosas simples de la vida, las que también requieren una atención y
un cuidado.
La historia de las bolsas del supermercado tuvo su continuidad, puesto
que muy pronto supe que del mismo modo que Judith cargaba con ellas,
estaba siempre alerta para saber quién viajaba, y a dónde, y
encomendarnos así el transporte de libros y revistas en nuestras
maletas. Ella era una auténtica sherpa, a la que veíamos en las
jornadas y congresos llevando pesados paquetes con libros, y que no
perdía la oportunidad de “pescar” a quien pudiese servir de correo
espontáneo. Debo confesar que, al principio, esa práctica me resultaba
un poco extraña, incluso incómoda. “¿Acaso el Campo Freudiano ⎯me
preguntaba a mí mismo⎯ no dispone de un presupuesto para enviar libros y
revistas mediante una empresa de transportes?”. Más tarde comprendí que
no se trataba de ahorrar dinero, sino de poner a prueba lo que cada uno
de nosotros estaba dispuesto a cargar, el peso de la causa analítica
que admitíamos en tanto miembros de la comunidad de Freud y Lacan.
Judith llevó ese peso durante toda su vida. No lo hizo sola, desde
luego. Pero ese cuerpo, que nos parecía leve como una pluma, era el
primero en comprometer su fuerza, la fuerza de su presencia en todas
partes. Nos conocía a todos, uno por uno. Recordaba nuestros nombres y
apellidos, la ciudad de donde proveníamos, lo que habíamos publicado, y
su memoria me resultaba asombrosa. A veces era ella quien me abría la
puerta de su casa, cuando yo tocaba el timbre para acudir a mi sesión.
Su sonrisa no faltaba nunca, y tras el saludo solía venir la conocida
pregunta: “Gustavo, ¿le importaría llevar este paquete a Madrid?”. Un
paquete con libros, o folletos para el próximo evento, o pósters. Los
llevé a Madrid, y también a Buenos Aires. Si ella lo hacía, yo no podía
ser menos. Después de todo, me ofrecí a ayudarla con las bolsas sin que
me lo pidiese. A partir de entonces, hube de querer lo que había
deseado.
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