En
el Seminario “La ética del psicoanálisis”, Lacan reformula la pulsión de muerte
a partir de la ley moral que conlleva el rechazo de cualquier pathos, y
que en tanto absoluto puede llevar al sujeto a la muerte.
La tragedia siempre enseña algo sobre el goce, elevando el argumento a paradigma. Elige lo universal de lo más singular del personaje, haciendo resonar en nosotros aquello que hay de común con lo acaecido. La tragedia terrorista en París presentó la particularidad de que muchos de sus protagonistas estuvieron dispuestos a sacrificar su vida por algo más valioso. No estaban, como los seres humanos comunes, en un “primum vivere”: entre el ideal o la vida, no dudaron. Los terroristas estaban determinados a morir para vengar a Mahoma, y asegurarse así un goce para la eternidad; Charlie por la libertad de expresión, la suya.
La tragedia siempre enseña algo sobre el goce, elevando el argumento a paradigma. Elige lo universal de lo más singular del personaje, haciendo resonar en nosotros aquello que hay de común con lo acaecido. La tragedia terrorista en París presentó la particularidad de que muchos de sus protagonistas estuvieron dispuestos a sacrificar su vida por algo más valioso. No estaban, como los seres humanos comunes, en un “primum vivere”: entre el ideal o la vida, no dudaron. Los terroristas estaban determinados a morir para vengar a Mahoma, y asegurarse así un goce para la eternidad; Charlie por la libertad de expresión, la suya.
Desde el psicoanálisis sabemos que todo lo que está anudado a lo absoluto lleva a la muerte. La estructura de fondo es la misma. Un “Kant con sade” versión siglo XXI. La libertad de expresión encierra una paradoja: si se convierte en un absoluto, se trata de un imperativo. “Puedes decirlo todo”, es más: “Debes decirlo todo, de cualquier modo, sean cuales sean las consecuencias”. La libertad de expresión tiene que poder soportar la expresión de la negación de su libertad. ¿Pero hasta qué punto? ¿Y quién puede fijarlo? ¿Deberían operar la ética de las consecuencias para cada uno? La paradoja es que no podemos fijar los límites sin que está libertad desaparezca. En Francia la libertad de expresión es un bien tan sagrado que cuesta prohibir los espectáculos antisemitas de un Dieudonné, que incitan al odio del goce del Otro. Obviamente Charlie no merecía la muerte. En este punto convergen todas las civilizaciones. ¿Pero cuál era la expresión cuya libertad Charlie consideraba tan amenazada?
Max Weber distinguió la ética de la responsabilidad, que tiene en cuenta las consecuencias de un acto, de la ética de la convicción, la que sólo se ocupa de las intenciones. Adelantándose a Lacan, dio el ejemplo kantiano de decir siempre la verdad, sin tener en cuenta las consecuencias, es decir, sin condiciones. Borrar las condiciones transforma esta ética en un absoluto. En psicoanálisis sabemos que goce y absoluto van de la mano. Actuar conforme a la ética de la convicción podría plasmarse en la afirmación: «El cristiano hace su deber y por lo que concierne al resultado de su acción, es asunto de Dios». En cambio, la enunciación de quien actúa según la ética de la responsabilidad sería: «Tenemos que responder de las consecuencias previsibles de nuestros actos». Es la ética de Aristóteles. Ahí Max Weber subraya algo que no carece de interés: Cuando las consecuencias de un acto hecho por pura convicción son desastrosas, el seguidor de esta ética no imputa la responsabilidad al agente, sino al mundo, a la tontería de los hombres o incluso a la voluntad de Dios que creó a los hombres así -es decir, a un Otro consistente-. Al contrario, el partidario de la ética de la responsabilidad tendrá en cuenta precisamente los fallos del hombre -es decir, tendrá en cuenta la barra sobre el Otro, en el sentido de su inconsistencia, y esta inconsistencia del Otro asumida por un sujeto es lo que le permite responsabilizarse.
En esta tragedia que se inició con la matanza en Charlie Hebdo cada civilización encontró a su héroe. Lacan nos recuerda que el héroe es aquel que sobre la escena no es más que la figura de desecho con que se clausura toda tragedia digna de este nombre. Pensemos en Lassana Bathily. Este maliense de 24 años y de confesión musulmana trabajaba como empleado en el colmado judío asaltado por un terrorista. Bathily eligió arriesgar su vida escondiendo a varios clientes judíos. Después de intentar convencerles en vano de que se evadieran con él, se fugó. Ya fuera del local ayudó a la policía para que en su asalto, no se produjeran más víctima. “Todos somos hermanos. No es una cuestión de judíos, cristianos o musulmanes. Estamos todos en el mismo barco, y nos tenemos que ayudar para salir de la crisis”, afirmaba Bathily cuando alguien se sorprendía de su comportamiento. La crisis fue su forma de nombrar este real con el que se topó de modo contingente. No dejarse acobardar por el peligro, es lo que le permitió salvar a algunos y a sí mismo. Sí, señor Bathily, todos somos hermanos, descendientes de un Otro que no existe. Y precisamente porque nos creemos hermanos, de vez en cuando, nos matamos los unos a los otros. El problema son los tiros de una Kalachnicov sobre la barca que nos permite mantenernos a flote sobre lo real.
Nenhum comentário:
Postar um comentário