El sonido que al correr hacen las piedrecitas disparadas en todas direcciones de los caminos de tierra que conducen a un nuevo curso escolar; 15, 20 minutos de pie, expectante, deseoso, más que contento rebosante de ilusión, con la inquietud de quien después de las vacaciones de verano va a reencontrarse con él, su mejor amigo, su amado, su único otro en el mundo… y de golpe el silencio, la nada. Silencio, silencio, silencio. Y así, un día de sol, se abre para siempre el agujero.
Lo
experimentado por Alan Turing en la adolescencia, probablemente fue demasiado
verdadero e intenso para huir. Su elección forzada lo condujo a aferrarse a los
criptogramas que en las aburridas clases de matemáticas, eran el lenguaje
secreto del amor y que insuflaron vida a su existencia. Entonces se agarró
fuertemente al código que compartía con su compañero arrebatado por la muerte,
y de este modo forjó su solución, su sinthome,
creó una manera de habitar su vida.
Por
eso años después se dirigió a buscar trabajo en los servicios secretos para
descifrar Enigma, la máquina infernal de la guerra que transmitía cifrados
todos los mensajes nazis de los próximos ataques, diseñando de este modo la
geografía del horror. La sofisticación de su encriptado hacía prácticamente
imposible la misión. Enigma me sugirió la metáfora del parlêtre, del hombre parasitado por el
lenguaje, atrapado y hecho con el cifrado imposible de la maquinaria
lenguajera. Enigma muestra lo Real mismo de la lengua, una suerte de “imagen”
de lo que Lacan llamaba la lalengua,
de cuyo desciframiento surgía el sentido. Alan Turing se movía como pez en el
agua en lo real del lenguaje. Las matemáticas le dieron el soporte para
inventar una máquina, Christopher, que desentrañaría los mensajes encriptados
de la guerra. La máquina devino su partenaire.
La
clave que da acceso al desciframiento de Enigma, parte de una fulgurante
intuición sobre el modo de encriptar un mensaje. Una noche, en un pub, una amiga
de Joan Clarke explica la atracción que siente por un hombre con el que
cotidianamente intercambia mensajes cifrados. No se conocen, pero ella asegura
saber que tiene novia. Turing le pregunta cómo lo sabe, y ésta responde que es
fácil darse cuenta: todos sus mensajes en clave empiezan con las iniciales de
un nombre femenino.
Esa
pista fundamental le da la idea de que, a pesar de que las combinaciones que se
pueden hacer para encriptar son prácticamente infinitas, en tanto es el ser
humano quien las cifra, la repetición reduce considerablemente las
probabilidades, si suponemos, por ejemplo, que en todos los mensajes está el
saludo Heil Hitler. Añadiendo ese dato y reconfigurando el cálculo, la máquina
llega a tener el tiempo para hallar la fórmula que descifra los mensajes. Este
fascinante detalle muestra el punto de cruce entre el lenguaje y el cuerpo
hablante, y nos da una imagen hermosa del inconsciente: aunque en éste quepa el
infinito, las condiciones de goce, de repetición, determinan una cierta norma,
un patrón, una estructura de ciframiento, que es el modo en cómo cada cual hace
uso del aparato del lenguaje para darle formas a su libido. El sentido es
siempre sexual.
En
la historia que cuenta esta película tenemos un precioso ejemplo del concepto de
sublimación en psicoanálisis. Las máquinas de Alan Turing responden a su eterna
búsqueda por esclarecer si la inteligencia artificial puede pensar, poniendo en
escena un deseo incombustible enfrentado a Das
Ding, al agujero. Su deseo es lo que anima esos aparatos, es su elección
forzada, y esa aventura individual de un solo hombre enfrentado a la Cosa ponen en el mundo una creación
que cambiará para siempre la vida de todos los seres humanos. La solución de un
hombre, su sinthome, transforma la
realidad del mundo entero. Esas máquinas diseñadas por Turing son el
antecedente de la aparición de los ordenadores. Christopher, Frankenstein,
operaciones humanas para arrancarle a la muerte su silencio creando un Otro
inmortal encarnado en la máquina, sueño romántico de la ciencia. La máquina
deviene humana.
El
deseo nunca es puro, siempre se paga. Por eso la pregunta que él hace: “juzgue usted mismo ¿soy un héroe o un
asesino?” muestra la verdad del deseo. En el uso que hacemos los seres
humanos del progreso está contenida la cuestión ética.
Esta
sencilla y por lo mismo valiosa película, que es una ficción basada en hechos
reales, a mi modo de ver, tiene el arte de mostrar, a través de una historia
sobre los archivos desclasificados de los servicios secretos, la singularidad
de un hombre. En su relato -que no es precisamente el de un hombre feliz- están
incluidas tanto las marcas imborrables de un deseo incombustible como las del
rechazo social a la otredad en forma de homofobia. Esta historia muestra la
profunda soledad de este hombre que pudo, gracias a su posición ética, bordear
el agujero abierto en su adolescencia, pero que sin embargo, sucumbió a los
prejuicios morales asesinos de nuestra condición humana.
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