¿En quién confiar?* La pregunta está bien
planteada: en quién y no en qué. La dimensión de la confianza
supone siempre, en algún lugar, un sujeto del deseo, un sujeto de la decisión
que puede responder o no, que puede engañar o no. La confianza, como el amor,
hace existir al lugar del Otro del que se espera una reciprocidad.
Y, sin
embargo, cuando alguien quiere asegurar esa confianza, garantizarla ante el
público, prefiere hacerlo refiriéndola a un lugar del Otro que no haga signo de
sujeto alguno, preferentemente a un objeto despersonalizado. En Octubre de
2014, cuando el presidente Obama salió ante las cámaras para tranquilizar al
mundo en plena crisis de contagio del virus del ébola, enfatizó su mensaje recurriendo
a la evidencia científica de los datos empíricos, más que a los sujetos que los producían
y los manejaban: “Esto es la ciencia, estos son los hechos (…) Debemos ser guiados
por la ciencia, debemos ser guiados por los hechos, no por el miedo”[1].
La ciencia moderna, como lugar del Otro
que no engaña, viene en efecto al lugar del Dios de Descartes, lugar del que de
hecho esa misma ciencia es deudora.
Recientemente,
en ocasión del dramático siniestro del vuelo de Germanwings estrellado en los Alpes, el comentario se ha hecho
escuchar en distintos ámbitos: mejor confiar en las máquinas, en los programas,
que no en las personas, mucho más complicadas e imprevisibles. Pero el
argumento introduce una primera paradoja: no hay objeto en el cual confiar sin
la suposición de alguien, un sujeto, que ha producido ese objeto y en el que
reposa la confianza de su uso. De hecho,
fue activando el piloto automático con unos parámetros determinados como el
avión de Germanwings fue a
estrellarse de manera precisa en el lugar especialmente pensado por el sujeto.
La dimensión
del sujeto de la confianza resulta así irreductible, aunque muchas veces sea preciso
obviarlo, incluso forcluirlo, para garantizar esa confianza. Esta es, en
efecto, la paradoja en la que reposa la ciencia desde su nacimiento y que en
nuestros días se ve llevada hasta sus últimas consecuencias.
El
Dios que no engaña
Recordemos
la temprana observación de Jacques Lacan en su Seminario III al abordar el
elemento no engañoso en el discurso como un punto de referencia fundamental,
“incluso para lo que llamamos objetividad, el mundo objetivado de la ciencia”[2]. Se trata de aislar aquello que no puede
engañar y que la ciencia ha situado en la reproducibilidad de un experimento,
más allá de su comunicación por la palabra. Si un experimento no puede
reproducirse no es fiable, no puede validarse de ninguna forma. De ahí, en
efecto, que el psicoanálisis no pueda nunca ser considerado una ciencia de
manera plena: ¿cómo reproducir el efecto de una interpretación, de un sueño, de
un acto fallido, de una formación del inconsciente?
El elemento
no engañoso y su posición en el discurso no ha sido sin embargo siempre el
mismo. Para Aristóteles y el pensamiento anterior a la ciencia moderna, este
elemento no se encontraba en la repetición de la experiencia sino en la
repetición de la posición de los objetos supralunares en el firmamento. “Las
cosas en tanto vuelven siempre al mismo lugar, a saber, las esferas celestes”[3]
eran aquello que aseguraba la no-mentira del Otro en tanto real.
Es muy
distinto encontrar lo que no engaña en la esencia divina de lo que vuelve
siempre al mismo lugar que encontrarlo en la reproducibilidad de una
experiencia. Con el advenimiento de la ciencia, las voces de las esferas
celestes fueron silenciadas por las letras de la fórmula que rige la ley de
gravitación universal y ésta debe verificarse en la repetición de la
experiencia, haciéndola así falsable según el conocido criterio de cientificidad
de Popper.
La
observación de Lacan apunta sin embargo a aquello que está presente en el
pensamiento científico a partir de Descartes en la creencia irreductible en un
Dios que no puede engañarnos. Es un Dios que también está presente en Einstein
—Dios es astuto pero honesto, no juega a los dados— y también, de hecho, en muchos
presupuestos de la ciencia actual, lo sepa o no. Erwin Schrödinger lo llamó “la hipótesis p”
en un artículo al que hemos dedicado una atenta lectura en otro lugar.[4]
“¿Hay
un piloto en el avión de la ciencia?”
Desde esta
perspectiva, podemos captar hoy un nuevo fenómeno, que podría parecer
sorprendente y que no puede explicarse simplemente por los casos de impostura,
cada vez más frecuentes por otra parte, propios de toda empresa
económico-científica: es el aumento progresivo de la desconfianza en la propia
ciencia después de un tiempo en el que ha ocupado el lugar de sujeto supuesto
saber que tenía la religión.
Entre otros
muchos, alguien como Laurent Ségalat[5],
genetista y exdirector de investigación en el CNRS, ha puesto sobre la mesa el
cuestionamiento actual de esta credibilidad. El primer párrafo de su ensayo
publicado en 2009, La science à bout de
soufle, se nos aparece hoy extrañamente actual, y ello por partida doble: “¿Hacia dónde va la ciencia?, se
preguntaba ya Max Planck hace tres cuartos de siglo en un célebre libro
consagrado al funcionamiento de la investigación. Esta pregunta es hoy de una
ardiente actualidad. ¿Hay un piloto en el avión de la ciencia? No. ¿Corre el
riesgo el avión de la ciencia de estrellarse? El riesgo es real. Es la tesis de
este ensayo.”[6]
El argumento
cientificista que Laurent Ségalat critica en su ensayo, sigue de manera
siniestra la misma paradoja que ha permitido estrellar estos días un avión real
en los Alpes: redoblar las medidas de control y seguridad, de evaluación
objetiva para controlar el factor humano termina por encerrarlo cada vez más en
el interior del propio sistema que se trataba de salvaguardar. Es la paradoja
del sujeto de una ciencia sin sujeto.
Y de ahí la
serie de paradojas que se derivan de ésta:
— La
investigación como una actividad de producción en un contexto de industria
masiva tiene como principio la competición entre equipos, y como método la
evaluación entre pares. Así, la evaluación en sus múltiples formas absorbe hoy
más de la mitad del tiempo de un investigador.
— Para
obtener apoyos y subvenciones, hay que hacer explícito aquello que se va a
encontrar en la investigación, excluyendo así buen número de posibles malas
sorpresas. Pero la ciencia ha funcionado precisamente por estas “malas
sorpresas”, algunas de las cuales han hecho posible nuevos descubrimientos.
— Dicho en
términos popperianos: el famoso principio de falsabilidad puede ir en contra finalmente
del encuentro sorpresivo de lo real. La ciencia no funciona en realidad por el
principio de falsabilidad, principio por otra parte que casi nadie sigue
actualmente. La ciencia funciona por rupturas epistemológicas —hay que releer siempre
al respecto a G. Bachelard, a A. Koyré—, no por la falsabilidad de experiencias
locales. Este último principio, como tampoco el anterior, no es a su vez
falsable sino simplemente dejado de lado por un cambio de paradigma que
subvierta al anterior. La reintroducción del sujeto en el campo y en la experiencia
de la ciencia pudo ser en un momento, para Jacques Lacan, una subversión de este
orden.
— El
verdadero principio de cientificidad, aquello que funciona hoy como el Otro de
la verdad a falta de un falsacionismo pragmático, es el consenso de la propia
comunidad científica que funciona entonces de hecho como Otro de la garantía.
Los Comités de Ética han sido en algunos casos un recurso para hacer más
verosímil este lugar del Otro de la garantía. El Premio Nobel de Medicina en
2013, Randy Schekman, ha hecho algo más que llamar la atención sobre los
impasses que esta función del consenso ha introducido en las revistas
científicas y en la investigación en general. Pone de hecho en cuestión el
propio sistema de validación en el que se apoya este consenso[7].
— Si bien
hay un diagnóstico compartido al respecto por una parte importante de la
comunidad científica —la ciencia va mal—, se mantiene la misma creencia que la
comunidad financiera ha aplicado erróneamente al mismo sistema por el que pretendía
velar: la creencia que este sistema se estabilizaría y se curaría por sí mismo
de sus males. En este punto como en otros, la ciencia no sabe que cree cuando
cree saber, para retomar la sabia expresión de Alain Besançon[8]
a propósito de Lenin.
— No hay pues
ciencia sin creencia. Pero es por no poder localizarla en su sistema que la
propia ciencia está también entrando en una crisis de credibilidad apuntada hoy
desde diversos flancos.
En palabras
de Laurent Ségalat: “La credibilidad interna, es decir la confianza de los
investigadores en los resultados de los otros investigadores, disminuye día por
día, y seguirá disminuyendo lógicamente si las reglas siguen siendo las que
son. En cuanto a la credibilidad externa de la ciencia, está todavía intacta.
La ciencia sigue dando, a pesar de algunas disonancias, una imagen
tranquilizadora de continuidad. Surfea todavía sobre su antiguo aura. ¿Por
cuánto tiempo? Nadie puede decirlo, dado que la percepción de la ciencia por el
público es irracional.”[9]
Entonces, en
efecto, ¿en quién confiar cuando la tecnociencia de nuestro días ha dejado de
lado definitivamente la singularidad del ser que habla para someterlo al
principio general de una ley cibernética? Uno de los miembros más significados
del Comité Consultivo Nacional de Ética en Francia (CCNE), el biólogo Henri
Atlan, plantea el problema en un reciente libro, Croyances[10].
Buscando una alternativa entre el cientificismo dominante y el relativismo postmoderno,
Henri Atlan apuesta finalmente, “en esta andadura de prudencia pragmática, en
el caso por caso, sin regla universal”[11],
por un “relativismo moderado”, o incluso un “relativismo relativo” en el que
tengan cabida “pluralidades de creencias”. Sería, en efecto, un mundo posible
donde la creencia en el inconsciente tendría también cabida, y seguramente para
demostrar el valor siempre relativo de esa creencia, incluida la propia
creencia en el inconsciente.
Pero si la
experiencia analítica enseña algo, es la existencia de un factor nada relativo
en el ser que habla. Ese factor es el goce, aquel hermanito de la verdad[12]
que llega a tener un valor de significación absoluta cuando queda fijado en el
fantasma de cada uno. En este punto, toda verdad se convierte en sospechosa,
hasta engañosa, en relación al goce que habita en el ser por el hecho de
hablar.
Cuando se
trata del goce, en efecto, ¿de quién fiarse? De la inconsistencia del Otro,
allí donde éste ya no existe como Otro sujeto, allí donde su verdad coincide
necesariamente con su valor de goce. Pero, cuidado, también allí podrás fiarte
sólo de tu inconsciente[13]…
si sigues siendo un analizante que ha sabido encontrar su biendecir, ese que,
al decir de Jacques Lacan, no dice dónde está el Bien.
Allí, no hay
duda que no lleve a una certeza imborrable.
* Texto original del artículo publicado en francés en la revista de la ECF, "La Cause du Désir" nº 90, dedicado al tema À qui se fier?
Notas:
[1] That’s the science, those are the facts (…) We have to be guided by
the science, we have to be guided by the facts, not fear. Barak Obama, 25/10/2013.
[2] Jacques
Lacan, Seminario 3, Las psicosis,
Paidos, Buenos Aires 1981, p. 95.
[3] Ibidem,
p. 97.
[4] Schrödinger E. (1935), “Algunas observaciones
sobre las bases del conocimiento científico” en La nueva mecánica ondulatoria y otros escritos, Madrid: Biblioteca
Nueva, 2001.
[5] Laurent
Ségalat es alguien que, más allá de su culpabilidad real, se ha encontrado con
la inconsistencia del Otro de la ley jurídica al recibir dos sentencias
contrarias sobre el mismo proceso que se instruyó contra él acusado del
asesinato de su suegra. El asunto “Ségalat” sigue hoy dando vueltas tanto en
los medios de comunicación como en los medios jurídicos como un ejemplo
especialmente espinoso de la pregunta: ¿de quién fiarse? No es pues por nada
que hemos escogido precisamente su argumentación, tan sólida como instructiva
cuando se trata de abordar la no existencia del Otro de la garantía en la
ciencia.
[6] Laurent
Ségalat, La science à bout de souffle,
Editions du Seuil, Paris 2009, p. 7.
[7] Randy Schekman, “How journals like Nature, Cell and Science are
damaging science”, in The Guardian,
9/12/2013.
[8] Alain
Besançon, Los orígenes intelectuales del
leninismo, Ediciones Rialp, Madrid 1980, p. 23: “Lenin no sabe que cree.
Cree que sabe”.
[9] Laurent
Ségalat, opus cit., p. 106.
[10] Henri
Atlan, Croyances, Éditions Autrement,
Paris 2014.
[11] Henri Atlan, opus cit., p. 336.
[12] Para retomar la expresión de
Jacques Lacan en su Seminario XVII,
“El reverso del psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires 1992, p. 63.
From: http://miquelbassols.blogspot.com.es/
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