Ya
han tenido la ocasión de tratar varios aspectos de la dialéctica
cura/transferencia. Me permito pues la pregunta radical*: «¿El psicoanálisis se
cura de la transferencia?». Yo oponía –en el pequeño argumento de anuncio de
esta conferencia– dos concepciones sobre el destino de la transferencia en el
curso de un análisis. Hay una versión del final del psicoanálisis según la cual
la transferencia es finalmente reducida a cero. La enseñanza de Lacan se opone
a esto. Al final de la experiencia, la transferencia al psicoanálisis subsiste,
y sin embargo ha cambiado radicalmente. Es lo que Lacan pudo llaman un «amor
más digno». Pasa por una nueva lectura del amor que se dirige al «padre».
Para
Lacan, la salida del psicoanálisis no es un retorno a un estado anterior, sino
más bien una especie de sublimación de la transferencia, un pasaje del trabajo
de la transferencia a la transferencia de trabajo. La Durcharbeitung(1)
de la transferencia en la experiencia desemboca en una transferencia de trabajo
con el psicoanálisis como tal, sin el soporte del psicoanalista.
El
movimiento psicoanalítico, después de Freud, constató el callejón sin salida de
la transferencia en la roca de la castración. Vaciló entonces entre varias
versiones del destino de la transferencia que, cada vez, comprometían
fundamentalmente la concepción misma de la formación del psicoanalista y de su
inserción en el discurso psicoanalítico.
Ya
que estamos hablando bajo la sombra augusta del Pozo de Moisés y del
Calvario(2), está en juego el ateísmo propio del psicoanálisis. ¿Cuál es la
suerte, una vez atravesado el recorrido analítico, de esta creencia propia y
primera al padre que está en el fundamento de la antropología freudiana, de la
religión y del lazo social en su conjunto? Freud vio aparecer el fenómeno de la
transferencia en cuanto renunció a la sugestión. En las diferentes prácticas
terapéuticas, desde las civilizaciones sin escritura hasta las nuestras, la
sugestión siempre fue utilizada como medio terapéutico. En el siglo XIX, tomó
la forma de la sugestión hipnótica, puesta en primer plano como consecuencia
del movimiento romántico, de lo que era el reverso de las Luces, la Cubeta de
Mesmer, los números de magia de Casanova y todos los aspectos ocultos que
acompañaban a las Luces como su sombra. El romanticismo empujó esto a la escena
y fuimos encantados con la hipnosis. Desde entonces, siempre prosiguió con más
fuerza, al costado del psicoanálisis. En nuestros días, reflorece en los
atavíos cientificistas de lo cognitivo-comportamental que le ha vuelto a dar
vigor al uso sugestivo de la promesa de eficacia: «no podemos darnos más el
lujo de la libertad, las deudas soberanas de cada estado son tales que es
necesaria la eficacia. Así que basta de divagar con la sugestión, ¡aquí tienen
lo que deben hacer!». Así podríamos descifrar el mensaje del amo moderno que
agita en su mano una lista de mandamientos.
Con
Freud, fundamento de la transferencia
El
gesto inaugural de Freud consistió en soltar amarras con el fin de no dejarse
conducir por esta sugestión. ¿Qué vio aparecer? Pasiones. Pasiones que –con un
enamoramiento particular y la aversión que va con él– tocan al operador, es
decir, a aquel que se pone en el lugar de ser la dirección del sufrimiento y de
la demanda que lo acompaña. Freud constató que ese lazo, que permite la
operación, deviene él mismo un obstáculo. Esos sentimientos –ese amor, ese
odio– vienen a hacer obstáculo en la relación del analizante con el saber que revela
el inconsciente. En el momento en que Freud renuncia a la sugestión, escribe, a
consecuencia del deceso de su padre, su autoanálisis –un autoanálisis de a dos.
Dirige sus cartas, resultado de este análisis, a su amigo Wilheim Fliess quien,
por su posición respecto al saber, daba a Freud la idea de que sabía todo. Eso
le sirvió mucho a Freud que se atrevió así a contarle lo que le pasaba por la
cabeza. Al final de este movimiento de autoanálisis de a dos, Freud destacó que
la transferencia –ese movimiento que se produce y se transfiere sobre el
psicoanalista– repite lo que había sucedido con el padre que concernía a la
relación con la madre. Así como la transferencia es a la vez medio y obstáculo,
el lazo al padre es amor y odio, porque el padre prohíbe el goce que haría
falta, el del incesto. Es quien debe ser matado. Freud mantendrá esta extraña
elucubración hasta el final, precisamente en su Moisés donde, como lo nota
Lacan, el judío Freud lleva a Moisés y a su asesinato del lado de un precursor
de Jesucristo.
Allí
hacía falta la lógica. En efecto, hay un camino lógico en la cura que liga el
descubrimiento de la repetición por parte del sujeto a sus sentimientos hacia
su padre, luego su generalización antropológica: primero con Tótem y Tabú
y finalmente con Moisés y el monoteísmo. Son textos heterogéneos,
heteróclitos, que testimonian revisiones del pensamiento de Freud con respecto
al fundamento de la transferencia y de su destino.
Tótem
y Tabú, ficción darwiniana, tiene
también acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano permite liberarse
de la angustia al precio de renunciar a repetir el asesinato del padre. El
primer tiempo de la ficción freudiana es hacer del asesinato original el
momento del contrato. El primer contrato se hace pues sobre un asesinato. En
toda fundación humana, hay un asesinato oculto. Georges Bataille retomó esta
ficción modificándola para conmover la época que imaginaba. Proponía construir
una sociedad humana tal que el asesinato sea a cielo abierto, fundador como tal,
y que sea el de una mujer.
En
un segundo tiempo, para Freud, después del asesinato, se produce la horda, o la
masa. El lazo orgánico de la ley y del crimen no permite a Freud pensar que el
discurso del amo, el carisma del líder, pueda fundar una fuente apaciguada de
la autoridad –el asesinato originario parece poder reabsorberse en las reglas
de la civilización. La pulsión de muerte freudiana es concebida como un estado
de naturaleza que amenaza sin cesar. En el seno mismo del contrato se encuentra
el terror fundador que hacía reinar al padre de la horda en su estado original.
«El conductor de la masa sigue siendo el temido padre primordial; la masa
quiere siempre ser gobernada por un poder irrestricto.»(3)
Reencontramos
este tema en las reflexiones contemporáneas que pretenden saber esto, debemos
sustituir a los tiranos que gozaron de manera irrestricta –magníficamente
encarnado por Kadhafi y los relatos de sus goces. La pregunta que se plantea es
con qué va a reemplazarlo la democracia, que vela un resto no representado en
el seno de la democracia misma que se emplea para reabsorber lo que pueda
excederla. La reflexión freudiana es siempre de una gran pertinencia para
captar cuál es el objeto requerido de pensamiento.
En
1921, después de haber reformulado la segunda tópica que da todo su lugar al
superyó, Freud retoma la cuestión de las masas y del padre. Hace del mecanismo
de la identificación el centro de la cuestión política y de la vida psíquica.
Es entonces el capitonado de los mecanismos identificatorios por parte del
líder lo que permite producir el nuevo lazo social a partir de las masas
desorganizadas, lo que Jean Paul Sartre llamaba «el grupo en fusión». Luego del
surgimiento de un líder, se produce un capitonado que permite una conversión hacia
las masas organizadas. Freud tenía por modelo los motines obreros que escandían
la vida política de su siglo y las reflexiones de los sociólogos franceses
contemporáneos a los motines. Las revoluciones francesas de 1830, 1848 y 1852,
fueron también acontecimientos constitutivos en los que hay que pensar.
Víctor
Hugo y Flaubert tomaron las cosas de otro modo. La sociología naciente de la
época –demora el hecho a su manera– designa mecanismos de motines, sin líder
reconocible, donde sin embargo la masa se comporta como Una. Es típicamente lo
que Sartre quiso repensar bajo el término de «grupo en fusión». Freud demuestra
cómo estos fenómenos salen a la luz, a partir de la organización de la
transferencia y del amor en las masas organizadas. No obstante, no conoció los
problemas del partido totalitario, de un lado, y las burocracias, del otro.
El
amor del padre y las tentativas de arreglárselas sin él
A
lo largo del siglo XX, tuvimos la experiencia de una corriente doble: el
refuerzo del amor del padre en las locuras organizadas –del tipo Stalin, el
pequeño padre de los pueblos– y, por el contrario, la tentativa de
arreglárselas sin él, por ejemplo con las experiencias del pedagogo Makarenko.
El
siglo también dio lugar a una experiencia del socialismo igualitario a nivel de
pequeñas comunidades que fueron más tarde trasladadas a la utopía socialista de
Israel, bajo la forma de kibutz. Luego, la reanudación de estas diversas
experiencias en los ‘60 y ‘70, en el corazón de las utopías americanas y europeas.
En
1970, Lacan escribía una especie de balance post-68, en Televisión,(4) e
incluso más nítidamente en su Nota sobre el niño.(5) Hace constar allí
que el resultado de estas utopías es un fracaso. Las tentativas del siglo XX
para arreglárselas sin el padre, si bien lo habían limitado, se topan con la
figura irreductible del lugar del padre y de la madre.
En
el siglo XXI, siempre existen experiencias comunitarias utópicas, pero en la
época de la humanidad globalizada, intentan desarrollar nuevas ficciones para
acoger formas posibles de lazos sexuados entre sujetos. El derecho, por
ejemplo, busca acoger todas las nuevas formas de familias, la ciencia se
esfuerza por redefinir el padre y su función reduciéndolo al real del esperma,
lo que permite una alianza con el mercado global. Esta alianza hace del padre
una especie de objeto de intercambio como cualquier otro.
Durante
largo tiempo, Francia intentó preservar un Nombre del Padre autónomo, por
ejemplo sosteniendo la necesidad del anonimato del donante de esperma con el
fin de constituir el Nombre del Padre sobre una pura ficción jurídica
desconectada del donante efectivo. Eso no prosperó –no era más que una maniobra
de retraso dado el avance de la ciencia genética. A partir del momento en el
que el dato genético pareció crucial, resultó una locura privar a alguien de su
saber genético.
En
los Estados Unidos, el protestantismo, por un lado, y la alianza de la ciencia
y el mercado por el otro, han limpiado esta ficción mucho más rápidamente. Allí
el esperma es ahora vendido en los supermercados en los que las damas hacen sus
compras y son los clubes feministas quienes evalúan las verificaciones de las
cuales éste fue objeto, la frescura del producto y el índice de éxito. También
es posible racionalizar la producción de niños de modo más eficaz que con
métodos artesanales.
Borramiento
del padre real
Más
allá de estas tentativas para desembarazarse del padre, más allá de las
tentativas comunitarias del siglo XX, sigue siendo difícil deshacerse del
sentimiento amoroso hacia el padre. La deconstrucción lacaniana del padre
freudiano procede de otro modo que por la evolución de las costumbres de la
civilización. Procede en forma lógica, primero por una repartición de este
padre tan compacto en tres dimensiones: real, simbólico e imaginario. Hacia el
final del Seminario La ética del psicoanálisis, Lacan comenta el mito
freudiano de Tótem y tabú que supone, en el origen, al padre totémico
agente de la castración. Cuando la amenaza de castración aparece, produce un
sujeto tomado en una nueva relación al padre que se vuelve imaginario. En ese
contexto, el padre no aparece más como universal. Se vuelve padre de ese niño,
ese niño insuficiente que soy yo. Cito a Lacan en La ética del psicoanálisis:
«ese padre real y mítico no se borra al declinar el Edipo tras […] el padre
imaginario, el padre que él, el chiquillo, le hizo tanto mal.»(6) Cuando Lacan
dice: «ese padre real y mítico», ¡es extraño! Se esperaría más bien el «padre
simbólico y mítico». «El padre real y mítico» es del mismo registro que la
formulación: «los dioses son de lo real»(7). Dios tiene un pie en lo simbólico,
pero siempre tiene el otro en lo real. Y Lacan se sirve de la distinción
promovida por Pascal entre, por un lado, el «Dios de los filósofos y de los
sabios» y, por el otro, el «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob».
El
Dios de los filósofos y de los sabios es un dios tranquilo que calcula todo,
arquitecto del universo, es el de los francmasones y el del Iluminismo del
siglo XVIII. Especie de Papá Noel que calcula serenamente y asegura el mejor de
los mundos, el optimismo, la fe en el porvenir, el jesuitismo, es decir, ¡la
idea de que la humanidad va en la buena dirección! Y, además, está el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, el que grita, exige y provoca catástrofes para
castigar al pueblo de Israel. Los Profetas –que vemos alrededor del Calvario
del Pozo de Moisés– parecen muy gentiles, muy sabios, muy viejos, con sus
grandes barbas. Pero gritaban todo el tiempo, recordaban sin cesar a la humanidad
su estado lamentable, el carácter insensato de las inequidades de gobierno, y
sacaban la conclusión de que el pueblo iba a la ruina. ¡Los profetas son
infernales! Recuerdan permanentemente que todo está mal hecho.
Cuando
Lacan nota que la lógica de Tótem y tabú es la de un borramiento del
padre real ante el padre imaginario, propone pasar de la exaltación del mito a
la expresión de algo que está mal hecho: «¿Acaso no es alrededor de la
experiencia de la privación que realiza el niño pequeño –no tanto porque es
pequeño sino porque es hombre–, no es acaso alrededor de lo que para él es
privación, que se fomenta y se forja el duelo del padre imaginario? –es decir,
de un padre que fuese verdaderamente alguien. El perpetuo reproche que nace
entonces, de manera más o menos definitiva y bien formada según los casos,
sigue siendo fundamental en la estructura del sujeto. Ese padre imaginario, es
él, y no el padre real, el fundamento de la imagen providencial de Dios.»(8)
Lacan
complejiza la ficción freudiana instalando un lazo que permite ir del complejo
de Edipo a Moisés y el monoteísmo, pasando por Tótem y tabú y el padre de la
horda. A partir de allí, subsisten juntos el padre simbólico –Nombre del Padre
y padre del amor– y el padre imaginario –padre del odio y del reproche. El odio
es a la vez odio de sí, cada uno siempre más o menos fracasado, privado de ser,
y odio del padre por haberlo así devuelto a su miserable particularidad. El
sujeto pasará su vida intentando separarse de todo lo que odia de él. Es lo que
Lacan llamará kakon, objeto malo. Esta expulsión puede llegar hasta la
mutilación, en particular en la psicosis. Este elemento será la ocasión para
Lacan de una relectura del sacrificio de Abraham, el akedah tal como se
llama en la tradición cristiana y judía. Cuando Lacan lee el sacrificio de
Isaac, antes del momento de la alianza y del sacrificio, concibe al padre como
un padre-tótem. En la Biblia, en efecto, el padre es el carnero. Lacan se sirve
de modo sorprendente de un dicho del rabino Rachi. «El carnero es el esperma de
la descendencia de Abraham». Es primero él el nombre divino.
El
sacrificio mismo hace pasar del registro del nombre totémico universal a un
Nombre del Padre que viene a funcionar de modo particular. El tótem,
padre-carnero, es la identificación a la descendencia animal infinita, a la
reproducción de la vida, así como el sacrificio de Abraham supone un nombre que
no se sostiene sino de la eficacia de su decir. Opera a partir de la
particularidad de una relación por la intervención del Ángel. El Ángel es el
poder de la palabra misma que dice no al linaje totémico ideal. En el momento
en que Abraham, que obedece a la orden divina –cree él– sacrificando a Isaac
para inscribirse él mismo en la filiación del dios-tótem, un ángel particular
llega y le dice: «¡Detente!». Es la intervención de Dios en el mundo a través
de la palabra del Ángel. En ese sentido, dice Lacan, quien se encuentra
sacrificado no es el hijo sino el padre-tótem, quien no se sostenía de un decir
particular. La operación produce un resto, un trozo de carnero subsiste, su
cuerno se transforma en instrumento ritual del shofar, lo hacemos resonar para
Yom Kipur. Es el resto de la operación de sustitución.
La
descendencia de Abraham ya no tiene pues nada de animal, la ruptura con la
naturaleza está consumada. Esta descendencia está en adelante ligada a un acto
de palabra, la transmisión de la bendición que hace que el padre transmita a su
hijo la eficacia de un decir en su particularidad. Esta alianza necesita cortar
un trozo de cuerpo, arrancarle algo, mutilarlo. La circuncisión vendrá a
recubrir el objeto del odio de sí, objeto que hay que encarnar separándose de
él. La operación religiosa de la alianza misma vela el objeto fundamental, el
objeto malo, con el objeto de la castración como alianza, como rito.
Père-versions(10)
La
lectura que hace Lacan del akedah está en el corazón del «Seminario
inexistente», el que habría podido hacer sobre los Nombres del Padre y del cual
dio una primera lección antes de detenerse. Esta lección es central porque
Lacan atribuye a este sacrificio la función de una tensión máxima entre el
todo, lo universal de lo que será una filiación anterior a la palabra, y la
particularidad de lo que tiene lugar. En esta Introducción a los Nombres del
Padre –es bajo este título que Jacques-Alain Miller publicó esta lección– nota
que ese sacrificio del akedah es, por su dispositivo y su estructura,
una oposición a todo relleno de la tensión directa entre lo particular y lo
universal por la dialéctica hegeliana de la historia, esta dialéctica que tiene
por objetivo colmar esta falla mostrando cómo lo universal puede alcanzar a
particularizarse por la vía de la Aufhebung.
El
desarrollo de una situación por la producción de su contrario –la tesis, la antítesis,
luego la síntesis que ella misma redescompone el conjunto– permite finalmente a
toda particularidad reabsorberse en el saber absoluto. Lacan entonces rompe
claramente con las ataduras hegelianas que tenía desde su encuentro con Kojève.
Por el contrario, encuentra allí el movimiento anti-hegeliano de Walter
Benjamin y de los filósofos de tradición judía alemana entrados en desacuerdo
con la noción hegeliana de la Historia, su manifestación y su encarnación en el
marxismo contemporáneo que estaba en su horizonte.
El
despegarse del Todo nos permite considerar la particularidad de nuestra
existencia como tal. Lacan se sirve de este apoyo para repensar el universal
freudiano del padre a partir de la particularidad. Lo hará valiéndose de la
lógica, de la función tal como la había utilizado primero para pensar el falo.
En efecto, se había servido de la escritura y de la función f(x) para pensar
primero F(x). Respecto a las
definiciones esenciales, la función tiene la gran ventaja de reducir el Todo a
un cuantificador. La lógica no precisa de una definición para el conjunto. Eso
se revela crucial para la noción de función infinita. A partir del momento en
el que tenemos que vérnoslas con las funciones infinitas, no sabemos qué
ocurre. No hay medio alguno de tener «el conjunto» del dominio de la función.
Por consiguiente, solamente se pueden definir dominios de aplicación
particulares, no teniendo el conjunto esencia alguna.
Retomar
al padre a partir de una función lógica presenta la gran ventaja de no considerarlo
más del lado de su esencia, sino de examinar cómo cada padre hace fracasar su
universal, es decir, el modo en el que fracasa la interdicción mientras
autoriza un tipo de goce.
En
cuanto a Freud, lo pasaba por un montaje complejo, puesto que hacía sostener
juntos al padre que prohíbe el goce de la madre al mismo tiempo que a quien
humaniza al hijo diciéndole: «un día podrás, tú también, tener acceso a una
mujer. Hay una garantía, es que yo ya lo he hecho». Este montaje freudiano
supone una promesa, un porvenir, un «más tarde podrás», que hace a todas las
paradojas de la función fálica y supone un tiempo de latencia. La función no
necesita en cuanto a ella de una «esencia» del padre, sino solamente modelos,
valores uno por uno, versiones efectivas del padre. Es un primer modo de
entender este término de versión del padre: no más necesidad de un
universal, hay versiones del padre [père-versions]. Este desvío de la categoría
clínica de la perversión permite hacer confluir una versión del padre y la autorización
de un goce particular, el del pecado del padre.
Un
padre no tiene derecho al respeto…
Lacan
da luego un paso suplementario ofreciendo una versión del amor del padre que no
se refiere más a la prohibición universal del incesto –es decir, al padre como
agente de la prohibición– sino a la particularidad de la pareja formada con una
mujer objeto de su deseo. En «R.S.I.», en la lección del 21 de enero de 1975,
pronuncia esta frase: «Un padre no tiene derecho al respeto sino al amor, más
que si dicho amor, dicho respeto» –todo esto refuerza esta dimensión del decir–
«está père-versement orientado, es decir, hace de una mujer el objeto a
que causa su deseo. Pero lo que una mujer a-coge así no tiene nada que ver en
la cuestión. De lo que ella se ocupa, es de otros objetos a que son los
niños […]».(12)
El
quiasma que define la pareja no es más la metáfora paterna. En un Seminario
reciente, J.-A. Miller comenta justamente el Seminario. En el Seminario V, Las
formaciones del inconsciente, la metáfora paterna funciona a condición de
hacer de la madre un significante. Ahora bien, la madre en la enseñanza de
Lacan fue primero concebida un continente imaginario, el lugar de todas las
satisfacciones. J.-A. Miller mostró que, en ese Seminario, Lacan se sirve del
«fort-da» freudiano para esta transformación de la madre en significante.
Indica que es una estructura fundamental que transforma el juego de la bobina
en juego con la madre que desaparece y se ve transformada en significante. En
«R.S.I.», Lacan no la considera como significante sino como la que se ocupa de
sus objetos a, los niños. Contrariamente a la concepción del Nombre del
Padre que opera sobre el deseo de la madre, el padre, en «R.S.I.», no puede
operar sobre los niños sino ocupándose de una mujer. Más allá de su función de
padre, es preciso que haga de una mujer el objeto causa de su deseo. Esta
mujer, no se trata más de transformarla en significante sino en objeto a,
con el fin de que se inscriba de un cierto modo en su fantasma. Asimismo,
debemos considerar la relación de la madre con sus objetos a, M ◊ a.
Pasiones
madre/niño
Demos
su dimensión al escándalo de esta proposición de «R.S.I.». Es probable que el
hombre tenga un cierto número de pequeños a, de objetos causa de su
deseo. Si se lleva un poco más lejos esta reflexión, se obtiene la estructura
fetichista del amor masculino en el cual lo que causa su deseo se convierte en
lo que remplaza al falo materno. Así es como se forman los pequeños fetiches
que industrializan el sexo lado hombre, desde los fetiches particulares no
reproducibles hasta los reproducibles que inundan la industria de la moda, de
la costura, etc. Pero allí es un objeto particular que una mujer debe encarnar.
Entrecruzamiento pues de la perversión lado hombre y de la perversión materna.
Lacan pudo decir en otra parte: no hay perversión femenina propiamente dicha,
porque ellas tienen niños. En la «Nota sobre el niño»,(13) Lacan da una versión
más soft: para una mujer, su objeto a, «aparece en lo real», de
ahí las pasiones, dice, de la madre. Basta que el niño venga al mundo con una
privación fundamental –no solamente una privación de ser, como todo el mundo–
sino una privación como una enfermedad decisiva o una falla congénita, para que
la madre se ate a él de manera absoluta, encontrando así la justificación de su
existencia en este objeto real. Esta versión da cuenta de un cierto número de
fenómenos que observamos y que son difícilmente situables en una patología
particular. No es simple reducirlos a las categorías de neurosis, psicosis o
perversión. Estas relaciones pasionales y apasionadas que ligan a la madre y al
niño son difíciles de captar.
En
la fórmula de la metáfora paterna, la relación del niño se hace a la madre
mientras que, allí, se hace a la mujer. Eso introduce una pregunta: ¿tiene o no
el niño una relación directa con la posición femenina de su madre? A lo que es
preciso responder que sí, porque tenemos de eso pruebas clínicas en un conjunto
de fenómenos vinculados a las fijaciones precoces de la sexuación infantil.
Cuando los sujetos transexuales presentan una fijación captable al año y medio,
y se confirma a los dos años y medio para mantenerse luego toda la vida, eso
supone efectivamente una percepción por parte del niño como tal de la madre en
tanto que mujer, más allá de la cuestión fálica. No hay sino la posición
transexual para dar cuenta de ello. Están también los travestismos fijados
precozmente que resisten luego a todo desplazamiento. Otras fijaciones, en
cambio, tomadas en la dialéctica fálica, pueden mostrarse menos apremiantes
para el sujeto. Algunas son verdaderamente impuestas como tales. La clínica
vacila ahora en considerar estas fijaciones como patológicas porque, a menos
que haya una demanda subjetiva, no se puede hacer otra cosa que reconocerlas
como tales.
Desde
los años ’70, pasamos del reconocimiento del transexualismo como operación
simbólica a la consideración de las sexualidades minoritarias como un derecho.
Eso no quita que sea necesario continuar investigando la relación entre lo que
es del orden de la metáfora –que supone el valor fálico– y esta formulación a
partir de «R.S.I.», propia de la ultimísima enseñanza de Lacan. Es enteramente
en tanto que objeto a que se constituye el empalme, el quiasma, el nudo,
entre la posición de uno y otro.
El
camino que nos abre el pasaje de lo universal a la particularidad nos permite
captar mejor las variedades en la clínica del niño, pero también la función y
el desplazamiento del Nombre del Padre en lo que se llaman las «familias
ensambladas». Es más complicado aprehenderlo con el universal edípico que con
los instrumentos de la última enseñanza que permiten cernir mejor lo que está
en juego para la disposición subjetiva.
El
ateísmo psicoanalítico: Dios, una mujer
Esta
reformulación tiene grandes consecuencias desde el punto de vista de lo que
Lacan llama «el ateísmo psicoanalítico». En 1975, en Yale, tiene una
formulación asombrosa y difícil de interpretar: «El ateísmo es la enfermedad de
la creencia en Dios. Es la creencia de que Dios no interviene en el mundo. Dios
interviene todo el tiempo, por ejemplo bajo la forma de una mujer.»(14) Si no
ha sido trabajado por la cuestión del akedah, no comprendemos claramente
esta proposición. Lacan no da una versión angelical: no es un ángel que interviene
aquí, es una mujer. Los hombres tienden a creerse «hombre», debido a la
estructura fetichista del amor en ellos. Pueden así pensar que pertenecen a la
especie «hombre», teniendo la causa de su deseo en su bolsillo (por ejemplo
para los fetichistas del pie: si la dama lleva verdaderamente el zapato
Louboutin o Manolo Blahnick). Lacan propone pasarlo más bien por la
particularidad del otro: «Dios interviene todo el tiempo […] bajo la forma de
una mujer». Había que explicar previamente el pasaje de lo universal a lo
particular –por una palabra dada que permitía sacar a los hombres de su sueño
de pertenecer a la especie «hombre» –para tener acceso a una particularidad de
goce. Esto es el reverso del deseo de ser un hombre como todos los otros. Esa
es la creencia delirante sartreana, tan noble, en la especie humana. Lacan
considera que una mujer interviene en su singularidad para dar acceso a un
hombre a un goce particular. Por lo tanto, ¿por qué decir que se trata de la
intervención de Dios? Primero, porque está el akedah, es preciso que
Dios hable. Asimismo, debido a la idea de que los dioses dan acceso al goce.
En
la Antigüedad, cuando el gran Pan murió –en el momento de las grandes
constituciones de monarquías helenísticas donde se mezclaban poblaciones de
toda clase– la religión que mejor funcionó es la de Dionisio. Cuando el hombre
está ebrio, le viene esta idea de que en él se manifiesta un dios. Un goce en
él lo sobrepasa, otro que el goce fálico, una otra presencia. La religión de
Dionisio conquistó todo el perímetro de la cuenca mediterránea. Por todas
partes los mosaicos restantes son los que conciernen a Dionisio, y eso no
solamente en Pompeya, sino también en Túnez, en Turquía, en Israel y en Siria.
Dionisio sedujo a los hombres y a las mujeres por esta presencia de un dios que
da acceso a un goce. De allí que, cuando una mujer le da acceso a una
particularidad de este tipo, los hombres creen en eso: «Una mujer en la vida
del hombre es algo en lo que él cree. Cree que hay una, algunas veces dos o tres,
y está allí desde luego lo interesante. No puede creer solo en una. Cree en una
especie…»(15) «… pero allí nos cegamos. Ese “creerle” [la croire] sirve de
tapón al “creer en eso” [y croire] –lo que puede ser puesto en cuestión. Creer
que hay Una, Dios sabe a dónde los arrastra –eso los arrastra hasta creer que
hay La mujer, creencia que es falaz.»(16)
Lado
hombre efectivamente, tan pronto como encuentra una mujer en su particularidad,
se ponen a funcionar mecanismos centrífugos al deseo humano. Si hay allí una,
¿entonces tal vez dos? Todo el mundo puede equivocarse. Una vez, dos veces,
¿tal vez tres? La serie comienza en tres, el que comenzó a creer en tres, pasa
a cuatro, incluso a la búsqueda apasionada del donjuanismo, más o menos
compulsivo según el caso.
Vía
de salida y contingencia del amor
La
particularidad de la relación al amor como Lacan la define, tiene consecuencias
sobre la transferencia y su salida. La puesta en cuestión del universal del
padre freudiano introduce una ruptura con la lógica de los mitos freudianos o
del darwinismo. Durante el primer momento freudiano tal como Lacan lo aísla, el
padre imaginario está separado del padre universal, aunque la creencia se
mantenga. Esto podría decirse así: mi padre me hizo mal y veo a mi alrededor
que todo el mundo fue mal hecho, sin embargo sería posible que hubiera un padre
que pudiese hacerlo bien. En los fantasmas de la nueva humanidad –el nuevo
hombre del socialismo por ejemplo, Stalin, o Pol Pot– eso suponía matar
muchísimos «mal hechos», condición necesaria para pensar luego en una humanidad
regenerada. El nuevo Adán, figura del nuevo hombre, le cree al nuevo padre: el
pe- queño padre de los pueblos que lo dio a luz en el dolor.
Otra
creencia persiste, que concierne a La mujer. ¿Es posible renunciar a eso? Es lo
que interroga la última enseñanza de Lacan. Si el acceso a un goce pasa por el
hecho de que el hombre le cree a una mujer, eso reduce el operador creencia a
la experiencia de un modo de goce particular. ¿Es posible sin embargo separarse
de la creencia en la especie-hombre o en la especie- mujer? ¿Es posible para un
hombre gozar de una mujer sin contarse historias? ¿Y para una mujer? Ese es
todo el asunto. En el destino de la transferencia apoyada sobre la creencia en
el amor, concebida como universal al principio del análisis, luego siempre más
particularizada a medida de que éste avanza, se trata, al final de la
experiencia, de captar cómo el goce aislado en el fantasma puede condescender
al amor. El análisis no tiene una salida cínica: «¡he aquí mi goce! Lo conozco,
me lo meto en el bolsillo y salgo al mundo, denunciando todos los semblantes.»
¡No es así en lo absoluto! Es precisamente allí que la posición femenina puede
esclarecer la posición masculina y las condiciones de una salida. Permite
concebir un amor cuyo estilo no es fetichista sino erotómano. ¿Qué quiere decir
eso? Lacan comentó la tesis de Simone de Beauvoir, quien, tomando apoyo en
Sartre, proponía concebir a las mujeres como sin esencia, pero teniendo una
existencia. Privadas de esencia, no saben lo que son. Son pues los hombres
quienes, desde el comienzo de la historia, hablan de ellas, les ponen reglas a
cuestas, velos, trastos, cosas… resumiendo, intentan definirlas.
Simone de
Beauvoir consideraba en su utopía personal que la historia iba a reconciliar a
las mujeres consigo mismas dándoles la palabra. Ella misma era líder de una
generación que recuperaba la generación de los años veinte y los desarrollos
que se habían hecho en aquel momento. Las mujeres iban a tomar la palabra e
iban a definirse a sí mismas, poniendo fin a siglos de inexistencia de la
posición femenina a partir de la mujer agente de su discurso. Resumo aquí El
segundo sexo que, por otra parte, termina con una serie de posiciones
posibles: la enamorada, la mística, la sacrificada, tres posturas que Lacan
retomará dando su versión del amor, la mística, y de la posición del llamado
masoquismo femenino. Lacan sale así de la posición hegeliana a través de la
historia: cualquiera sea el efecto de la posición de las mujeres que se vuelvan
agentes de ellas mismas –tomando la palabra, asegurando la igualdad de
derechos, la igualdad de expresión, la de derechos de acceso a los elementos de
la civilización–, eso no quita el hecho de que Dios intervenga en la vida, no
por medio de la voz de los ángeles sino por la de las mujeres. Se trata allí de
un punto de estructura.
El
amor femenino, en su versión erotomaníaca, está centrado en un «no sé quién
soy, háblame de mí», que no designa la imposición por parte de la historia de
la inexistencia femenina sino lo que los hombres están encargados de remediar.
Es preciso que una palabra dé acceso al goce particular de una mujer que, como
dice Lacan, se vuelve Otra para ella misma por intermedio del hombre. En este
volverse Otra para ella misma coexiste el volverse en el sentido de una
inscripción en el lugar del Otro, y el goce femenino Otro, que no es del mismo
resorte que el goce fálico, porque esconde un carácter de éxtasis, no
localizado sobre el órgano.
La
vía de salida del análisis no es ni cínica ni fetichista, incluso para el
hombre, si nos apoyamos justamente en este punto en el que hombre y mujer
encuentran en sus diferentes posiciones la contingencia del amor, por un lado
por el lazo a la pulsión en el hombre y, por otro, por esta doble inscripción,
como Otro y como Otra para sí misma, del lado femenino.
La
transferencia vuelta a cero pudo concebirse durante un tiempo como la creencia
según la cual bastaba atravesar la pantalla de los ideales para ser liberado del
amor. Lo que permanece al final de un análisis y que debe ser acogido en su
particularidad –para lo cual sirve el pase– es el saber del sujeto que
concierne al partenaire que tiene posibilidad de responder. Del lado femenino,
es más evidente, pero del lado masculino, es una oportunidad que se abre y que
recubre la contingencia del amor de transferencia a la salida de la experiencia
psicoanalítica.
Traducido por Lorena Buchner.
*Conferencia dada por Éric Laurent el 26 de noviembre de 2011 en la antena
clínica de Dijon. Texto original publicado en el sitio web de la Universidad
Jacques Lacan el 13 de febrero de 2012:
http://www.lacan-universite.fr/la-psychanalyse-guerit-elle-du-transfert/
Notas:
1-. Translaboración es un sinónimo de perlaboración, término utilizado
en psicoanálisis para traducir la palabra alemana Durcharbeitung.
2-. Monumento situado en Dijon, en el recinto del CHS La chartreuse,
llevado a cabo entre 1395 y 1405 por el escultor Claus Sluter. El Pozo de
Moisés es de hecho el zócalo de un calvario monumental desaparecido hacia el
final del siglo XVIII.
3-. Freud, S. (1921) “Psicología de las masas y análisis del yo”. Obras
completas. Tomo XVIII. Amorrortu, Bs. As., 2007. p. 121.
4-. Lacan, J. «Televisión». Otros Escritos. Paidós, Bs. As., 2012,
p. 535.
5-. Lacan, J. «Nota sobre el niño». Otros Escritos. Paidós, Bs. As.,
2012, p. 393.
6-. Lacan, J. El Seminario. Libro 7. "La ética del
psicoanálisis". Paidós, Bs. As., 1992. p. 366.
7-. Lacan, J. El Seminario. Libro 8. "La transferencia". Paidós, Bs. As.,
2003.
8-. Lacan, J. El Seminario. Libro 7. "La ética del
psicoanálisis". op. cit. pp. 366-367.
9-. Un rabino del siglo XI, uno de los primeros en dar una edición
puntuada de la Biblia, vivió en Troyes, donde se puede ver todavía una sinagoga
del siglo XI.
10-. N. de la T.: Hay aquí un juego homofónico del cual se desprende una
doble traducción. Por un lado, versiones del padre. Por otro, perversiones.
11-. N. de la T.: Aquí está en juego nuevamente el equívoco descripto en
la Nota N° 10. En este caso, entre perversamente [perversment] y lo que
podríamos traducir como padreversamente [père-versement].
12-. Lacan, J. El Seminario. Libro 22. «R.S.I.», clase del 21 de enero
de 1975, Ornicar ?, n°3, p. 106.
13-. Lacan, J. «Nota sobre el niño». Otros Escritos. op. cit.
14-. Lacan, J. « Conferencias y entrevistas en las universidades
norteamericanas », Scilicet n°6/7, Paris, Seuil, 1976, p. 34.
15-. Lacan, J. El Seminario. Libro 22. «R.S.I.», clase del 21 de enero
de 1975, Ornicar ? N° 3, p. 109.
16-. Lacan, J. El Seminario. Libro 22. «R.S.I.», clase del 21 de enero
de 1975, Ornicar ? N° 3, p. 110.
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