Si un ser hablante pudiera satisfacerse de ser único, como un eterno
célibe, a la vez sabio y príncipe, a la vez amo y esclavo, a la vez
padre e hijo, a la vez hombre y mujer, el Solitario inauguraría en cada
ocasión su reino propio. El ser hablante se imagina con gusto como un
prodigio singular. Narcisismo primario, dice la doctrina freudiana. El
ser hablante cree que es el único en serlo y, cuando se las ve con
interlocutores, no son considerados sino como sus ecos pasivos. Mientras
habla, concluye que no encontrará sino semejantes, es decir, cuerpos de
los que aparentará admitir, por civismo, que hablan como él, aunque con
la reserva de que lo hacen porque son su eco. Ser el único en hablar no
significa el silencio generalizado, sino un entrecruzamiento de
resonancias. Cuando, un poco más tarde, la presión de lo real se hace
notar en demasía, el sujeto se ve impelido a admitir que no está tan
solo como había imaginado. Desde ese instante, nace el miedo; cuando se
obliga a concluir que los otros no son menos hablantes que él, entonces
puede, a su vez, sentir el temor de poder ser reducido al silencio por
cualquiera de ellos.
Los seres hablantes son irremediablemente varios, desde siempre y
para siempre. Importa poco que se le parezcan o no, que le sean cercanos
o no, que los pueda llamar o no; en todas las circunstancias, todos los
seres hablantes lo son tanto como él. Cada sujeto constata así que, por
ser hablante, no goza de ningún privilegio. Nada le otorga garantía
contra la suspensión de lo que le hace ser hablante; nada pues, y mucho
menos la pluralidad de los seres hablantes. Por ellos, por cada uno de
ellos en la medida en que habla, puede ser reducido al silencio. No
solamente hay siempre más de un ser hablante, no solamente su multitud
tiene la estructura de lo ilimitado, sino que esta multitud conlleva la
precariedad. No se trata solamente de que ningún ser hablante encuentre
en ello una garantía, sino de que su status de ser hablante es recusable
por cada uno de los miembros de la multitud hablante. A esta
combinación de la multitud, de lo ilimitado, de la palabra y del
silencio, a eso se lo llama la masa.
Aunque las megalópolis la hayan hecho más visible y casi
omnipresente, la masa no es el producto de la civilización urbana.
Aunque se realice materialmente en los tiempos modernos, su posibilidad
es un dato primitivo. Porque el ser hablante habla a través de la
lengua, habla como masa. De entrada, es más de uno. El aforismo de
Wittgenstein, “no hay lenguaje privado”, no apunta a otra cosa. “Soy una
multitud”, escribe Sartre en A puertas cerradas; que es lo mismo que
escribir: “Yo hablo”. Lo que Sartre atribuye a la mirada incesante, a
los ojos infernales que no parpadean, al tercero que vigila a cada uno
de los otros dos, conviene atribuirlo a la lengua, que nunca se calla.
Puesto que la tradición filosófica ha puesto el nombre de conciencia
al principio de unicidad, se entiende que, al tachar ese término con el
nombre de inconsciente, se afina la insistencia, en lo más secreto del
ser hablante, de su ser varios. Durante el tiempo que pase hasta
comprenderlo, el sujeto podrá escucharse a sí mismo proferir palabras y
frases, pero no será todavía un ser hablante. En sentido estricto, será
un infans, el que no habla. El día en el que el descubrimiento se
impone, comienza el final de la infancia. A cada uno su infancia; a cada
infancia, su final. Para cada uno, ese instante en el que comprende
que, para siempre, tendrá que arreglárselas con la pluralidad hablante.
De hecho, lo estaba haciendo desde siempre, pero no lo sabía. El
descubrimiento duele. Es cierto que el narcisismo está hecho para las
heridas. Los otros están siempre de más para el tierno Narciso, hasta
que concluya que él mismo está de más, desde el momento en el que es más
de uno.
From: Página12
Nenhum comentário:
Postar um comentário