La inocencia sexual biologicista, por
La
sexualidad tiene algo o mucho de problemático. Lo es en el ámbito jurídico con
conductas delictivas, hay también un comercio sexual que abarca desde la
prostitución a la pornografía virtual y siempre ha sido preocupante en el
contexto religioso. En el ámbito clínico es sabido que el sexo no sólo supone
placer; también es fuente de trastornos. En el caso de la infancia y
adolescencia se habla de educación sexual de un modo muy distinto y mucho más complicado
que de educación alimentaria o de educación física. Muchos adultos requieren la
atención profesional a causa de trastornos de origen sexual. Todo esto,
sobradamente conocido, nos permite un punto de partida: el sexo puede
concebirse como un problema y, desde ese punto de vista, como otros problemas,
parece susceptible de explicación o solución científica.
La
ciencia sabe que existe la reproducción sexual, que este modo de propagación de
especies no se ha dado siempre y que ha sido favorecido evolutivamente por
alguna razón, probablemente la generación de una mayor diversidad genética
entre los individuos de una especie. Tal diversidad sería permitida por los
acontecimientos inherentes al intercambio genético que supone la intervención
de dos dotaciones cromosómicas haploides diferentes, así como una variedad
añadida previamente en cada una de ellas mediante el proceso de recombinación
meiótica. Ese mayor polimorfismo genético en especies que se reproducen
sexualmente que en las que lo hacen de forma asexuada favorecería a su vez una
mayor capacidad de resistencia a presiones selectivas ambientales cambiantes.
La
biología del sexo supone varios problemas no plenamente resueltos. Uno de ellos
es el propio origen evolutivo de una reproducción que implica un encuentro de
dos individuos. Ese encuentro supone a su vez una competencia entre miembros de
un mismo sexo por aparearse con un partenaire dado, lo que conlleva una
dinámica de lucha y de elección que implica una presión selectiva de carácter
sexual distinta a la ambiental. El propio proceso de encuentro ligado a
maniobras de cortejo y alimentación y protección de la prole supone un
dispendio energético considerable que sería compensado por la ventaja de la
diversidad añadida inherente a la reproducción sexual. Siendo generalmente cosa
de dos (la naturaleza siempre brinda excepciones), este modo de reproducción
implica un dimorfismo sexual reconocible en mayor o menor grado tanto a escala
macroscópica como microscópica, tanto en genitales como en caracteres sexuales
secundarios.
Biológicamente,
no parece haber grandes diferencias entre los seres humanos y otras especies.
Nos reproducimos sexualmente, efectuamos un cortejo en el que factores
puramente biológicos como el atractivo estético parecen relevantes, y formamos
con frecuencia familias monógamas que facilitan el crecimiento y maduración de
los hijos. Este esquema ha sustentado múltiples investigaciones que han
aportado mucho conocimiento sobre la reproducción sexual humana. Por ejemplo,
el dimorfismo sexual es contemplable ya de un modo más básico mediante el
estudio cromosómico y también hay una abundante información fundamental y
clínica sobre todo lo relacionado con la reproducción humana.
El
hecho de ser sexuados va mucho más allá de la consideración reproductora. El
sexo es elemento relacional. El despertar sexual se da como atracción entre dos
con independencia de un objetivo reproductor consciente. Por otra parte, el
amplio uso de métodos anticonceptivos indica que con mucha frecuencia se busca
un placer sexual desligado de la reproducción. Sin embargo, asistimos
actualmente a exageraciones biologicistas que parecen mostrar que el ser
sexuados está dirigido exclusivamente a reproducirnos. En ese sentido, abundan
publicaciones relacionadas con el estudio básico del dimorfismo sexual y sus
variantes, con los mecanismos biológicos responsables de la atracción sexual y
también con los que condicionan la monogamia y estabilización de pareja.
Fijémonos en esos tres aspectos:
1)
Dimorfismo sexual, homosexualidad y transexualidad
Cuando
nace un bebé, no siempre es fácil decir si es niño o niña. Las consecuencias de
una decisión errónea pueden ser fatales. Cabe hablar de diferentes niveles de
diferencia sexual, con múltiples situaciones de intersexualidad. El estudio
cromosómico pareció decisivo para establecer el carácter masculino o femenino
de un recién nacido; incluso ahora, con ocasión del diagnóstico prenatal, el
cariotipo puede pronosticar si nacerá un niño o una niña. Pero las cosas no son
siempre tan claras. No basta con tener dos cromosomas X para mostrar un
fenotipo femenino porque puede asociarse a una morfología de genitales externos
masculina como consecuencia de niveles embrionarios altos de testosterona, una
hiperplasia suprarrenal congénita, un déficit de aromatasa, etc. A la vez, una
dotación XY puede ir asociada a genitales femeninos debido a una disgenesia
gonadal, un déficit de formación de testosterona, un déficit de 5-α-reductasa o
un síndrome de insensibilidad a los andrógenos (feminización testicular). La
situación se complica si la dotación cromosómica supone un solo cromosoma
sexual (el X sin un Y u otro X asociados), si se da un XXY o un triple X.
La
determinación genética es importante. No basta con la genitalidad. Un chico
llamado David Reimer perdió su pene a causa de un accidente quirúrgico a los 8
meses de edad. Su familia trató de superar la situación haciendo de él una
niña. Con un enfoque biologicista extremo eso parecía posible; se le extrajeron
los testículos a los 18 meses y a los 12 años de edad empezaron a tratarlo con
estrógenos. Nada de eso impidió que, al cumplir 15 años, Reimer intentara vivir
como un chico. A los 38 años se suicidó.
Lo
genético, lo anatómico, lo hormonal, no bastan para determinar la orientación
sexual de una persona aunque un observador pueda asignarla a un género dado. El
descubrimiento de los cromosomas sexuales, de las hormonas sexuales, el
reconocimiento de diferencias anatómicas incluso sutiles… todo eso es
importante, pero no basta como explicación de lo que podríamos llamar problema
sexual, porque éste tiene que ver con la identificación sexual que uno mismo se
confiere, con el sexo hacia el cual es atraído, con su comportamiento como ser
sexuado, no sólo en su relación de pareja sino en general, en su visión del
mundo y con la posibilidad de sufrimiento inherente a esa sexualidad.
La
reproducción sexual requiere en primera instancia una atracción entre un hombre
y una mujer, pero sabemos que esa situación no siempre ocurre, siendo un hecho
que hay homosexuales. Desde un punto de vista biológico, eso constituye para
algunos científicos una aberración, una enfermedad a estudiar y tratar.
Generalmente esos enfoques extremos persiguen explicar la homosexualidad como
un dimorfismo fracasado, de tal modo que un hombre homosexual tendría áreas
cerebrales que no estarían nítidamente diferenciadas hacia un sexo concreto. Se
han buscado también sin éxito los genes que harían que alguien fuera
homosexual. Considerar la homosexualidad como una enfermedad no es una rareza
aun a día de hoy; de hecho, parece que en el desarrollo del DSM dejó de ser un
trastorno, más por la presión de colectivos homosexuales que por un convencimiento
interno de los redactores de ese manual. Que no se haya encontrado una base
genética ni, en general, biológica, de la homosexualidad no parece evitar que
persistan investigaciones biologicistas relacionadas.
2)
Atracción sexual.
La
atracción sexual es un hecho, ante el que caben dos preguntas en el plano
biologicista: ¿por qué ocurre? y ¿cómo ocurre?
Cabría
una respuesta fácil a la primera pregunta: ocurre porque sin esa atracción no
nos reproduciríamos sexualmente. Es una respuesta finalista, con la salvedad
importante de que el finalismo es mera forma de hablar. Hay atracción y
reproducción, simplemente; sin la primera no se daría la segunda. Pero
precisamente el sexo supone una nueva forma de evolución. Una mujer puede
elegir una pareja y no otra. Hay una competición por la supervivencia
individual pero también la hay por reproducirse sexualmente y, a veces, esas
dos presiones de selección pueden entrar en conflicto. Los más biologicistas
esgrimen argumentos supuestamente evolutivos para explicar la selección sexual.
Así, Víctor Johnston cree que es importante que las mujeres puedan “ver” el
sistema inmunológico del hombre con el que mezclarán sus genes y afirma que la
simetría es un indicador del sistema inmunológico muy sensible en todas las
especies. En una línea similar, Craig Roberts sostiene que las mujeres son más
atraídas por fotos de hombres homocigotos en el sistema MHC y Wedekind asegura
que las mujeres son más atraídas por el olor de hombres homocigotos MHC. Es
decir, una mujer elegiría, con su vista o con su olfato, a alguien con un buen
sistema inmunológico para que así sus hijos fueran más resistentes y vivieran
más.
La
segunda cuestión también ha suscitado trabajos recogidos en prestigiadas
publicaciones. Estando el sexo relacionado con el placer, se han observado
correlaciones tan supuestamente interesantes como la existente entre el “amor
romántico” (así se indica en la publicación) y la activación de regiones
cerebrales ricas en receptores para oxitocina y vasopresina. Helen Fisher
publicó que la contemplación de fotos del ser amado induce la activación de
áreas ricas en dopamina asociadas al sistema de recompensa y motivación de
mamíferos, y que la activación del área tegmental ventral izquierda se
correlaciona con la intensidad de la pasión romántica, una pasión asociada a
niveles elevados de dopamina y noradrenalina y a una disminución de serotonina
También se ha visto, mediante poderosas técnicas de imagen cerebral funcional,
una reducción en el apetito sexual en chicos que habían olido lágrimas de
chicas afectadas tras ver una película emotiva. Algo así se ha publicado en Nature,
una revista caracterizada por el elevado porcentaje de manuscritos que rechaza
para publicación.
3)
Reproducción
Del
mismo modo que para respirar bien se precisan unos pulmones sanos, lo anatómico
y funcional es importante para que pueda darse una relación sexual que permita
la reproducción. Sabemos de condiciones de infertilidad tanto en la mujer como
en el hombre y de alternativas conducentes a superarla, que van desde
tratamientos hormonales hasta el alquiler de úteros, pasando por la fecundación
in vitro. Pero, a veces, no dándose situaciones de ese tipo, ocurren fallos.
Desde hace pocos años coincidiendo seguramente de modo casual con la aparición
del remedio farmacológico, sabemos que millones de hombres sufren disfunción
eréctil al menos ocasionalmente tras cumplir los cuarenta años. Se ha defendido
un trastorno disfuncional en mujeres pero que, por razones obvias, sería
distinto, buscándose más bien a nivel cerebral. Si la disfunción es un problema
en lo fisiológico, lo anatómico mismo también preocupa, hablándose al respecto
del síndrome del pene pequeño, para cuyo problema se han descrito mejoras,
estadísticamente significativas, merced a un sistema alargador, y publicados en
una prestigiosa revista urológica.
4)
Fidelidad de pareja
Nada
parece mejor para un niño que tener unos padres cuya relación de pareja es
estable. No sorprende por ello que la evolución haya favorecido esa estabilidad,
perturbada en algunas ocasiones por un defecto genético, como se puso de
manifiesto al hallar una relación significativa entre uno de los polimorfismos
(RS3) del gen para el receptor de la vasopresina en hombres y la calidad de la
relación marital tal como se percibía por sus parejas, apoyando así la
suposición de estudios previos de que la influencia de ese gen sobre la unión
de pareja en topillos de pradera es probablemente relevante también para seres
humanos.
Una reflexión. Biología e inocencia sexual
El
enfoque biologicista podría reducirse del modo siguiente: somos sexuados para
reproducirnos, supone una enfermedad a tratar lo que impida esa reproducción
(desde la homosexualidad hasta la disfunción eréctil) y los comportamientos de
elección de pareja y de fidelidad a ella dependen de nuestra dotación genética.
Obviamente, ser biólogo o médico no implica asumir ese enfoque, pero tal
perspectiva alimenta muchas investigaciones y publicaciones que son a su vez
divulgadas al gran público. El mercado farmacéutico no es insensible a esos
descubrimientos y el sildenafilo y derivados son una buena muestra de su
interés pragmático. Los estudios similares a los descritos antes son
relativamente numerosos y calan en el gran público, lo que supone una gran receptividad
hacia este tipo de cosas.
¿Qué
es factible considerar en el reduccionismo biologicista? Desde mi punto de
vista, se da algo parecido al retorno a la inocencia que Adán y Eva perdieron
al saberse sexuados y desnudos. Eso es así porque una concepción biologicista
extrema desprecia lo biográfico, de lo que lo sexual cultural forma parte. La
atracción se debería a unos genes que hacen elegir la mejor pareja desde el
punto de vista de complementariedad genética y resultado inmunológico en la
generación resultante y, para tener efecto, esos genes codificarían
adecuadamente las estructuras genitales y cerebrales, de modo que el placer
relacionado sea un buen sistema de refuerzo de la acción biológicamente
correcta, similar a cualquier reflejo condicionado. Una persona homosexual
sería una enferma a tratar, aunque no se descarte que ese tratamiento aun no
esté logrado, y la estabilidad de pareja dependería de que el hombre tuviera
unos genes que no le hicieran promiscuo (la “adicción al sexo” sería determinada
genéticamente). Este esquema, de extraordinario simplismo, supone a la vez una
radical genitalización de lo sexual, al no ser concebible otra finalidad del
sexo que la reproducción misma.
Se
da así en la práctica, una identidad del exceso biologicista con el puritanismo
religioso cristiano. También la religión admite la existencia de la
homosexualidad pero contemplándola como desviación; también la religión
considera que la finalidad del sexo es la reproducción y también ella censura
la promiscuidad. La diferencia estriba en que la culpa pecaminosa religiosa se
anula en la perspectiva biologicista que, en vez de pecado, ve determinismo
genético y enfermedades tratables.
Hay,
sin embargo, un aspecto de antagonismo también radical entre la religión cristiana
tradicional y la concepción biologicista; si bien en el ámbito religioso se
considera que un aborto es un crimen, desde el punto de vista biologicista
sería la versión negativa de una aspiración eugenésica, que contemplaría no
sólo la eliminación de lo defectuoso (y el concepto de defecto va cambiando
para acoger cada vez a un mayor número de alteraciones embrionarias
diagnosticables tras poco tiempo de gestación); también tendría en cuenta la
posibilidad de corregirlo e incluso mejorar lo normal por medio de la
manipulación genética. Este renacer de la tentación eugenésica supone un riesgo
no desdeñable como es el de un nuevo racismo mucho más radical en su fundamento
que el que floreció en el siglo XX. Si éste tuvo como resultado los campos de
concentración nazis, el racismo científico se asociaría a una segregación ya no
de adultos sino de embriones y de las personas resultantes. El panorama
previsto por Huxley o el que sostuvo la fantasía GATTACA ya no parece ser sólo
de ciencia–ficción.
Si
el biologicismo como forma de explicación tiene éxito se debe a que se da en
una cultura presta a aceptarlo. Y la nuestra lo hace, dándonos ejemplos
cotidianos de cómo acoge los pretendidos avances científicos. El viejo sueño de
la eterna juventud renace cuando un cuerpo es observado con la visión
unidimensional de su atractivo sexual; siendo esa observación bastante
generalizada, no sorprende el éxito de costosos e inútiles tratamientos anti-aging
o que la especialidad de cirugía plástica sea una de las preferidas por los
médicos que alcanzan mejores puntuaciones en el examen MIR. La competencia
animal por la reproducción se ha transformado en el ámbito humano en una
equiparación del acto sexual a un examen en el que cada elemento de la pareja
es comparable por el otro con otras alternativas reales o imaginadas e incluso
medible (en sentido real en el orden genital en chicos), lo que facilita la
propia medicalización de lo normal en este ámbito, abundando los jóvenes que
toman los oportunos fármacos para “no fallar” o para “dar la talla”. Si no hace
mucho se hablaba de mujeriegos, hoy se habla de adictos al sexo y ya sabemos
que si alguien es infiel lo es porque sus genes se lo dictan, al igual que
ocurre en los topillos de pradera.
El
exceso de la extrapolación cientificista animaliza en el peor sentido al ser
humano y, de ese modo, incurre en un cierto retorno a una inocencia sexual,
pues inocente es quien no ha comido la manzana del árbol prohibido y es mero
instrumento de genes y neurotransmisores o, dicho de otro modo, quien no ha
reparado en que está desnudo.
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El
lado salvaje del capitalismo, por
“La
codicia es buena” (greed is good), lema del Gordon Gekkode la película
Wall Street, anunciaba en los 80 la era del darwinismo social. Richard
Sennett lo corroboró más recientemente al declarar de manera contundente que el
capitalismo en los últimos veinte años se ha hecho completamente hostil a la
construcción de la vida.
La
exacerbación de ese lado salvaje se inicia con la desregulación de los años 80,
liderada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, como nos lo ha mostrado de
manera rigurosa Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI). En nombre de
ideales democráticos y de progreso (libertad, autonomía, crecimiento), y con el
apoyo de las nuevas tecnologías, se enmascara esa voluntad de goce que no
conoce límites y cuyo resorte pulsional y entrópico es evidente: no tiene otra
finalidad que ella misma.
Hoy
ya percibimos con claridad que no sólo se trata de liquidar formas de trabajo o
de creación sino de constatar que el propio sujeto consumidor es ante todo un
consumible.
Esta
tesis ha sido dicha de muchas maneras y uno de los que la anticipó a finales de
los sesenta fue Jacques Lacan cuando señaló los rasgos de este discurso que
ambiciona la anulación de cualquier pérdida –de allí su pasión por reciclarlo
todo incluida la protesta- y tiene la convicción cínica de que en la vida
finalmente se trata sólo del goce. Es por ello que el amor –que siempre
presupone la existencia de una falta, de un anhelo- no tiene lugar en el
discurso capitalista, salvo en su condición de mercancía consumible.
Un
ejemplo preciso de esta tendencia dominante lo encontraran en la web de citas www.seekingarrangement.com/es
donde los sugar daddies (papis chulos), varones maduros con recursos y
miembros de la élite, prometen “Relaciones de Beneficio Mutuo” a sugar
babies, jóvenes estudiantes “atractivas, inteligentes, ambiciosas y
orientadas a sus metas”. Bajo el eufemismo del beneficio mutuo se oculta una
práctica de prostitución que bien pudiera considerarse como la forma actual del
derecho de pernada feudal. Aquí son los padrinos quienes lo ejercen,
velado por esas buenas intenciones y el consentimiento de las jóvenes: “Sabes
–les exhortan desde la web- que te mereces salir con alguien que te consienta,
que te haga crecer, y te ayude tanto mentalmente como en el ámbito emocional y
financiero”.
La
iniciativa goza de gran éxito en muchas ciudades de EE.UU. y en otros países.
También en Catalunya donde la proporción de chicas por padrino es de 5 a 1 y
como se señala en la web: “¿Qué otro sitio para hombres ricos tiene números tan
impresionantes como estos?”. Ni Étienne de La Boétie hubiera imaginado una
servidumbre voluntaria tan genuina.
Esta
es la lógica que parece imponerse en nuestras vidas: la obsolescencia
programada de bienes y sujetos, sacrificados en el altar del dios money.
Al falso dilema de la desregulación o el furor de la normativización –propia de
una moral victoriana que sólo halló alivio en la carnicería de la I Guerra
Mundial- habría que oponer una fórmula que, como el propio Papa Francisco decía
en estas mismas páginas, no alimente “la cultura del descarte”. Regular es
aceptar una pérdida (pagar impuestos, consensuar normas colectivas) y ese
límite es constitutivo de un lazo civilizado. Lo otro –digamos las cosas por su
nombre- es la jungla salvaje de la pulsión.
¿Niños
transexuales?, por
La
problemática de la elección de sexo en la infancia ha aparecido últimamente en
los medios a través de distintas notas sobre los niños llamados transexuales.
Se
han publicado algunas de estas noticias en el FB de las jornadas. A partir de
allí se ha entablado un diálogo con Julio González y con Margarita Alvarez que
me llevó a escribir sobre el tema.
Una
de las notas se refiere a un campamento llamado “tú eres tú”, que se propone
como un lugar donde cada niño puede vestirse de acuerdo a cómo se sienta,
vestirse de chica o de chico, independientemente de su cuerpo biológico.
En
la foto que acompaña se ven niños “adornados” con cosas de mujer, si uno mirara
la foto podría pensar que se trata de chicos jugando a disfrazarse. Sabemos que
el disfraz tiene una función de cubrir, de velar. ¿Es lo mismo un niño que usa
vestimentas femeninas que un adulto que se viste de mujer?
Una
primera cuestión es pensar en qué momento se realiza la elección de sexo.
Si bien sabemos que no se trata de una cuestión de tiempos evolutivos, los tiempos lógicos así como los cronológicos cuentan en la constitución subjetiva.
Si bien sabemos que no se trata de una cuestión de tiempos evolutivos, los tiempos lógicos así como los cronológicos cuentan en la constitución subjetiva.
La
marca del leguaje en el cuerpo, los recorridos pulsionales, la fijación de
ciertas modalidades de goce, las identificaciones, son operaciones que
acontecen durante la infancia. Luego, la adolescencia plantea una nueva vuelta,
de cara a asumir el encuentro con la sexualidad adulta.
En
la infancia hay “desajustes”, el niño no responde ajustándose a la norma, no
olvidemos que los desajustes propios de la infancia son también una expresión
del “no hay relación sexual” , las cosas no “encajan” completamente, sin resto.
En
este sentido, definir tempranamente a un niño como transexual puede suponer un
forzamiento y precipitar de forma anticipada una elección.
Hay
un cierto tiempo de espera en la infancia, hay un cierto fuera de juego del
campo de los adultos que es propicio mantener para no enfrentar al sujeto a la
exigencia de dar una respuesta cuando aún no la tiene.
Considero
que en la sociedad contemporánea hay un empuje a convertir a los niños en
pequeños adultos. Este empuje lo observamos en el énfasis de los padres en las
múltiples actividades extraescolares, con agendas de ejecutivos, en la falta de
tiempo de juego libre, en las publicidades y productos audiovisuales que
adelantan ciertas vivencias propias de la adolescencia a la infancia, en la
ansiedad de los padres respecto del rendimiento y éxito futuro.
Pero
más allá de las consideraciones sociales, hay elementos propios de nuestra
práctica que también nos deben hacer pensar este movimiento apresurado. La
palabra del Otro tiene peso en la infancia, y sabemos de las dificultades que
tiene para el niño el exceso en la relación con el Otro.
Así
como en cierta época, nos negábamos a etiquetar a los niños con un diagnóstico
psicopatológico o psiquiátrico, creo que es nuestra responsabilidad actual
defender a los niños de un etiquetamiento temprano en cuanto a su elección de
sexo.
En
cada caso podremos valorar la relación al Otro y al propio cuerpo, las
identificaciones y la elección del sujeto.
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