Hace poco se difundió la noticia de una mujer que mató a su amiga –no todo es violencia del hombre contra la mujer– porque temía que le arruinase la fiesta de casamiento al exhibir un video erótico que la comprometía.
En un programa televisivo, un conductor mostraba con
picardía un pendrive donde guardaba el material secreto de algún “famoso”, para
así despertar la curiosidad de la audiencia. Prometía que lo haría público
después del corte publicitario, excitando el goce voyeurista del televidente.
El hackeo de los videos almacenados en las
computadoras o en el celular está a la orden del día y, a menudo, estas
imágenes devienen “pruebas del delito”; otras veces, lejos de los hackeos, son
los propios protagonistas quienes los filtran para publicitarse.
Tal como lo desarrollé en Violencia/s, el gran goce
de la época consiste en develar todo aquello que está “por detrás”, la
fascinación por los backstages, la complacencia voyeurista por Gran
hermano, la impulsión por exhibir fotos con procacidades sexuales, los chismes
artísticos (proliferan los programas “especializados” en ese rubro) y todo
aquello que muestre lo que hay detrás de bambalinas1. En otro orden,
lo mismo se revela en el deleite por sondear qué hay detrás de la vida de un
gran hombre –y no me refiero a un “famoso” sino a alguien destacado en el campo
cultural–, qué secreto guarda, cuáles son sus debilidades, sus aventuras
libidinales, etc. Con el pretendido lema de hacer aparecer los aspectos más
humanos de las figuras relevantes, subyace el placer mórbido de rebajar la
imagen, metafóricamente, “mostrar su trasero”, igualarlo al de todos.
Al goce por develar los “traseros” se le suma la
tecnología que permitirá verlos y, en este sentido, cabe preguntarse si no es
esta misma la que lo causa. Tradicionalmente se consideró que el sujeto dirige
su intencionalidad al campo de los objetos, en una suerte de direccionalidad
que va desde el interior al exterior. El mundo permanece en su lugar como un
afuera y es la conciencia la que se orienta a lo que habita en el mundo. Así,
Jean-Paul Sartre recuerda las palabras de Edmund Husserl: “La conciencia es
conciencia de algo”2. Lacan combate la concepción de que un sujeto
tenga por delante un objeto al que apunta, ya que tal idea oculta que es el
objeto mismo el que puede causar tal orientación allí donde el sujeto se cree
dueño de la percepción3. Así, las imágenes televisivas, el celular,
la computadora captan nuestra mirada y, si en algunos casos producen adicción,
es porque allí el sujeto queda tomado, al modo de lo que le ocurría a Charles
Baudelaire con el opio: “Soy fumado por la pipa”.
Las cámaras y aparatos que pueblan nuestro mundo
virtual y que están tan incorporados a la cotidianidad, carecían antaño de la
liviandad con la que hoy son tomados.
Basta considerar todo el tiempo que llevó incorporar
las lentes en su utilidad para corregir los defectos oculares4.
Seguramente inventadas por algún vidriero que las construyó por azar, fueron
rechazadas por los ámbitos cultos.
El nombre “lentes” significa “legumbre”, “lenteja”;
es vulgar y bastaba por sí solo para colocar fuera de los círculos elevados el
origen del objeto indicado. Nacieron en entornos diferentes y fueron
rechazadas, juzgadas indignas; no se habló de ellas por más de tres siglos y
aún a comienzos del siglo XVII la ignorancia de los científicos era casi
completa, como su desconfianza respecto de los primeros anteojos construidos por
simples artesanos. Fue necesario el genio de Galileo5 para sacudir
este prejuicio, pero es posible encontrar en él la extrañeza respecto de un
cristal que es considerado engañoso respecto de la verdad.
El cuerpo y la máquina
Esos prejuicios precientíficos captaban, a su manera,
el carácter foráneo del aparato creado por el hombre. Pensemos en el poder que
se le atribuía inicialmente a la cámara de fotos como arrebatadora del alma. Un
discípulo de Freud, el psicoanalista Viktor Tausk, se refirió a la importancia
de la “máquina de influencia” en las psicosis6. Es que en estos
cuadros, los aparatos tecnológicos pueden ser vividos como capaces de alterar
el cuerpo de los sujetos. Dice Tausk: “A medida que la difusión de las ciencias
técnicas progresa se comprueba que todas las fuerzas naturales domesticadas por
la técnica contribuyen a explicar el funcionamiento de este aparato, pero todas
las invenciones humanas no alcanzan para explicar las notables acciones de esta
máquina por la que los enfermos se sienten perseguidos”.
El aparato de influir –afirma Tausk– provoca los
siguientes efectos: presenta imágenes a los enfermos; produce y roba los pensamientos
y los sentimientos, gracias a ondas o rayos; genera actos motrices en el cuerpo
del enfermo, como erecciones o poluciones, también sensaciones, y es
responsable de otros fenómenos somáticos.
Una paciente paranoica sentía que el televisor emitía
imágenes y voces sarcásticas dirigidas a ella. Otro paciente decía que de la
radio emanaban mensajes destinados a él y que Internet irradiaba luces que lo
penetraban. Se dirá que se trata de una locura, y es cierto, pero esa locura
habla de la influencia que, sin llegar a este plano delirante, tiene el mundo
virtual sobre nosotros y que es desapercibida. ¿No son hoy las páginas
pornográficas de Internet las que estimulan los actos onanistas? Freud utiliza
la metáfora del cristal para explicar la diferencia entre neurosis y psicosis,
ya que cuando el cristal se rompe –la psicosis– lo hace siguiendo sus
articulaciones normales. Su idea es que desde las desfiguraciones y
exageraciones de lo patológico se puede colegir la simplicidad aparente de lo
normal.
Tausk advierte que, en la psicosis, los aparatos que
ejercen influencia están íntimamente relacionados con el cuerpo del paciente, y
que la dimensión exterior-interior se esfuma. Sin ir a estos extremos
patológicos, cabe reflexionar sobre la manera en que nombramos los cuerpos:
cuando se quiere dar cuenta de un gran estado de excitabilidad, se dice que
alguien está “eléctrico”, aludiendo así a un cuerpo que ya no semeja lo humano.
Asimismo, cuando se habla de un máximo rendimiento, se dice de alguien que es “una
máquina”, “un avión” o “un motor”. Ponerse en carrera es tener “pilas”, y se
demanda que se las ponga a quien “se cuelga”, como se dice de la computadora.
“Bajar un cambio” es un dicho corriente de alguien que está muy acelerado, como
un motor; “desacelerá” va en la misma dirección. “Reponé el motor” es una frase
empleada como consejo de descanso y “es hora de que arranques” cuando se
descansa demasiado. Los alimentos de consumo y los medicamentos vitamínicos no
acentúan tanto el bienestar sino la potencia en términos de energía.
Detengámonos en los mensajes publicitarios, en las
ofertas de consumo, en el marketing de nuestros días, para observar de qué
manera todo está orientado no tanto a vivir mejor sino a hacerlo más
intensamente. Paul Virilio muestra que ello equivale a tratar lo viviente como
motor, máquina de acelerar constantemente7. El poder tecnológico
afecta la manera de vivir, el cuerpo y la psicosis, bajo la forma delirante,
así como los prejuicios precientíficos hablan de esa afectación.
Pero, sin profundizar en esos prejuicios, ubiquemos
algunas de las formas en las que inciden en nuestras vidas, vidas sin secretos
y sin silencio.
El valor del secreto
Cuando yo era adolescente, en ocasión de algún
desborde verbal, una tía querida me decía que contase hasta diez antes de
hablar. Este consejo de la sabiduría popular tiene sin duda su raigambre en la
virtud de la prudencia, tan destacada por Aristóteles, que entra en contraste
con los imperativos del mundo actual, que nos compelen a dar rienda suelta a
los impulsos sin tregua y sin la necesaria pausa que implica el callar.
Detengámonos en la rapidez con la que se insta a dar
una respuesta inmediata a lo que se pregunta en temas imposibles de explicar en
un minuto. Observemos la secreta atracción que impulsa al zapping, que
reemplaza incluso el deseo de ver una buena película. Notemos de qué modo la
velocidad se revela en la prontitud con la que se nombran ciertas situaciones.
Por otro lado, contar absolutamente todo se ha transformado en un deber: los
programas televisivos muestran que los confesionarios han devenido lugares
públicos. La tecnología anula los espacios que estaban confinados al silencio;
lejos ha quedado la muchedumbre silenciosa, que hoy transcurre acompañada por
los infaltables celulares, hablando o enviando mensajes de texto
insustanciales. Recuerdo un viaje en tren de Roma a Florencia que hice hace ya
algunos años. Subí al andén con un joven que acababa de despedirse de su
compañera; no bien nos acomodamos en los asientos, tomó su celular para decirle
a la chica que estaba ubicado frente a la señora con pantalón verde que había
estado cerca de ellos en la estación. Al escucharlo me inquieté: viajaba sola y
temí por mi seguridad. Pero mi paranoia se disipó cuando advertí que el mensaje
no contenía ninguna intención, era una pura descripción de detalles triviales,
algo mecánico para proseguir el contacto con la joven.
Heidegger destacó que el hombre hundido en la
temporalidad moderna no puede detenerse, es ávido de novedades, propenso a las
habladurías y a comprender todo sin previa apropiación de las cosas. La
consecuencia es su falta de paradero como nombre del desarraigo. Cuando lo
privado deviene público, los sujetos pierden su morada. Ya lo dice el
proverbio: “El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”.
Entonces, se debe hacer un elogio del callar, pero no oponiendo ese silencio a
la palabra. Por el contrario, es necesario callar para bien decir y para que el
habla no sea esa catarata verbal en la que el hombre se extravía. O, en
palabras de Lacan: “Un discurso no es solo una materia, una textura, sino que
requiere tiempo, tiene una dimensión en el tiempo, un espesor. No podemos
conformarnos en absoluto con un presente instantáneo”8.
La infidelidad controlada
El tema del hackeo de videos nos lleva a una pregunta
que trasciende este acto delictivo: ¿existen acaso videos privados? Ya el ojo
de la cámara quiebra la ilusión de espacios íntimos: hay algo que se muestra,
la reserva desaparece.
Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, dijo: “Hay
que romper el lazo entre el secreto y lo íntimo, porque ese lazo es una
herencia obsoleta del pasado”. Por su parte, Eric Schmidt, gerente general de
Google, señaló: “La preocupación por preservar su vida privada ya no era de
todos modos una realidad más que para los criminales”. Julian Assange, creador
de Wikileaks, dijo que había terminado el tiempo de los secretos de Estado. Los
amos de la Web no tienen escrúpulos a la hora de profetizar el devenir de
nuestros tiempos como el de la era de la transparencia.
Analizaremos algunos de los efectos que esto tiene
sobre los sujetos, y en los lazos amorosos y sociales.
Cada vez parece más difícil la convivencia de las
parejas: resulta menos prolongada y la relación amorosa se deshace más
rápidamente. Siempre se supo que la excesiva proximidad era enemiga del amor,
pero quizás lo nuevo sea la fugacidad con la que tal vecindad afecta el
vínculo, al extremo de romperlo prematuramente. ¿No es acaso el valor otorgado
a lo “nuevo” lo que lleva a que los sujetos no soporten la inevitable caída del
enamoramiento dado por la convivencia? El culto por lo nuevo es la nueva forma
sintomática del malestar en la cultura; claro que cada día algo nuevo se
mantiene menos nuevo y menos tiempo: los objetos se reemplazan por los últimos
modelos. Tal devoción incide notablemente en los lazos amorosos: ante la menor
decepción, lo “nuevo” será siempre visto como mejor. Así, esta época como
ninguna predispone a la infidelidad.
Detengámonos en los mensajes publicitarios, en las
ofertas de consumo, en el marketing de nuestros días, para observar de
qué manera todo está orientado no tanto a vivir mejor sino a hacerlo más
intensamente. Resulta interesante observar cómo nos acechan las exigencias de
felicidad, las imposiciones de dicha. Son esos imperativos los que propician la
búsqueda de “nuevas aventuras” con la ilusión de encontrar el goce que falta.
Al mismo tiempo, podemos decir que si esta época predispone como ninguna a la
infidelidad, es quizás la época en que menos se la tolera y en la que más se la
controla. Facebook y el celular quiebran los espacios antes secretos,
provocando infinidad de separaciones.
El ojo que nos mira
El voyeurismo está siempre presente en nuestra época.
Ya Guy Debord decía que en la sociedad del espectáculo aparece un nuevo valor,
que no es el del ser ni del tener, sino el de aparecer9. La
importancia de la imagen también había sido pensada por Heidegger, cuando en la
década de 1930 escribió su conocido ensayo “La época de la imagen del mundo”,
en el que afirma, luego de explicar cómo cada época se basa en una
interpretación distinta de lo ente, que lo que caracteriza a la modernidad es
el mundo como imagen.
Heidegger dirá que toda la metafísica moderna se mantiene
en la interpretación del ente iniciada por Descartes 10.
Se trata de una metafísica donde el hombre se
convierte en el centro de referencia del ente en cuanto tal, y esto es posible
en tanto el mundo ha devenido imagen. Imagen del mundo significa no tanto
calco, sino “estar al tanto de algo”, situar a lo ente mismo ante sí para ver
qué ocurre con él y mantenerlo siempre ante sí en esa posición. Imagen del
mundo significa concebir el mundo como imagen.
Considero que actualmente a ello se le agrega el
mundo como “ojo” y que Lacan se anticipó sabiamente cuando diferenció la visión
de la mirada. Una mirada está presente más allá de lo que podemos ver, una
mirada a la que se le entregan los videos, las fotos, lo que antes era privado;
una mirada que ejerce un control sobre las existencias y que llama a los
impulsos convocándolos. En este sentido, en esta época de supuesto libertinaje
hay muy poco espacio para la libertad, pese a que se crea lo contrario, puesto
que la libertad del secreto ha desaparecido. Hay un momento en la vida del niño
que tiene suma importancia y es aquel en el que puede mentir, ya que en esa
mentira comprueba que sus padres no lo conocen integralmente, que es distinto,
otro. En el siglo de la transparencia, se pierde esta dimensión de opacidad
necesaria, margen para nuestra libertad. Así, cuando la misma pareja filma un
video erótico, las puertas que preservaban su intimidad se han abierto, el ojo
de la cámara ha entrado en el recinto privado para captar el secreto del goce.
Las cámaras que pueblan el mundo, esos dispositivos que Foucault pensó como el
panóptico en las cárceles y la vigilancia al servicio del poder11
que están ahora presentes en torno a la sexualidad, que ha perdido su carácter
velado, ¿no son acaso nuevos dispositivos de control?
Una magnífica serie llamada Black Mirror
muestra, en su tercer episodio, la influencia de un invento revolucionario que
cambia la forma de vida de los ciudadanos: un miniordenador implantado bajo la
piel tras la oreja que graba absolutamente todo lo que una persona ve durante
el día. Basta activar un botón para acceder a las imágenes.
Se puede proyectar en cualquier pantalla, todos
pueden verlo o su portador revisarlo sin la presencia de otros. Es tan común
como lo es hoy el celular y se implanta desde el nacimiento. En ese aparato se
centrará la crisis de pareja de Liam y Ffion. A partir de una reunión de
amigos, Liam empieza a analizar cada escena grabada entre su mujer, Ffion, y su
ex novio, Jonas: cada gesto, cada intención, cada insinuación oculta, una y mil
veces, hasta la resolución final. Las imágenes confirman una y otra vez que
ella lo engaña con Jonas; son gestos que nada probarían con certeza, pero Liam
no ha borrado las filmaciones eróticas de la relación. Liam llega a pensar que
el padre de su hijo es en realidad el ex amante, y cae en una suerte de locura
en la que las palabras de ella ya no alcanzan: lo que cuenta son las
grabaciones. El aparato comanda la vida de los sujetos; cuando se presiona el
botón, los ojos de los protagonistas se tornan blancos y vidriosos sin
parpadeo, como si perdiesen la dimensión humana y adquiriesen el carácter de
una cámara. Finalmente, de manera sangrienta y frente al espejo, Liam se
extirpa el aparato cortándose la cara. La serie invita a variadas reflexiones;
el miniordenador es llamado “grano” y no tiene exterioridad respecto del
cuerpo, para ser entonces el mismo cuerpo tan virtual como las imágenes.
Se sabe que Vicent van Gogh perdió parte de la oreja
izquierda, pero hay diferentes versiones sobre el hecho: se dice que fue Paul
Gauguin quien lo agredió luego de un altercado y que él mismo se mutiló. No
importa cuál sea la verdadera; lo cierto es que en su Autorretrato con oreja
vendada, Van Gogh se representa fumando una pipa, transmitiendo una
sensación de sosiego, en una composición en la que predomina tanto el
equilibrio cromático como el de los elementos iconográficos. ¿Acaso las voces
que escuchaba no actuaban como si formaran parte de su cuerpo y la manera de
hacerlas callar transitoriamente fue hacerse el corte? Si, para Lacan, la
realidad se constituye gracias a la extracción del objeto, que adquiere de este
modo su marco, en la psicosis tal operación no se produce. Entonces, lo que
esta serie indica es la manera en la que la tecnología puede funcionar como un
objeto enquistado en el sujeto. Ya no como el objeto transicional descrito por
Donald Winnicott ubicado en el “entre” el sujeto y el Otro, del que el niño se
separa eyectándolo, sino como pieza adosada al cuerpo, cuya extracción lleva al
corte.
Notas:
- Ons, S., Violencia/s.
- Sartre, J.-P., “Une idée fondamentale de la phénoménologie de Husserl: l’intentionnalité”, en Situations I, París, Gallimard, 1947.
- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia.
- Ronchi, V., Storia della luce. Da Euclide a Einstein, Bari, Laterza, 1983.
- Galileo fue el primero en el mundo de la cultura y de la filosofía que llegó a la conclusión de que se debía creer en lo que veía el anteojo. Con esta premisa lo dirigió al cielo haciendo descubrimientos asombrosos. Se inaugura entonces el tiempo de un ojo exterior al sujeto.
- Tausk, V., “De la génesis del aparato de influencia durante la esquizofrenia”, en Obras psicoanalíticas, Buenos Aires, Morel, 1977.
- Virilio, P., El arte del motor, Buenos Aires, Manantial, 1996.
- Lacan, J., El seminario, libro 5: Las formaciones del inconsciente.
- Debord, G., La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, La Marca, 1995.
- Heidegger, M., “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de bosque, Buenos Aires, Alianza, 2005, pp. 6378.
- Foucault, M., Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012.
From: Página12.
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