Publica ensayos con asiduidad y tiene varios libros publicados. Es miembro de la Escuela de la Causa Freudiana (ECF) de París, y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).
Esta es la conversación que sostuvo con Télam desde la capital francesa.
Télam : Si las formas actuales de la guerra han sufrido una mutación
inmensa, una de las características, creo, es que pocas veces se
declaran. Como sea, ¿cuáles serían las mutaciones más notables de esas
formas desde la segunda guerra mundial, y de esas mutaciones, cuáles se
registran en la clínica?
Guy Briole: Usted se refiere a mutaciones inmensas. Tiene razón, pero si hay
una cosa que no ha cambiado es que la guerra se hace siempre con los
cuerpos reales, cualesquiera sean lo medios utilizados, pasados o
actuales. Lo que ha cambiado es que las guerras ya no son mundiales: es
el mundo el que está en guerra por todas partes. Sin discontinuidad,
está recorrido por una contaminación de la onda que se pretende
purificadora y salvadora, y que se propaga acentuando cada vez más lo
religioso, el rasgo racial, la diferencia de pertenencias.
Las guerras ya no tienen nombre. Se elimina en beneficio de operaciones
que no apuntan a restablecer la paz o a considerarla en un marco legal
renovado, sino que apuntan a la destrucción total del enemigo, designado
a partir de pequeñas diferencias. Es decir, las cosas se desarrollan
según una lógica genocida: segregación a partir del rasgo distintivo,
luego designación y reagrupamiento, y eliminación sistemática. Se
procede mediante pequeñas obras. Cuando una se acaba, se transporta la
moral purificadora a otra parte. Ya nada limita el imaginario cuyo
desbordamiento se agrava debido a la potencia unilateral de los
armamentos y de la referencia a la conciencia moral.
Esta deriva, que en cierto modo no ha dejado de acentuarse desde el fin
de la segunda guerra mundial, fue señalada por Lacan como ligada a una
disolución del sentido moral.
T : Según entiendo, las guerras contemporáneas se desarrollan en
diversos frentes: computadoras, drones, ejércitos irregulares, virus
informáticos, narcotráfico, delincuencia interna, migraciones masivas,
inseguridad: todos contra todos y de tanto en tanto algún desastre
(Chernobyl, ISIS, etcétera). En ese escenario, ¿con qué cultura
sobrevive el sujeto?
G.B. : La guerra no es una cultura. Ataca toda forma de cultura. Ninguna
cultura la transmite, porque la guerra las devasta a todas. Lleva su
violencia al seno de todas las culturas, de forma brutal e insidiosa,
destruyendo lo que hace lazo social entre los hombres: desde un Estado,
hasta lo más íntimo de una familia.
La guerra afecta ante todo a los hombres que la hacen, los que la
sufren. Es para todos. Para el cibercombatiente como para el que emplea
un machete, siempre se trata de eliminar al otro. Cualquiera sea la
tecnología, la violencia sigue siendo la misma, y no son los
deslizamientos semánticos hacia una terminología médico-quirúrgica los
que podrán vendar las heridas abiertas por las atrocidades de la guerra.
La expresión moderna "golpes quirúrgicos" evoca la extirpación de un mal
alojado en el corazón de una sociedad, a la que se quiere devolver la
salud y la libertad. Sin embargo, el sujeto se siente afectado por ese
mal alojado dentro suyo, que le hizo decir a Freud en su carta a
Einstein ("¿Por qué la guerra?") que los hombres no cesarán de
desencadenar la violencia en la relación con sus semejantes.
Freud lamentaba también que la cultura no lograra su obra civilizatoria.
Por lo tanto, imagínese lo que sería el mundo si existiese una cultura
de la guerra. Es una expresión muy aproximativa que no conservaría. Así,
se trata menos de todos contra todos que del uno por uno que hay que
separar de la masa.
T : Las tecnociencias, ¿han pasado por encima las leyes, los convenios
internacionales? En ese sentido, los dispositivos periodísticos y sus
intereses, ¿no forman parte también del problema?
G.B. : Usted evoca las leyes, las convenciones internacionales, la ciencia,
las tecnociencias. Tengamos presente, de manera viva, la Shoah e
Hiroshima. El exterminio es de masa. La ciencia participa en ello, pero
su participación está encarnada por hombres que la emplean para hacer
desaparecer a otros. Es el punto ineludible. Después de eso, ya nada es
igual. El mundo deriva, y ya no son los nombres, ni los motivos que se
dan a los conflictos -guerra fría, de liberación, preventiva, religiosa,
étnica, etc.- lo que valen como amarras.
Los hombres tienen una fe en la ciencia que puede inquietar,
especialmente cuando se trata de la guerra y la historia de los pueblos.
La obsesión es el borramiento. La incomodidad provocada por el
descubrimiento del inconsciente es tal que desde los comienzos del siglo
XX, la memoria sigue obsesionando a los investigadores, y la perspectiva
localizadora anima cada vez más a los científicos del cerebro. En el
primer número de Scilicet, revista creada por Lacan en 1968, encontramos
el informe de un debate científico cuyo contenido muestra un objetivo
claro: borrar la memoria. El profesor Henri Laborit, entre otros, soñaba
ya con la droga última que lograría borrar en el individuo su pasado,
que no es otra cosa -según él- que inscripción, trazos en las proteínas
y ácidos nucleicos del cerebro. La ciencia ha progresado desde
entonces, pero en el fondo siguen siendo las mismas cuestiones candentes
que retornan hoy día, en que la historia sigue estorbando al hombre:
¿qué hacer con el pasado?, ¿cómo deshacerse de él? Eso empuja a los que
toman decisiones, los científicos, los psi, a realizar miles de
contorsiones para intentar quitar la incomodidad de la transferencia, la
del psicoanálisis, que respecto del pasado no procura liquidarlo sino
llevarlo a una ética del bien decir.
T : El suicida, el adicto, alcohólico, otaku, etcétera, ¿libra una guerra, quizá perdida de antemano?
G.B. : Para hablar claro, conservemos el verdadero sentido de la palabra y
no le demos una acepción edulcorada que pueda calificar a cualquier cosa
como guerra. Por supuesto, cada uno según su historia, sus propias
dificultades, sus malos encuentros, tiene que llevar a cabo su lucha.
Empezando por la cotidiana, que no es poca, contra los efectos negativos
que ejerce la propia neurosis sobre el deseo. Cada sujeto puede
encontrar, en la serie que usted evoca, una respuesta. También puede
ocurrir que esos sujetos encuentren la vía del psicoanálisis, que no es
la de la esperanza, sino un camino arduo que nos enfrenta a nuestra
propia verdad. Allí no se trata de una guerra sino de comprometerse,
batirse, luchar, abrir los conflictos reprimidos, etc. En suma:
orientarse hacia un acto más conforme con una ética de vida.
T : Las neurosis de angustia (el panic attack, hoy un trastorno, según
el DSM), ¿por qué razón se ha vuelto un fenómeno tan habitual en las
urgencias?
G.B. : ¡La neurosis de angustia, dice usted! Es notable percibirlo: el
progreso de la ciencia no hace evolucionar el pensamiento, al menos el
de los psiquiatras exclusivamente ocupados con la ciencia. La neurosis
de angustia fue descrita por Freud de una manera magistral en su
relación con la guerra y sus efectos psíquicos devastadores. Esa clínica
daba cuenta de la sideración producida por ese real al que el sujeto se
confronta brutalmente, su propia muerte y la de otros, la destrucción
de todo aquello que le era familiar.
Denominarlo panic attack no le aporta un valor científico. Solo permite
hacer un diagnóstico simplista y completar una base de datos que
refuerza la ilusión de una aproximación científica. La gran
mistificación es que, también allí, todo se acelera y nadie se toma el
trabajo de escuchar lo que el consultante, en las urgencias u otros
lugares, intenta decir acerca de su sufrimiento.
T : Su opinión, como ex militar, como médico y psicoanalista, sobre las
teorías, tal vez apocalípticas (no lo sé) de Paul Virilio, su ciudad
pánico, y las explosiones depresivas tan a la orden del día.
G.B. : Paul Virilio ha conservado la huella del terror que le produjeron en
su infancia los bombardeos de la ciudad de Nantes. Ha estado siempre
atento a la fragilidad de los reagrupamientos urbanos, obsesionado por
la posibilidad de su destrucción. Existe una paradoja en el hecho de
vivir en la seguridad de las grandes aglomeraciones, cuando el progreso
nos expone a la explosión de los espacios por una promiscuidad que
estigmatiza el rechazo del otro diferente y el repliegue depresivo sobre
uno mismo. Una de las respuestas, que favorece la aceleración a toda
máquina de la numerización y de la información, es la uniformización, el
pensar para todos que barre las diferencias y mantiene la ilusión del
compartir. Esta subjetivación a marchas forzadas -el machaque mediático
por la repetición incesante de un mensaje que se quiere imponer-
uniformiza y desgasta las emociones. El acostumbramiento de los egoísmos
hace que uno ya no vea más lo que nos mira. Es preciso el Uno de una
foto, la de un niño muerto sacudido por las olas de una playa, para
descompletar el conjunto de la masa de emigrantes rechazados a priori.
Este uno, que perfora la pantalla compacta del rechazo, los humaniza a
todos.
Vivimos siempre en ese desconocimiento sistemático del mundo que Lacan
identificó y reconoció -lo cito de su texto La psiquiatría inglesa y la
guerra- esos modos de defensa que el individuo utiliza en la neurosis
contra su angustia, y con un éxito no menos ambiguo, también
paradójicamente eficaz, y que sella del mismo modo, ¡ay!, un destino que
se transmite a través de las generaciones.
Cómo no tener presente, incluso hoy en día, esta interpretación que
Lacan hace del hombre, a menos que no queramos saber nada sobre lo que
anuncia para la humanidad, no como profecía, sino como consecuencia
lógica de lo que un analista que no cede en su ética debe transmitir.
Nos corresponde a nosotros darle todo su alcance.
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