Crisis y cuerpo son dos significantes siempre presentes cuando
hablamos de las adolescencias. Pero no es lo mismo decir “desde el
cuerpo” que “en el cuerpo”. Es el “desde” lo que empuja y las
adolescencias son en cierta medida las respuestas que los jóvenes
construyen para tratar lo que del organismo aparece bajo los signos de
la pubertad. Es el modo en que contestan al “desde” que los interroga.
Se trata allí de dar alcance a una dimensión, la de lo real, que muestra
su faz de fragmentación. En el caso de los adolescentes tutelados
muchas veces lo real aparece también a nivel de su estructura
filiatoria: lo que estaba dado, el mito previamente construido, cae en
el encuentro con la sanción de un otro regulador que diagnostica el
desamparo. El sujeto adolescente tutelado es entonces convocado a tener
que responder con nuevas invenciones a lo que lo interroga de un modo
urgente al nivel del cuerpo y al nivel del lazo social. La pregunta por
el cuerpo que lo habita y la pregunta por aquello que lo liga al otro
irrumpen en su existencia al modo de una crisis tal como la define
Miller.
Miller nos dice que “una crisis es lo real desencadenado, imposible de dominar”[1].
Sin embargo, vemos al sujeto trabajar en contra de ese imposible: los
adolescentes para situar y atemperar lo que del organismo se revela en
sus vidas han de poder cercar nuevos bordes y a su vez para dar
respuesta a lo imposible de nombrar de la filiación usan el cuerpo como
un instrumento. Pero ¿cómo organizar el cuerpo cuando el recurso al
Ideal del Yo se aleja en nuestra época, y es reemplazado por el empuje a
la imagen narcisista? O ¿cómo construir un nuevo mito filiatorio a
partir de la dificultad en reconocer a aquellos que nos preceden? En
cierta medida lo que está en juego es una crisis de la temporalidad, que
interrumpe la narrativa, su despliegue, en la medida en que las
adolescencias implican una urgencia: el empuje de la pulsión por
satisfacerse. “Lo que quema del cuerpo en la adolescencia”[2]
hace que el sujeto, tal como señala G. López, intente diversos arreglos
frente a lo que se abre como un agujero, pero angustiado y frente a la
ausencia de un Otro que responda recurre a su primer Otro, el cuerpo, y
hace distintos usos de él para tratar un tiempo donde las palabras no le
alcanzan para dar cuenta de lo que allí acontece. El cuerpo infantil
ahora desdibujado requiere de nuevos trazos. M.H.Brousse[3]
plantea que frente a la pregunta de “¿cómo se produce el lazo con los
otros?” es interesante pensar la respuesta más allá del lenguaje,
recurriendo a Freud. Lo que Freud nos enseña es que el lazo con el Otro
parte de los agujeros del cuerpo, de las zonas erógenas, de aquellos
lugares donde se estructuran los primeros intercambios entre el
organismo y el mundo exterior. Es en esas experiencias de goce, nos dice
M.H.Brousse, donde aparecen las oportunidades de articulación. El
lenguaje hará posible que ese lazo, que esa “grapa” se sostenga.
Algunos adolescentes tutelados hacen un trabajo particular sobre su
cuerpo: establecen a partir de lo escrito del tatuaje realizado o
fantaseado un nuevo dibujo de los agujeros desde donde van a enlazarse
con los otros y rediseñar su trama filiatoria. Lo escrito en el cuerpo
pasa a ser un modo de interrogar y a su vez de dar respuesta a la crisis
por la que transitan. Es así como Carlos se confronta con algo que
hasta ahora no había querido ver: la fragilidad de un padre que desde
hace unos años está en prisión y al que ya no puede justificar
culpabilizando a los distintos otros. El padre cae una y otra vez pero
es cuando Carlos mismo se encuentra en una espiral de comportamientos
adictivos que lo llevarían a la repetición de ese destino, que puede
detenerse y organizar una salida. Se convierte en un “cani”, a los que
define como “gente que ha tenido una mala vida, desheredados..” pero que
construyen una nueva familia. Necesita al grupo pero tiene que haber
una marca de pertenencia: los tatuajes. No se trata de cualquier
tatuaje: tienen que ser rosarios y vírgenes. Señales de protección que
incluyan lo que había quedado fuera de la imagen, como un puro real
amenazante y angustiante. Desde ahí puede narrarse e incluirse en el
lazo.
A María la idea de hacerse un tatuaje le sirve para anclar algo de lo
familiar que todo el tiempo se le escapa. Tiene miedo que la distancia
con la madre le haga olvidar. Necesita fijar, a través de las marcas en
el cuerpo, su lugar de pertenencia, el lazo que la une a los que la
preceden, teniendo en cuenta lo irrecíproco de los lazos. Fantasea con
unos cuantos tatuajes: una nota musical en el borde de la oreja ya que
comparte con la madre el gusto por la música; en la espalda hacerse unas
alas ya que siempre soñó junto con su madre en volar con un paracaidas,
quiere dejar constancia del sueño que no podrán realizar; también un
código de barras en el cuello, compuesto de los números que designan la
fecha de su nacimiento, ya que es “una fecha que no caducará”.
En los tatuajes escritura e imagen se conjugan para dar una nueva
versión del cuerpo que se da a ver pero no sólo. También es un cuerpo a
través del cual el sujeto se habla y desde ese encuentro entre
narración, trazo y agujero se liga con el otro. Frente a la idea de
crisis como un real desencadenado, estos adolescentes nos enseñan los
modos que encuentran para construir una nueva cadena. Una red que parte
de los nuevos bordes que ellos mismos diseñan, “los puntos elegidos”[4],
como Lacan los llama, que funcionan como límite, como término e incluso
como frontera y que se ocupan de que lo que nos perturba no se deslice
indefinidamente.
Notas:
[1] Entrevista a JAM, “La crisis financiera”, publicado en El Semanario Marianne.[2] López, G., “Lo que quema del cuerpo en la adolescencia”, Virtualia Nº29.
[3] Brousse, M.H. , en Radio Lacan.
[4] Lacan, J.(2006), El Seminario 23. El sinthome, Ed.Paidós, Buenos Aires, p.54.
From: http://crisis.jornadaselp.com/textos/crisis-desde-el-cuerpo/
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