13 de julho de 2015

XIV Jornadas de la ELP -CRISIS-. Incidencias clínicas de la crisis financiera*, por Miquel Bassols

Acabamos de constatar en la secuencia anterior algunas incidencias clínicas de la crisis económica, con viñetas que nos han mostrado las coyunturas subjetivas de estas incidencias. 
 
En la perspectiva de las nuevas formas del discurso capitalista, la crisis y su desarrollo se reducen de hecho a una gestión de la pérdida y de la deuda, una pérdida de goce que es contada siempre en alguna parte como una deuda, y por lo tanto, como una ganancia de goce del Otro lado. Lo que supone que existe en ese lugar del Otro, siempre “en alguna parte”, una contabilización de la deuda y del goce. Así mismo, esto supone que debe haber en alguna parte una suerte de contador general de las transferencias y de las fluctuaciones de la libido, del goce de los bienes, y que debe haber también “en alguna parte” un Gran Amo que está ahí para gestionar todos estos movimientos. 
 
En su Seminario sobre “La ética del psicoanálisis”, Jacques Lacan encontró un bello ejemplo de esta función del Gran Amo, siempre fantasmática, de la que se nutre el “servicio de los bienes”, para retomar las mismas expresiones que utiliza él en esta época. 
 
Se trata de una secuencia de la película de Jules Dassin, “Never on Sunday”, Nunca en domingo (Potetin Kyriaky en griego). 
 
El personaje, representado por Jules Dassin mismo, es un americano ingenuo que tiene como misión la reeducación de una amable mujer pública, representada por la inolvidable Melina Merkuri. Veamos como Lacan contaba esta secuencia: “[Ese personaje] que nos es presentado como maravillosamente unido a la inmediatez de sus sentimientos pretendidos primitivos, en un pequeño bar del Pireo [en Atenas] se pone a romperles la cara a los que le rodean por no haber hablado convenientemente, es decir según sus normas morales. En otros momentos, se toma una copa para marcar el exceso de su entusiasmo y satisfacción y la estrella contra el suelo. Cada vez que un estrépito así se produce, vemos agitarse frenéticamente la caja registradora”.(1) 
 
Lacan había encontrado esta escena de la caja registradora muy bella, con su ruido repetido por la señal de la campanilla en el momento de contabilizar el precio de la satisfacción del sujeto. La había encontrado muy bella “e incluso genial” –precisa él– para situar la estructura de eso de lo que se trata en la relación del sujeto al goce y a la falta, al deseo y a la culpabilidad. 
 
Esta caja registradora que no cesa de contabilizar el goce “es la suposición de que todo lo que ocurre de real es contabilizado en alguna parte”. Esta caja tiene una relación estrecha con la instancia moral del superyó, con el imperativo de goce que acosa al sujeto de nuestro tiempo, e incluso con ciertas situaciones de crisis. La caja registradora, contabilizando el goce en el lugar del Otro, puede calcularlo todo, puede contarlo todo, con excepción de ese plus de gozar que el personaje de Never on Sunday hace presente con su exceso de satisfacción, bien real, un plus de gozar que hace mancha en la escena de los pescadores del pequeño bar del Pireo. 
 
Cuando ese plus de gozar aparece, la crisis se desencadena, la crisis del sujeto americano que se pone así en ridículo, pero también la crisis de todo el sistema moral en el que se fundó la contabilización del goce en ese pequeño bar del Pireo, el goce sexual que está en el centro del argumento de la película. Se podría incluso decir que esta secuencia dice algo de la estructura de la crisis actual. Basta con que alguien la nombre como tal, como un grito de alarma, para que se desencadene. 
 
La crisis es aquí uno de los nombres, inscrito en el lugar de ese Otro que es la caja registradora universal, de lo que es una pérdida de goce, una pérdida irreparable que no puede llegar a ser contabilizada por el Otro en ese “alguna parte” supuesto. No puede ser contabilizada como una ganancia, como un plus de gozar, como una plusvalía para decirlo con el término de Marx. 
 
La crisis se desencadena en el momento en el que lo simbólico de la contabilidad no puede dar cuenta de una satisfacción real. 
 
Retomando una indicación de Guy Briole en una reciente interlocución en Barcelona a propósito de la crisis, yo diría que la crisis como un nombre del trauma es “una crisis de lo simbólico, una manifestación de lo real, una fisura en lo imaginario”. Del lado de lo real no hay, de hecho, crisis posible. 
 
Añadamos que la experiencia de la crisis muestra aquí dos vertientes: una vertiente significante que responde a la máquina más o menos compleja de la caja registradora, y una vertiente libidinal que es una fractura, un fracaso de ese principio de placer que Freud señaló como el principio económico del funcionamiento del aparato psíquico. 
 
En lo tocante a la vertiente significante, estamos en un momento que podría parecer homólogo a la gran crisis económica, el gran crash de 1929, que comenzó como una crisis bursátil en Nueva York y que marcó el principio de la Gran Depresión para el mundo entero (todo el mundo). Los efectos del pánico general que siguieron a esta gran crisis prosiguieron hasta la segunda Guerra Mundial. El conjunto de estas consecuencias no terminó de hecho sino con un acuerdo final, una suerte de punto capitón que hizo existir al Otro de la garantía, los acuerdos nombrados como “los acuerdos de Bretton Woods”, debatidos y firmados en 1944 por 44 naciones aliadas, acuerdos económicos que dibujaron las grandes líneas de un nuevo sistema financiero y monetario internacional, un orden fundado de hecho en una nueva confianza en las leyes internas de los mercados. 
 
Esos acuerdos han funcionado como un punto de capitón en la experiencia general de la crisis desencadenada en 1929 y nutrida después de la Guerra, han funcionado como el punto de capitón que da una significación al sinsentido de las pérdidas y a los daños anteriores, a la gestión de la deuda como un nuevo objeto financiero; han hecho existir a un Otro de la significación y a un Otro de la garantía, la garantía de que eso no se repetirá más. Resumiendo, estos acuerdos han funcionado como lo que conocemos en la clínica como un Nombre del Padre. Un Nombre del Padre ayuda a veces a salir de la crisis, incluso a dar a la experiencia traumática el sentido de una crisis y por lo tanto un sentido para salir de sus efectos devastadores. 
 
Así pues, los acuerdos de Bretton Woods dieron la impresión, hacia la mitad del siglo XX, que había un punto de referencia para ese sujeto desorientado por la crisis. Era un semblante, pero era un semblante muy eficaz para insuflar una significación a dicha crisis.
 
Digamos rápidamente cuál es la diferencia de estructura entre esa crisis y la que nosotros abordamos ahora, en el siglo XXI. Es justamente que el semblante del Nombre del Padre ya no está ahí para desempeñar esa función. Nada de Bretton Woods esta vez, en una época en la que la pluralización de los nombres del padre sella la caída del Otro, este Otro del que estudiamos en la clínica su no existencia bajo formas diversas. 
 
En un sistema sin un Nombre del Padre único no hay, de hecho, crisis. Sólo hay una redistribución del goce de los bienes, ya sea en nombre de una tradición de gestión económica y financiera según lo que hemos visto como el antiguo principio de los mercados (el principio del placer), ya sea en nombre del discurso jurídico cuya esencia es, como Lacan lo había ya señalado en su Seminario “Encore”, “repartir, distribuir, retribuir lo tocante al goce”.(2)
 
Así pues, cuando falta el Nombre del Padre en su función globalizante de hacer existir al Otro de la garantía, tenemos dos semblantes que se proponen hoy para tomar el relevo: el discurso del derecho para ordenar una justicia distributiva del goce, y el discurso de la tradición bajo sus formas diversas, nacionales o incluso en un espíritu más humanista. Justicia distributiva y tradición, he aquí justamente los dos semblantes de los que, –como Jaques-Alain Miller lo había señalado en una intervención en una tarde del pasado enero en la AMP, dedicada a la crisis desencadenada por los atentados de Charlie Hebdo y del Hyper Casher– los dos semblantes de los que hay que desembarazarse en una política del síntoma orientada por la enseñanza de Jacques Lacan. 
 
En la vertiente libidinal toda crisis traumática es un fracaso del principio del placer, e incluso esta crisis de los mercados de la que nos hacen creer que también estaba contabilizada “en alguna parte”, en la caja registradora del Otro. En este sentido el fracaso del principio de los mercados se ha demostrado tan estructural como el fracaso del principio del placer freudiano. 
 
Confiar en el principio de los mercados, en sus fluctuaciones y sus movimientos, creyendo que tienden siempre a equilibrarse por si mismos, que tienden a una homeostasis que debería corregir sus excesos y sus turbulencias, he aquí el principio que ha regido una cierta política económica hasta el momento de la crisis. 
 
La concepción que preconizaba este equilibrio homeostático de los mercados como principio regulador de la economía ha sido contradicha de forma radical por una crisis tan global como los efectos de esta economía. Se descubre de repente que la ley del mercado no era el principio regulador de la economía libidinal global, incluso si parecía ser el caso al precio de fuertes turbulencias. No, no era la ley de la oferta y la demanda la que daba su valor de intercambio y su valor de goce a las cosas del mundo. 
 
Había una variable que no había sido considerada por los precisos análisis econométricos como la más importante en este sistema: la confidencia, la confianza en el Otro que debía garantizar esta regulación como una condición necesaria de esta realidad, como el punto de apoyo que la sostenía no en otra cosa sino en la suposición de un saber del Otro. 
 
La variable del sujeto –el sujeto del goce, decimos nosotros siguiendo la enseñanza de Lacan– era la pieza fundamental de la máquina, estaba ahí como el resorte que la mantenía en funcionamiento y como causa de todo su interés, y se revela ahora como su verdadero sabotaje interno. Este sujeto estaba ahí, sin saberlo él mismo, dividido en su conflicto por el objeto libidinal (que se escondía bajo los velos del sujeto-supuesto-saber). 
 
El “principio del mercado” como “principio de placer” se mantiene como el principio de gozar lo menos posible pero entra en franca contradicción con la ley del superyó que impone siempre un goce, siempre un poco más. 
 
Aquí, la caja registradora entra en un conflicto imposible de resolver y de contabilizar, encuentra su sabotaje interno. 
 
Finalmente, podemos preguntarnos ¿cuál es pues la relación del psicoanálisis con la crisis? Según dice Lacan, en una entrevista realizada por Emilio Granzotto en 1974 publicada en Le Magazine Litteraire, no puede haber crisis en el psicoanálisis, en la medida en que este “no ha encontrado, no del todo, sus propios límites, aún no”. Seguimos ahí. A diferencia del discurso del amo, el psicoanalista debe saber que “lo real tomará ventaja, como siempre” –añadía Lacan–, incluso ahí donde la ciencia cree medir y controlar ese real con su propia caja registradora. 
 
Así que, frente a este avance de lo real, siempre habrá crisis por el lado de lo simbólico, como habrá siempre un fracaso del principio del placer y de los mercados para tratar los modos de goce del sujeto de nuestro tiempo. Y es también en este fracaso, en esta forma de fracaso logrado del principio del placer, por decirlo así, que nosotros designamos como el síntoma, donde el psicoanálisis tendrá siempre su oportunidad. Tendrá su oportunidad si sabe hacer del fracaso del síntoma una buena manera de fracasar con lo real.

*Texto presentado en Ginebra, el mes de mayo de 2015 con motivo del Congreso de la NLS

Notas:
1-. Lacan J., Le Séminaire, libre VII, L’éthique de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1986, p. 365
2-. Jaques Lacan, Le Séminaire XX, “Encore”, Du Seuil, Paris 1975, p. 10

Traducido por Azucena Bombín

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