¿Por qué se siente que hay que pagar lo que se debe y honrar
acuerdos que fueron tomados por los gobernantes aunque se perciban como
una estafa?
El objetivo es que esta situación de endeudamiento del Estado no termine nunca, transformando la deuda externa en la deuda eterna y a cada uno en un deudor.*
En 1822 Bernardino Rivadavia, ministro de Gobierno
de la Provincia de Buenos Aires, autorizó la petición de un préstamo a
la casa Baring Brothers de Inglaterra, nombre cuya
traducción aproximada sería, por esas bromas de la historia, “Hermanos
al descubierto”. Su valor fue de un millón de libras destinados a la
construcción de un puerto, tres ciudades fronterizas y a dar agua
corriente a la ciudad. Se inició así el ciclo de lo que se ha denominado
la deuda externa. Nunca se construyó el puerto,
ni las tuberías, ni las ciudades y cuando llegó el dinero (en total sólo
560.000 libras) se destinó a otros fines tales como la guerra contra
Brasil. Dicho empréstito no fue una excepción argentina sino una
política inglesa en toda Latinoamérica, que se endeudó entre 1822 y 1826
en 21 millones de libras, de las cuales sólo siete millones fueron
desembolsados por Inglaterra.
La deuda adquirida se
terminó de pagar en 1904 -80 años después- por una suma ocho veces mayor
que la inicial. La estafa se consumó gracias a la complicidad de los
gobernantes argentinos con los banqueros ingleses. El objetivo era la
sumisión del país y la captura de las islas Malvinas, la cual tuvo lugar
en 1833 con la flota naval argentina desmantelada por el pago del
préstamo. En 1843, bajo el gobierno de Rosas, se propuso canjear la
deuda por la entrega de las Malvinas, pero los ingleses no aceptaron.
En 1874, el presidente Nicolás Avellaneda, para cortar el incremento de la deuda, decidió pagarla pese a la dura situación económica. Lo hizo diciendo que los dos millones de argentinos economizarían “hasta sobre su hambre y su sed, para responder, en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Esta afirmación se tradujo en una política de ajustes con despidos de funcionarios públicos y rebajas de salarios y gastos públicos: cantilena familiar para la Europa actual. Dicha política se implementó hace 140 años y hoy continúa sin haberse cambiado ni una coma.
En 1874, el presidente Nicolás Avellaneda, para cortar el incremento de la deuda, decidió pagarla pese a la dura situación económica. Lo hizo diciendo que los dos millones de argentinos economizarían “hasta sobre su hambre y su sed, para responder, en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Esta afirmación se tradujo en una política de ajustes con despidos de funcionarios públicos y rebajas de salarios y gastos públicos: cantilena familiar para la Europa actual. Dicha política se implementó hace 140 años y hoy continúa sin haberse cambiado ni una coma.
Por los 80 años que se demoró en pagar la deuda
concluimos que su objetivo no era otro que la eternización de la misma.
Dicha eternización tiene como efecto que se termine por pagar una
cantidad escandalosamente mayor que la prestada, con el consecuente
enriquecimiento de los acreedores y el empobrecimiento de los deudores.
Se produce un fenómeno de dependencia entre ambas partes que nunca
concluye, ya que la deuda es de tal dimensión que no se avizora su
final. Una deuda que inicia una generación de ciudadanos y que se va
trasladando a las generaciones posteriores, lo cual hace cierto el dicho
freudiano de que los hijos se tienen que hacer responsables de los
pecados del padre.
La permanencia de una deuda cada
vez mayor difícilmente pagable condiciona las posibilidades de
desarrollo autónomo de un país; se frena su crecimiento por la prioridad
que se otorga a su cancelación -lo que eufemísticamente se denomina
“honrar la deuda”- sin interrogarse sobre las condiciones en que se
contrajo, ni a qué o a quiénes sirvió.
El contraer una deuda, sea por la vía de pedir prestado o por la vía de nacionalizar la deuda privada mediante el denominado “rescate”, no sólo condiciona a un país sino también a los habitantes presentes y futuros. Todos son convertidos en deudores y culpables ante el gran capital, como lo plantea Maurizio Lazzarato en La fábrica del hombre endeudado. El objetivo es que esta situación de endeudamiento del Estado no termine nunca, transformando la deuda externa en la deuda eterna y a cada uno en un deudor. Esta posición de hombre endeudado -que queda señalada muy claramente cuando se calcula cuánto debe exactamente cada ciudadano y también cuando, aún sin saber bien porqué ni cómo, recae sobre cada uno la responsabilidad de su pago- produce efectos subjetivos que transforman la vida y el país que se habita.
El contraer una deuda, sea por la vía de pedir prestado o por la vía de nacionalizar la deuda privada mediante el denominado “rescate”, no sólo condiciona a un país sino también a los habitantes presentes y futuros. Todos son convertidos en deudores y culpables ante el gran capital, como lo plantea Maurizio Lazzarato en La fábrica del hombre endeudado. El objetivo es que esta situación de endeudamiento del Estado no termine nunca, transformando la deuda externa en la deuda eterna y a cada uno en un deudor. Esta posición de hombre endeudado -que queda señalada muy claramente cuando se calcula cuánto debe exactamente cada ciudadano y también cuando, aún sin saber bien porqué ni cómo, recae sobre cada uno la responsabilidad de su pago- produce efectos subjetivos que transforman la vida y el país que se habita.
La
deuda conmueve al sujeto neoliberal: un emprendedor, un creyente de la
nueva religión del sí mismo, un omnipotente capaz de sostener que basta
con querer para conseguir lo que se desea. Este sujeto se piensa a sí
mismo con una lógica empresarial donde cualquier rasgo de solidaridad es
considerado superfluo: se trata de ganar un lugar en el mundo mediante
la competencia más despiadada. Todo se concibe como una lucha
exclusivamente particular, sin el otro. Máxima soledad para el máximo
beneficio. El sujeto neoliberal quiere escapar a esta lógica de la
deuda, pero no le es posible pues el mundo en el que vive se ordena por
esta cárcel. En ella todos somos impulsados a hacernos cargo de la
crisis económica que nos asola, crisis cuya explicación -por la vía del
“haber vivido por encima de las posibilidades reales” y por la vía de la
corrupción- esconde las políticas deliberadas de transferencia de
dinero que organiza el Estado. Mediante la reducción salarial, la
retirada de servicios sociales, las privatizaciones, los impuestos, los
rescates, etc. se empobrece a la población y el dinero capturado es
desviado hacia las grandes empresas y hacia los ricos.
¿Por qué los países, el pueblo, cada uno de los ciudadanos, aceptan
esta posición de hombre endeudado sin rebelarse contra ella? ¿Por qué se
siente que hay que pagar lo que se debe y honrar acuerdos que fueron
tomados por los gobernantes aunque se perciban como una estafa? ¿Por qué
la culpa si no se paga? En un artículo anterior trabajamos
cómo la lógica social y política no escapa a la lógica subjetiva. En
este caso se advierte con nitidez cómo la estructura del superyó está
encarnada en la fabricación del hombre endeudado. Dicho superyó es una
instancia psíquica freudiana que bajo la forma de una imposición somete a
los sujetos a sus designios. Estos designios pueden ser pensados como
un lugar de realización moral cuando en realidad son un aparato de
exigencias sinfín que conducen al sufrimiento, pues somete al sujeto al
absurdo de trabajar para acallarlos. Dicha instancia exige, por ejemplo,
una buena conducta, pero tiene la paradoja de que cuanto mejor se porta
el sujeto más lo conmina el superyó: es una demanda de buena conducta
infinita que termina causando un gran padecimiento. El descubrimiento
lacaniano es que este aparato superyoico se alimenta del sacrificio que
hace el sujeto para satisfacerlo.
Por lo tanto, cuanto más moral sea el hombre más le pedirá el superyó y más culpa sentirá el sujeto por no poder satisfacerlo. Es un circuito infernal, sin salida, si se sigue su lógica. En este recorrido circular se inscribe la relación acreedor-deudor: cuánto más paga el deudor más le falta por pagar y más culpa siente por no poder cumplir con lo que su moral le impone. El deudor se encuentra eternamente en falta con respecto al acreedor, lo que favorece efectos de sumisión a cualquier demanda.
Por lo tanto, cuanto más moral sea el hombre más le pedirá el superyó y más culpa sentirá el sujeto por no poder satisfacerlo. Es un circuito infernal, sin salida, si se sigue su lógica. En este recorrido circular se inscribe la relación acreedor-deudor: cuánto más paga el deudor más le falta por pagar y más culpa siente por no poder cumplir con lo que su moral le impone. El deudor se encuentra eternamente en falta con respecto al acreedor, lo que favorece efectos de sumisión a cualquier demanda.
Claro está que esto implica cerrar los ojos a la interrogación sobre
las causas de esta posición. No se trata de cargar la responsabilidad
exclusivamente sobre los que prestan, sino que -para una política
emancipatoria- es necesario introducir una pregunta sobre la aceptación
masiva de la deuda y de su pago por parte de los ciudadanos. Para
analizar la política de la deuda es preciso que los que se oponen a esta
estafa valoren cómo el capitalismo -tal como lo hace con los juegos del
mercado y las mercancías- sabe sostenerse en la estructura subjetiva
para llevar adelante su objetivo: el enriquecimiento. A la hora de
cualquier cambio que se pretenda ejercer sobre el pago de la deuda es
imprescindible estimar, como actor esencial, la ferocidad de la culpa y
la moral.
La iniciativa del Parlamento griego de
crear una comisión para auditar la deuda pública que los ahoga
-claramente impagable- y verificar su carácter odioso o ilegal es el
camino correcto. De esta manera se podrán contrarrestar las exigencias
superyoicas que velan la responsabilidad de cada uno en aceptar la
identificación con el hombre endeudado y que hacen el juego a la lógica
de la deuda utilizada para someter a los pueblos. De igual modo, la
constitución de la comisión parlamentaria que reivindica las
reparaciones de guerra de Alemania modifica radicalmente la manera en
que este país se piensa a sí mismo, es decir, muestra con qué
significantes los griegos deciden representarse.
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