El fenómeno del School Killer es típicamente norteamericano. Dos ingredientes se conjugan allí para favorecer estos hechos. Por una parte la existencia, en los protagonistas, de algún sufrimiento mental, muchas veces no diagnosticado previamente, que eclosiona en la adolescencia bajo la forma de un brote psicótico con pasaje al acto, primero homicida y, a veces, después suicida.
El otro ingrediente es el
acceso fácil a la tenencia de armas por
parte de la población civil, hecho que está en la raíz misma de la creación y
sostenimiento de esa sociedad.
No es el caso europeo ni español y eso explica
algunas especificidades como el tipo de armas utilizado. Lo que no parece
diferenciarse mucho son los motivos particulares, generalmente asociados a la
existencia de un trastorno delirante. Adolescentes que dicen oír voces que les
impulsan al pasaje al acto homicida. Si bien podemos encontrar previamente
algunos signos que cobran valor a posteriori (amenazas, actos bizarros), el
acto como tal es imprevisible.
No es una acción impulsiva, reactiva a una
provocación, sino una trama mental que va tomando cuerpo y obedece a una lógica
que el propio adolescente desconoce y se le impone como una misión. Esa trama
puede llevar un tiempo elaborándose hasta que algo desencadena el acto.
El trabajo a hacer con los alumnos y familiares debe
ir en el sentido de poner palabras al sinsentido de esa violencia, sin olvidar
a éste muchacho, causante de la tragedia. Para él, y para sus padres, se abre
también un tiempo para comprender algo de ese acto que lo ha desbordado
psíquicamente y cuyas consecuencias lo marcarán de manera decisiva.
Para la comunidad educativa y la sociedad se trata de
no caer en la tentación del pánico y negar ese carácter impredecible del sujeto
humano. Eso nos llevaría a una búsqueda delirante del riesgo cero, a medidas de
control inútiles y perjudiciales para los propios niños y adolescentes. Como el
carné de comportamiento del entonces (2005) ministro del interior francés
Sarkozy, o a un aumento de la ya creciente medicalización de la infancia.
La mejor prevención es encontrar las fórmulas para
conversar con los adolescentes, hacernos sus interlocutores y darles también un
testimonio de nuestro propio recorrido vital. No dejarlos solos frente a sus
inquietudes.
* Publicado en La Vanguardia. Miércoles, 22 de abril de 2015
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