Si hasta ahora hemos podido referirnos a la Historia del Pensamiento, la debilidad del pensar contemporáneo da paso a otra Historia, no completamente nueva, pero que asume rasgos inéditos: la Historia del Cuerpo. El siglo XXI inaugura un nuevo paradigma del cuerpo, que ya no es exaltado por la pasión cristiana sino convertido en uno de los objetivos prioritarios de la industria posmoderna de la felicidad.
Desde los albores de la humanidad, la felicidad ha sido un objeto de
la reflexión filosófica, es decir, un concepto abordado con los
instrumentos del pensamiento, sometidos ellos mismos a la relatividad de
las épocas, las ideologías y los condicionamientos culturales. En las
últimas décadas la tendencia comienza a cambiar, y la felicidad ya no es
un objeto disputado por el debate político, ético o psicológico, sino
que se ha convertido en un campo de experimentación y análisis
científico. La aspiración consiste en suponer que los instrumentos de la
ciencia y la técnica pueden ponerse al servicio de la construcción de
un modelo objetivo de felicidad, una felicidad que no dependa de lo que
el sujeto “siente”, sino que se propague como una fórmula apoyada en
funciones inobjetables, no sometidas a las variabilidades culturales,
subjetivas o locales, sino elevadas a la categoría de una verdad
absoluta, respaldada por el conocimiento pretendidamente científico,
término que ha ido cobrando la sacralidad que hasta no mucho tiempo era
solo patrimonio de las religiones.
Haciendo gala de una extraordinaria
clarividencia, el revolucionario francés Saint Just llegó a proponer
que la felicidad era una cuestión política, adelantándose casi
doscientos años al pensamiento biopolítico actual. No obstante, las
transformaciones de la cultura se suceden a un ritmo vertiginoso, y la
felicidad va siendo rápidamente colonizada como un objetivo de la
ciencia, o más específicamente de la técnica. Y dado que la satisfacción
es inconcebible sin la dimensión del cuerpo (incluso en aquellas
satisfacciones que suelen considerarse propiamente sublimadas o
intelectuales), ahora se trata de concentrarse en él, de exaltarlo, pero
no a través de la promoción perversa del dolor y la llaga, de la
concupiscencia y el pecado, sino como destinatario de la promesa de
bienestar supremo.
El discurso contemporáneo ha abonado el terreno para
cultivar la ideología de la salud, a fin de hacerle rendir los frutos
que alimenten los dictámenes del mercado. Todas las piezas de la
maquinaria neoliberal se han puesto en funcionamiento, alentadas por el
evangelio de la seguridad, que no solo se ocupa de la prevención de los
atentados terroristas sino también de los enemigos que asaltan nuestro
organismo. La vida sana es una grandiosa industria que demuestra la
extraordinaria plasticidad del capitalismo, su inédita astucia para
obtener plusvalía mediante un cambio permanente de estrategia, conforme a
las necesidades del momento.
En los Estados Unidos McDonald’s va
desapareciendo poco a poco, y en su lugar florecen nuevas cadenas que
nos atan a la servidumbre de la comida sana, ecológica y limpia. El fracking y la minería a cielo abierto, sin escatimar todo el cianuro necesario, conviven con las empresas “eco friendly”
dedicadas a reparar esos daños, y todas ellas tienen muchos accionistas
en común. Pero ahora hay una convergencia cada vez mayor en la venta de
la prosperidad corporal, por el bien de los usuarios y la alegría de
muchas corporaciones. El negocio del cuerpo busca la justa medida de los
goces que le convienen, y la eternidad ya no pertenece al reino de los
cielos, sino al esfuerzo denodado de la ciencia por regalárnosla aquí en
la tierra. Por supuesto, el lector sabrá apreciar el carácter figurado
de esta última frase, puesto que en este mundo no se regala nada, todo
se compra y se vende, sin desestimar al mismo tiempo la innegable
democratización de la técnica, que pone el bienestar cada vez más al
alcance de los bolsillos poco abultados.
Fumar y ser gordo no solo es malo para la salud. Lo es, y afirmo no
formar parte del contraterrorismo que propaga la idea de que el cáncer
de pulmón, la diabetes y las enfermedades coronarias son un invento de
la Big Pharma para vendernos sus productos. Pero estar sano no solo es
ahora un objetivo razonable, sino un imperativo moral, un propósito que
debe conseguirse por todos los medios, porque la enfermedad y la muerte
ya no tienen cabida en la mentalidad contemporánea.
El yo cuantificado
En los últimos años, un grupo de informáticos, periodistas e
investigadores, han puesto en marcha un importante movimiento que posee
ya ramificaciones en todo el mundo: The quantified Self (El Yo Cuantificado), que agrupa a miles de personas dedicadas al selftracking,
un neologismo que se traduce más o menos como “autorastreo”. Con la
ayuda de toda clase de instrumentos técnicos de medición que pueden
llevarse cómodamente en el cuerpo (relojes, pulseras, brazaletes,
sensores térmicos y acelerómetros), los adeptos al Quantified Self
dedican gran parte de su tiempo a medirlo todo: el ritmo cardíaco, la
presión sanguínea, el número de pasos andados, las características del
sudor. La filosofía es muy simple: todo aquello que puede medirse, debe
ser medido. O como lo expresa Gary Wolf, uno de los fundadores del
movimiento: “Se trata de una prueba que comienza por una persona muy
importante: tú mismo”. Desde luego, la sacralización del yo no es algo
que Gary Wolf haya inventado. Su mérito, junto con el de sus colegas,
consiste en promover una presunta objetivación del narcisismo. Todas las
constantes que se evalúan, no solo implican para ellos la búsqueda de
la salud física, sino que suponen la posibilidad de encontrar el
algoritmo de la felicidad. El propósito último es la gigantesca
acumulación de datos que presuntamente nos ayudarán a construir un mapa
personalizado de cada organismo, y a penetrar en los pliegues secretos
donde se inician los mecanismos del humor, los yacimientos escondidos
que fabrican la química de nuestros estados de ánimo, emociones y
deseos.
Larry el Sucio
En su brillante artículo “The measured man” (“El hombre medido”)
Mark Bowden, figura destacada del periodismo norteamericano, narra la
saga de Larry Smarr, uno de los héroes más aclamados por el movimiento
Quantified Self. Astrofísico, padre fundador de las investigaciones que
condujeron a la creación de Internet, este genio laureado con todos los
honores internacionales a los que un científico puede aspirar, abandonó
hace años el rastreo del Cosmos para dirigir su enfoque hacia un
universo más apasionante e infinito: la materia fecal. Larry mide
diariamente todos los marcadores orgánicos de su cuerpo: temperatura,
ritmo cardíaco, presión arterial, análisis de sangre y de orina, pero su
pasión fundamental se centra en sus propios excrementos, de los que
extrae muestras permanentes que envía a los laboratorios para guardarlas
más tarde en un gran congelador. Citémosle, puesto que sus palabras,
pese a referirse a sus desperdicios, no tiene por el contrario
desperdicio alguno: “¿Se ha preguntado alguna vez -dice dirigiéndose al
periodista- la riqueza de información que hay en su caca? Hay alrededor
de cien mil millones de bacterias por gramo. Cada bacteria posee un ADN
cuya longitud promedio es aproximadamente de diez megabases, digamos
que un millón de bytes de información. Eso significa que la materia
fecal humana tiene una capacidad de datos de aproximadamente cien mil
terabytes de información acumulada en cada gramo. Eso es infinitamente
más información de la que contiene el chip de su smartphone o su PC. De
modo que la caca es muchísimo más interesante que un ordenador”. Larry
habla con indisimulado entusiasmo sobre su caca, y no tiene reparos en
abrir su congelador para mostrar las miles de muestras que almacena.
Larry, posiblemente sin saberlo, no solo es el hombre medido, sino la metáfora viva del núcleo más profundo del capitalismo: una sistema cósmico, un universo cerrado y regido por fuerzas incontrolables, que gira alrededor de un núcleo central: la mierda. Larry acumula mierda, pero enseña que la mierda no solo es riqueza, oro puro, como Freud supo demostrarlo al echar luz sobre la equivalencia entre el dinero y las heces, sino también una fuente inagotable de datos. Caca=datos=dinero, es la fórmula final y definitiva de la civilización contemporánea, donde todo (incluida la caca) es mercancía aprovechable y negociable, sin olvidarnos de que en el conjunto se incluye a los seres humanos como desechos potenciales o realizados, según las circunstancias. En el gran manicomio global, el cuerpo pude ser secuestrado para experimentos farmacológicos (de los que Mengele fue el pionero indiscutible) o puesto en el circuito de la salud compulsiva. La diferencia depende en gran parte del lugar donde a cada cuerpo le ha tocado nacer.
Larry, posiblemente sin saberlo, no solo es el hombre medido, sino la metáfora viva del núcleo más profundo del capitalismo: una sistema cósmico, un universo cerrado y regido por fuerzas incontrolables, que gira alrededor de un núcleo central: la mierda. Larry acumula mierda, pero enseña que la mierda no solo es riqueza, oro puro, como Freud supo demostrarlo al echar luz sobre la equivalencia entre el dinero y las heces, sino también una fuente inagotable de datos. Caca=datos=dinero, es la fórmula final y definitiva de la civilización contemporánea, donde todo (incluida la caca) es mercancía aprovechable y negociable, sin olvidarnos de que en el conjunto se incluye a los seres humanos como desechos potenciales o realizados, según las circunstancias. En el gran manicomio global, el cuerpo pude ser secuestrado para experimentos farmacológicos (de los que Mengele fue el pionero indiscutible) o puesto en el circuito de la salud compulsiva. La diferencia depende en gran parte del lugar donde a cada cuerpo le ha tocado nacer.
El músculo financiero es un fabuloso esfínter virtual que retiene,
acumula o evacúa, según los ritmos poderosos del mercado. Larry mide los
índices de su cuerpo con más ahínco y rigurosidad que los Down Jones,
Nasdaq, Nikkei, o Ibex 35, pero la esencia es la misma: la acumulación
de capital y de mierda, indistintos en su materialidad informativa.
Por fortuna, en el manicomio global no faltan algunas voces
reflexivas. El Dr. H. Gilbert Welch, profesor de medicina en el
Dartmouth Institute for Health Policy and Clinical Practice (Instituto
Dartmouth de Política Sanitaria y Práctica Clínica) escribió un libro
titulado Overdiagnosed: making people sick in the pursuit of health
("Sobrediagnóstico: cómo enfermar a la gente en la búsqueda de la
salud") en el que se muestra escéptico sobre las nuevas tecnologías
aplicadas a la promoción delirante de la salud. “Los datos no son
información. La información no es conocimiento. Y desde luego, el
conocimiento no es sabiduría”. Es probable que el Dr. Welch no haya
leído a Lacan, pero no lo ha necesitado para afirmar que “aunque suene
contradictorio, la anormalidad es normal”. Toda medición del cuerpo
necesariamente acabará por hallar algo que va mal. “La esencia de la
vida es la variabilidad. El monitoreo constante es una receta para todos
que nos juzga como enfermos. De ese modo, se promueve el
intervencionismo”. Y el intervencionismo, aclara, nunca está exento de
riesgos. La sociedad que nunca jamás se empeñó tanto y tan obsesivamente
en la prevención de los riesgos, está sórdidamente empujada hacia un
horizonte que los multiplica, creándose de este modo un movimiento
circular que nadie sabe cómo detener.
Su majestad, el tecnobaby
Kevin Ashton, un informático británico del MIT, creó el término “Internet de las cosas”
para designar la red que vincula objetos físicos (“cosas”) provistos de
componentes electrónicos, sensores y conectividad, capaces de
intercambiar datos entre sí y con un operador a distancia.
Por “cosas”
se entiende una gran variedad de dispositivos, desde monitores cardíacos
implantados en el cuerpo, biochips insertados en personas o animales,
sistemas de termostato o lavavajillas activados y monitorizados desde el
teléfono móvil. Pero por si acaso nos faltaba alguna cosa por medir,
controlar y vigilar en el panóptico de la red, el mercado ya lo ha
encontrado mucho antes de que a usted le dé tiempo imaginarlo.
La compañía Sproutling, con sede en San Francisco, agotó los
pedidos de sus monitores para bebés antes de que salieran a la venta.
Una suave banda elástica que se coloca en uno de los tobillos del bebé
mide la temperatura, el ritmo cardíaco y respiratorio, los movimientos
cuando duerme, y es incluso capaz de predecir en cuánto tiempo el niño
habrá de despertarse, a fin de que sus padres puedan planificar mejor
sus tareas. Todo ello queda registrado y llega de inmediato a la
pantalla de un dispositivo móvil IOS o Android que los progenitores
revisan constantemente. Los padres -en especial los primerizos- son el
blanco fundamental y explícito de estos nuevos objetos de consumo
bendecidos por el credo de la seguridad. Cada vez que un dato evidencia
algo anómalo, suena una alarma. La frecuencia de “falsos positivos” es
tan grande, que muchos padres viven angustiados durante el día y no
logran dormir por la noche, produciéndose el efecto exactamente
contrario al esperado: que el internet de las cosas contribuya a
aumentar la inquietud de los tecnoprogenitores, en lugar de aliviarla.
El fantasma que se agita en el fondo de esta moderna locura de control
(que incluye el uso de pañales “inteligentes” que analizan la orina del
bebé y envían los datos de los marcadores bioquímicos al smartphone) es
el temor al síndrome de muerte súbita, una enfermedad de causa
desconocida, y que para la que ningún dispositivo de control preventivo
posee la más mínima utilidad. Para colmo, los bebés perfectamente
normales tienen variaciones cardíacas y respiratorias frecuentes que
obsesionan a los padres, obligándolos a aumentar la frecuencia con la
que -presa de la angustia latente- consultan sus pantallas, literalmente
desbordados con datos que exceden por completo la capacidad de ser
comprendidos, analizados y transformados en una intervención sensata.
Los médicos son por ahora escépticos respecto de la utilidad de estos
aparatitos, puesto que incluso los monitores hospitalarios dotados de
una tecnología cien veces más sofisticada suelen enviar datos erróneos o
falsas alarmas. Sin embargo, los fanáticos del selftracking, no conformes con rastrearse a sí mismos, admiten en su site Quantifiedbabies su “obsesión por rastrear a nuestros pequeños”
(sic). Su lema, expuesto en la página de inicio de su web, reza: “Somos
padres que nos cuantificamos a nosotros mismos, empleando todos los
instrumentos, desde Fitbit a Withings. Queremos aplicar el mismo rigor [sic] a aquellos que no pueden aplicárselo a sí mismos: nuestros hijos”.
En el año 2004, Jaques-Alain Miller y Jean Claude Milner publicaron el libro ¿Desea usted ser evaluado?,
en el que analizaban y advertían sobre la verdadera voluntad
aniquiladora de la subjetividad que subyace a la ideología de la
medición absoluta. Kevin Gaut, Julia Nacsa y Marcel Penz, investigadores
de la Universidad de Umea en Suecia, crearon un experimento denominado
Baby Lucent para estudiar los peligros potenciales generados por los
dispositivos para bebés: el aumento de la angustia en los padres, la
inhibición de lo que consideran “intuición parental” y el incremento de
la distancia entre padres e hijos.
Durante los años cincuenta, siguiendo
las huellas del descubrimiento freudiano, Jaques Lacan propuso una
teoría para demostrar que lo específicamente humano de la comunicación
entre el bebé y la madre (entendiéndose aquí por madre cualquier figura
que cumpla dicha función) es el proceso por el cual el grito del bebé,
provocado por el estímulo de una necesidad orgánica, es “decodificado”
por el adulto, es decir, transformado en un significado humano,
subjetivo, y por lo tanto “encriptado” según el modo en que es
“traducido” por el receptor. Este pasaje del grito a su encriptación
significativa, lejos de realizarse según un patrón de análisis
algorítmico de datos, se procesa conforme al inconsciente de la madre,
lo cual da lugar a la mayor “equivocación” de la existencia: que la
respuesta que el bebé obtiene le reserva siempre una satisfacción
fallida. Pero la paradoja consiste en que de no mediar esa falla
originaria los seres hablantes no tendríamos deseos, puesto que los
deseos son el residuo reactivo que sedimenta como resultado de esa
frustración inevitable, y que forma el lecho vital de todo sujeto
humano, el verdadero y constante “motor de búsqueda”.
A pesar de los esfuerzos de Miller y Milner, la respuesta a la
pregunta que dio título a su brillante ensayo es: “Sí. Todos queremos
ser evaluados, medidos, tasados, confiados a la supuesta infalibilidad
de los datos, las cifras, las estadísticas, la falsa objetividad con la
que se pretende 'iluminar' los rincones opacos y sutiles del ser
hablante”.
Aunque es pronto para aventurarse, no podemos descartar que
el internet de las cosas, en su aspiración por obtener una lectura del
grito primario limpia y libre de las “impurezas” del deseo de la madre,
pueda ser un factor determinante en la causalidad de la psicosis
infantil. Lo que sí se posible afirmar sin temor a equivocarse, es que
el triunfo de la religión previsto por Lacan no proviene de una reacción
al sinsentido del discurso científico-técnico. Ese discurso es ahora la
religión, la única y la verdadera.
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