Una de las mentiras de la civilización actual es el
empuje a la victimización que -cual epidemia- atraviesa nuestra cultura, época
de la victimización o desresponsabilización generalizada. La idea es que el
sujeto puede ser, en cualquier momento y todo el tiempo, la víctima de un daño
-de cualquier daño- que le sucede por azar y del cual no tendría ninguna
responsabilidad. Es el otro el que somete a la víctima a una situación de
pasividad no deseada que impide cualquier escapatoria y lo que le queda a la víctima
es la queja y la denuncia. Así puede lograr alguna forma de justicia y
reparación o hacer de esta posición una forma de identidad, entregándose a la
causa de la defensa de las víctimas bajo el paraguas de asociaciones ad hoc.
Señalemos que el estatuto de víctima no queda restringido a ella, sino que se
extiende a su entorno y es heredable.
Sabemos de la importancia creciente que ha cobrado
este significante al punto de generar, a partir de la década de 1960, el
desarrollo de una ciencia llamada “Victimología” gracias a dos criminólogos:
Hans von Hentig y Benjamin Mendelsohn. Alrededor de ella se han desarrollado
numerosas sociedades que pretenden alcanzar políticas victimales, dirigidas a
impedir el hecho y a recuperar a las víctimas. Nadie escapa a la posibilidad de
ser víctima de algo -incluso de las cosas más inverosímiles-, ya que cualquier
suceso traumático confluye como por un embudo en una misma y única consecuencia:
ser víctima.
El desfallecimiento de la función paterna -encarnada
en el Estado- que permitía depositar la confianza en que éste se iba a ocupar
de juzgar y castigar, y que ofrecía al sujeto un sostén sin pensarse como una
víctima, ha contribuido también a promover la victimización. Si el Estado
desfallece como Otro capaz de nombrar el acontecimiento traumático y cesa en su
función simbólica de ordenamiento, deja a los sujetos consolidados en una
posición de objeto en relación al Otro. Es una paradoja: cuánto más se debilita
el Otro en su función pacificadora, más los sujetos lo hacen existir bajo el
modo de responsabilizarlo de todo lo que les ocurre.
Todo lo anterior no termina de dar cuenta del porqué
de la victimización generalizada. Introduciremos otro aspecto, ilustrado por un
caso. El titular de la noticia: "La Iglesia italiana denuncia a un cura
por ciberacoso sexual". La víctima es Andrea Baldon, un cocinero de 32 años
al que se le ocurrió buscar a través de Facebook un “guía espiritual” que lo
ayudara a afrontar el mal trance que estaba viviendo: su padre estaba enfermo,
su hermano se había divorciado y él acababa de quedarse sin trabajo. Católico
practicante, a través de ciberamigos comunes, entró en contacto con un
sacerdote. Muy rápidamente las conversaciones empezaron a tomar un rumbo
imprevisto. “Me llamaba amor, decía que yo le gustaba y un día me confesó que
era gay y que tenía frecuentes relaciones sexuales con otros curas”.
Posteriormente, el sacerdote le exigió escenas sexuales a través de la cámara
web prometiéndole que le iba a conseguir un trabajo. Por culpa del acoso
abandonó a su novia y empezó a consumir tranquilizantes hasta que decidió
denunciar los hechos al tribunal eclesiástico. Baldon presentó como prueba más
de 300 conversaciones vía internet con el sacerdote, capturas de pantalla y los
vídeos en los que, según su denuncia, quedaría demostrado el acoso sexual por
parte del religioso. La reacción de la jerarquía, aun tratándose de una
relación entre dos adultos, fue más rápida de la habitual y destituyó al
párroco.
Veamos la estructura fantasmática de la escena que se
denuncia. Un sujeto es víctima del Otro, de un acto que lo coloca en el lugar
de objeto de un goce del cual no puede salir o sólo consigue hacerlo in extremis.
Ninguna responsabilidad, ninguna pregunta en él acerca de por qué le pasa esto.
La historia parece un chiste: 300 conversaciones y videos sexuales en los que
el denunciante ha realizado actos para el otro y, sin embargo, él denuncia al
otro por aquello que lo “obligó” a hacer y porque lo “acosa”. Lo que queda
velado en la denuncia es la responsabilidad subjetiva de Baldon en esa escena
de la cual se queja. Es el sujeto Baldon el que desaparece en la posición de
víctima y su denuncia no hace otra cosa que mostrar lo que de él ha sido
comprometido: su propia sexualidad. Al asumir la posición de víctima
irresponsable, coloca fuera todo lo que volitivamente jugó en lo sucedido y se
muestra siendo objeto del Otro.
Esta noticia pone en evidencia con qué se relaciona
conceptualmente la posición de víctima, favoreciendo el desencadenamiento de la
victimización generalizada. Nos referimos a una estructura conocida como estructura
de desconocimiento del yo. Ésta consiste en que el yo se cree yo sin la
necesidad de haber pasado, para constituirse, por el encuentro con el otro y su
palabra, por ejemplo la de los padres. El yo desconoce esto y se cree yo: goza
de ser yo. Se ensimisma, lo que es una forma de denominar al narcisismo, y este
narcisismo sin mediación favorecerá el enfrentamiento con el mundo, tal como lo
describe Hegel en su ley del corazón. El yo quedará enfrentado con el orden de
mundo ya que éste no coincide con lo que él espera. Es el delirio de identidad
el que conducirá al yo a estigmatizar al mundo y a golpearlo, y tendrá como
contrapartida recibir los golpes del propio mundo: al golpear al mundo es en
realidad a sí mismo a quien golpea.
Jacques-Alain Miller afirma que “hay una afinidad
estructural, constante, entre el yo y la posición, la vocación incluso, de
víctima”, efecto de la estructura general de desconocimiento del yo. Como
sostiene Jacques Lacan, hay una cierta locura en creerse un rey, pero no está
menos loco un rey que se cree rey. El no guardar una cierta distancia entre el
sujeto y el ser, el no interponer el semblante, el creerse fervientemente la
identificación, el tomarse la realidad demasiado en serio, tiene como
consecuencia convertirse en una potencial víctima del otro. Es la ley de la ley
del corazón: se termina como víctima si el sujeto se lo cree cuando ocupa tal
función, ya que su destino ya está escrito allí. Esta posición donde lo que
prima es la unicidad del yo termina, como afirma Lacan, en el aislamiento de la
víctima y en encontrar un verdugo: “es la ley de la victimización inevitable
del yo". El ejemplo de Baldon ilustra bien cómo al desconocer el yo su
propio goce sexual termina sumido en la posición de víctima.
Hay algo que favorece la posición de víctima en la
estructura humana, algo que resulta de desconocer la radical hendidura
subjetiva que nos habita y de querer construir una identidad sin fallas donde
sostenerse. Llamativa paradoja entonces la que se le plantea a la Victimología
y a las asociaciones de víctimas. En su intento de sacar a la víctima de ese
lugar y de reparar el daño sufrido, dotan al sujeto de la identidad víctima
y ésta conduce a consolidar dicha posición irresponsable que por estructura
habita en la subjetividad.
Por este camino no hay salida a una circularidad que se alimenta retroactivamente; no hay salida a lo que la víctima vela, porque esta identidad -asumida con una cierta inocencia- asegura un goce mortífero, goce sostenido en el enmascaramiento de los resortes inconscientes que lo determinan. La identidad víctima, asumida como respuesta a lo real de un trauma, es decir, a su sinsentido, sitúa al sujeto en la posición fantasmática de ser objeto del goce del Otro y en ello se hace evidente la elección de un sacrificio y también una decisión en la que se juega la existencia. Seguramente tiene interés pensar las coincidencias que tiene todo esto, en el momento actual, con la conformación del nuevo sujeto neoliberal.
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