El término “víctima” se asocia con frecuencia en los
discursos -sociales, filosóficos o jurídicos-, vinculados a los Derechos
humanos, con el término “dignidad”, bien sea porque se hable de que se le ha
arrebatado su dignidad a la víctima o bien sea porque se abogue por darle o por
devolverle su dignidad.
La dignidad se
considera en esos mismos discursos un valor del ser humano en cuanto es
autónomo y puede tomar decisiones con libertad, es decir, sabe gobernarse a sí
mismo, lo que le vuelve merecedor de respeto. Podríamos decir, ayudándonos de
las operaciones lacanianas de causación subjetiva, que la dignidad sería una
cualidad del sujeto que se ha procurado un estado civil separándose del Otro.
Pero hay
situaciones en las que la autonomía de la persona está severamente disminuida,
cuando no cancelada, y, sin embargo, los sujetos mantienen su dignidad. La
dignidad puede entonces pensarse más bien como algo que un sujeto puede perder
por sí mismo que algo que los otros pueden arrebatarle o, en consecuencia,
devolverle.
Ella nombra la
capacidad de elegir, incluso en aquellas ocasiones en que, en muchos sentidos,
no se puede elegir nada. Implica la capacidad de responder aunque, a veces, la
única respuesta posible ante la confrontación con un real indecible sea el
silencio. Otras, por ejemplo, el sujeto aborda lo irrepresentable a través de
la escritura.
En sus Memorias
de la casa muerta,1 de 1862, Dostoievski recoge parte de su
experiencia en el presidio militar de Omsk (Siberia) donde fue deportado, a
mediados del siglo diecinueve, por su activismo socialista. Si el ingreso en
prisión le sume de entrada en la desesperación y el aislamiento, poco a poco
empieza a relacionarse con los otros presidiarios: algunos, prisioneros políticos como él; otros, soldados procedentes
de batallones de castigo, pero la mayoría contrabandistas, falsificadores y
bandoleros de oficio, pequeños ladrones, homicidas ocasionales, etc. También,
algunos “criminales pervertidos y feroces”. A excepción de unos pocos nobles
como él, la mayoría son gente del pueblo, cuyas vidas parecen dramáticamente
determinadas desde su inicio por unas condiciones socioeconómicas en extremo
duras.
Con un relato
organizado a modo de un informe sobre el presidio, va describiendo a los otros
presidiarios, pero también a los mandos. Cuenta sus rutinas pero también sus
rigores: la arbitrariedad de la disciplina y de los castigos físicos, las
torturas y las humillaciones vanas y, también, la crueldad de las normas sin
sentido. Pero, “el hombre, escribe, es un ser que se acostumbra a todo; ésa es,
pienso, su mejor definición”.2
Dostoievski
descubre en el presidio una realidad común e infame a la que, en tanto
aristócrata, no ha sido sensible hasta la fecha: el dolor del pueblo ruso
condenado de entrada a una vida injusta y miserable, sin esperanza. Este
descubrimiento le transforma llevándole a cuestionar los ideales políticos por
los que ha ido a prisión.
“Los hombres,
afirma, son hombres en todas partes. Incluso, en el presidio, entre criminales,
durante esos cuatro años pude, finalmente, distinguir a la gente”. Esto le hace
valorar finalmente que el tiempo pasado en el presidio, pese a todo, no ha sido
en vano: desconocedor hasta entonces, como aristócrata, de la realidad del
pueblo ruso, ahora lo conoce mejor que nadie y puede escribir sobre él. Esta
transformación tiene, para él, un sentido de regeneración que expresará en las
últimas líneas de las Memorias, como la posibilidad de una nueva vida,
lo que llama “una resurrección de entre los muertos”.3 Este cambio se hará patente en Apuntes
del subsuelo,4
de 1864, su siguiente obra.
Las Memorias
inauguran la literatura penal rusa y su estilo influirá y proporcionará el
marco a otras obras posteriores, tal y como se puede apreciar en el reportaje
que hizo Chéjov, en 1895,5 en la isla de Sajalín donde había una
colonia peninteciaria; o también, en las obras de Alexander Solzhenitsin sobre
los gulags soviéticos, ya en el
siglo XX.6
Encontramos la
marca de esta obra asimismo en la llamada Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi.7 El autor
hace allí un guiño a las Memorias cuando, al agradecer las únicas
palabras amables recibidas a su llegada al Lager, afirma no haber
olvidado la cara mansa del joven prisionero que le “acogió en el umbral de la
casa de los muertos”.8
Las reflexiones
sobre qué es un hombre atraviesan la trilogía. Para él, los hombres no son
hombres en todas partes como decía Dostoievski: No son hombres siempre. Es el
uso de la palabra, afirma, el que hace que los hombres sean hombres.
En el Lager,
“el uso de la palabra había caído en desuso (...)”.9 “Los
prisioneros eran despojados de todo, hasta de sus nombres”. Respecto a los
nazis y a todos aquellos prisioneros que colaboraron en distinto modo y grado
con ellos, añade: “Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad
–podríamos leer “su dignidad”-, estaba sepultada o ellos mismos la habían
sepultado bajo la ofensa súbita o infligida a los demás (...) Todos ellos
estaban emparentados por una unitaria desolación interna”.10
Gracias a otro
prisionero, que le hace recordar que aún había un mundo justo fuera del suyo,
Primo Levi afirma no haber olvidado que era un hombre11 durante ese
tiempo marcado por la “huelga moral del nazismo”.12 Una afirmación
que me recuerda otra distinta realizada, años después, por Aaron Appelfeld
según la cual, a pesar de todo lo vivido durante la segunda guerra mundial, él
ha seguido confiando en la humanidad.13
Palabra y
silencio
Si el uso de la
palabra a menudo nos humaniza, esto no quiere decir sin embargo que el silencio
necesariamente nos deshumanice. El uso de la palabra, tomar la palabra, pone
siempre en juego un tiempo propio para cada uno y, más aún, después del
encuentro con un real devastador que hace caer los ideales de la civilización
en los que nos sostenemos. Este
tiempo es particular a cada cual y es necesario, no se puede forzar ni juzgar
como algo negativo.
Jorge Semprún lo
transmite muy bien cuando explica en La escritura o la vida14
que, a su salida de Buchenwald, él necesitó más de diez años para poder empezar
a escribir, porque si lo hacía, sabía que no podía escribir sobre otra cosa que
sobre lo vivido en el Lager. Necesitaba tomar distancias del hecho de
haber sido atravesado por la muerte, de haberla vivido de algún modo, de haber
regresado de ella.15 Él no podía escribir y elegir la vida.
Hay el tiempo
propio de cada cual para poner la distancia, la separación con el Otro, que
pensar requiere. Es el tiempo particular para salir de la “casa de los
muertos”, es decir, para volver a desear después de la devastación.
Sin embargo, no
se trata de contraponer víctima y sujeto, de hacer equivaler a alguien
identificado a una víctima con alguien en posición de objeto. Identificarse a
la víctima puede ser la manera en la que un sujeto tome la palabra. A veces, un
sujeto puede hacer un uso del significante “víctima”, por ejemplo, para empezar
a separarse del encuentro con un goce devastador y ponerse así del lado de la
vida.
La clínica
analítica es una clínica siempre del uno por uno. Y la única dignidad que
podemos “dar” a un sujeto es tratarlo como tal, concederle su lugar y su tiempo
para que en algún momento pueda advenir, es decir, responder.
* Texto publicado en PIPOL News, boletín del Congreso europeo PIPOL 7, el 20 de abril de 2015. http://www.pipolnews.eu/es/
Notas
1. Dostoievski,
Fiodor, Memorias de la casa muerta, Barcelona, De Bolsillo, 2004.
2. Op. cit.,
p. 45.
3. Op. cit.,
p. 414.
4. Dostoievski, Fiodor, Apuntes del
subsuelo, Madrid, Alianza Editorial, 2000.
5.
Chèjov, Anton, La isla de Sajalín, Barcelona, Alba, 2005.
6. Obras
tales como Un día en la vida de Iván Ilich o Archipiélago Gulag.
7. Levi, Primo, Trilogía
de Auschwitz, Barcelona,
Aleph Editores, 2005.
8. Op. cit.,
p. 53.
9. Op. cit.,
p. 549.
10. Op. cit., p.
550.
11. Op. cit., p.
156.
12. Levi, Primo, Vivir
para contar. Escribir tras Auschwitz,
Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.
13. Appelfeld,
Aharon, Historia de una vida, Península, Madrid, 2005.
14. Semprún,
Jorge, La escritura o la vida, Tusquets,
Barcelona, 1998.
15. Op. cit.,
p. 27.
Añado las
traducciones hechas al francés e italiano para el trabajo preparatorio del
Congreso PIPOL 7, con mi agradecimiento
a los traductores: Jean-François Lebrun, por la versión francesa y Luissella
Rossi, por la italiana.
Visite: http://www.elblogdemargaritaalvarez.com/
******
Sur la dignité de la victime. Parole et silence
Les discours, social, philosophique ou juridique, liés aux Droits de
l’Homme, associent fréquemment le terme « victime » au terme
« dignité », soit pour dire que l’on a enlevé à la personne sa
dignité, soit pour plaider qu’on lui donne ou qu’on lui rende cette même
dignité.
La
dignité, dans ces mêmes discours, est considérée comme une valeur de l’être
humain en tant qu’il est autonome et qu’il peut librement prendre des
décisions, autrement dit qu’il sait se gouverner lui-même, ce qui le rend digne
de respect. Nous pouvons donc considérer, à la lumière des opérations
lacaniennes de causation du sujet, que la dignité est une qualité
intrinsèque au sujet, lequel s’est procuré un état civil en se séparant de l’Autre.
Mais il est des situations dans lesquelles l’autonomie de la personne se
trouve sévèrement diminuée lorsqu’elle n’est pas totalement annulée, et dans
lesquelles cependant les sujets gardent leur dignité. La dignité peut alors
tout à fait se concevoir comme quelque chose qu’un sujet peut perdre par
lui-même, quelque chose que les autres peuvent lui retirer ou, en conséquence,
lui restituer.
La dignité nomme la capacité de choix, y compris dans les circonstances où,
de diverses façons, on ne peut rien choisir. Elle implique la capacité de
répondre, encore que face à un réel indicible, l’unique réponse possible soit
parfois le silence. C’est parfois au travers de l’écriture que le sujet
trouve à aborder l’irreprésentable.
Dans ses Récits de la maison des morts [1], datant de 1862,
Dostoïevski rapporte une part de son expérience du bagne militaire à Omsk
(Sibérie) où il a été déporté pour activisme socialiste, au milieu du
dix-neuvième siècle. Si l’entrée en prison le plonge dans le désespoir et
l’isolement, il commence peu à peu à se mettre en relation avec les
autres bagnards : certains, prisonniers politiques comme lui, d’autres,
soldats venant de bataillons disciplinaires, mais la plupart, contrebandiers,
faussaires et brigands de métier, petits délinquant, homicides occasionnels,
etc. Il y a également, quelques « criminels pervers et féroces ».
Excepté quelques aristocrates comme lui, la plupart sont issus du peuple, et
leur existence paraît déterminée dès le départ de façon dramatique par des
conditions socioéconomiques extrêmement dures.
Dans un récit construit sous forme de rapport sur le bagne, il décrit les
autres bagnards, mais également les geôliers. Du bagne il raconte les routines,
mais aussi les rigueurs : l’arbitraire de la discipline et des
châtiments physiques, les tortures et les humiliations vaines, de même que la
cruauté de règles dénuées de sens. Mais « l’homme, écrit-il, est un
être qui s’accoutume à tout, c’est, je pense, sa meilleure définition.[2] » Dostoïevski découvre
au bagne une réalité ordinaire et infâme à laquelle, en tant qu’aristocrate, il
n’a pas avant cette date été sensible : la douleur du peuple russe, condamné
d’entrée à une vie injuste et misérable, dénuée d’espoir. Cette découverte le
transforme, le portant à questionner les idéaux politiques pour lesquels il a
été mis en prison.
« Les hommes, affirme-t-il, sont des hommes en tout lieu. Y compris au
bagne, entre criminels ; j’ai pu enfin durant ces quatre années
découvrir le peuple ». Cela le conduit à réaliser que finalement le temps
passé au bagne, malgré tout, n’a pas été vain : en tant qu’aristocrate
ignorant jusqu’alors de la réalité du peuple russe, il le connaît à présent
mieux que personne et il peut désormais écrire sur lui. Cette transformation
prend pour lui la signification d’une régénération, qu’il exprimera dans les
dernières lignes des Récits comme la possibilité d’une vie nouvelle, ce
qu’il nomme « une résurrection d’entre les morts.[3] » Ce changement
mutation se fait patente dans Notes d’un souterrain[4], de 1864, son œuvre
suivante.
Les Récits inaugurent la littérature concentrationnaire russe, et
leur style influera et imprimera de sa marque les œuvres ultérieures, comme on
peut en juger dans le reportage que fit Tchékhov[5] en 1895 sur les îles de Sakhaline, ou encore au XXème siècle dans les
œuvres d’Alexandre Soljénitsyne[6] sur le goulag soviétique.
De la même manière, nous trouvons la marque de cette œuvre dans ce qu’on
appelle la Trilogie d’Auschwitz, de Primo Levi[7]. L’auteur fait là un clin
d’œil aux Récits de Dostoïevski: témoignant de sa reconnaissance pour
les uniques paroles aimables reçues à son arrivée au Lager, il affirme ne pas
avoir oublié le visage doux du jeune prisonnier qui l’a « accueilli au
seuil de la maison des morts.[8] » Les réflexions sur ce qu’est un homme traversent la Trilogie.
Pour lui, les hommes ne sont pas des hommes en tout lieu, comme le disait
Dostoïevski : ils ne sont pas toujours des hommes. C’est l’usage de la
parole, affirme-t-il, qui fait que les hommes sont des hommes.
Au Lager, « l’usage de la parole est tombé en désuétude (…) »
« Les prisonniers étaient dépouillés de tout, jusqu’à leur nom.[9]» Concernant les nazis et
tous ceux qui collaborent de différentes façons et à différents degrés
avec eux, il ajoute : « les personnages décrits dans ces pages ne
sont pas des hommes. Leur humanité – nous pourrions lire « leur
dignité » - était enterrée, ou encore, ils l’avaient enterrée eux-mêmes
sous l’outrage adressé ou infligé aux autres (…) Tous ceux-là étaient liés
par une même désolation interne. »[10]
Primo Levi indique que s’il a pu ne pas oublier qu’il était un homme[11], dans ces temps marqués par
la « grève morale du nazisme [12] », c’est grâce au souvenir maintenu par un autre prisonnier de
l’existence d’un monde juste au dehors. Cette affirmation consonne avec celle
d’Aaron Appelfeld des années plus tard selon laquelle, malgré tout le
vécu durant la seconde guerre mondiale, il est resté confiant en
l’humanité. [13]
Parole et silence
Si l’usage de la parole nous humanise, il ne s’ensuit pas pour autant que
le silence nous déshumanise nécessairement. L’usage de la parole -
prendre la parole - met toujours en jeu un temps propre pour chacun, et
davantage encore après la rencontre avec un réel dévastateur qui fait tomber
les idéaux de la civilisation dont nous nous soutenons. Ce temps est
particulier à chacun et il est nécessaire, on ne peut ni le forcer ni le
rejeter comme négatif.
C’est ce que Jorge Semprun transmet très bien dans L’écriture ou la vie[14] ; il indique qu’à sa sortie
de Buchenwald, il lui fallut plus de dix ans pour pouvoir commencer à écrire,
parce qu’il savait qu’autrement il n’aurait pu écrire sur autre chose que sur
le vécu au Lager. Il avait besoin de prendre distance, du fait d’avoir été
traversé par la mort, de l’avoir vécue d’une certaine manière, ou d’en être
revenu[15]. Il ne pouvait écrire s’il voulait choisir la vie.
Le temps est propre à chacun pour la prise de distance, la séparation
d’avec l’Autre, que requiert de penser. C’est le temps particulier pour sortir
de la « Maison des morts », c’est-à-dire, pour recommencer à désirer
après la dévastation.
Cependant, il ne s’agit pas d’opposer victime et sujet, de faire
s’équivaloir quelqu’un identifié à une victime avec quelqu’un en position
d’objet. S’identifier à la victime peut être la manière propre à un sujet de
prendre la parole. Il peut arriver qu’un sujet fasse usage du signifiant
« victime », par exemple, pour commencer à se séparer de la rencontre
avec une jouissance dévastatrice et se situer ainsi du côté de la vie.
La clinique analytique est toujours une clinique du un par un. Et l’unique
dignité que nous puissions « donner » à un sujet est de le considérer
en tant que tel, de lui attribuer son lieu et son temps, afin qu’à un certain
moment il puisse advenir, c’est-à-dire, répondre.
Notes:
[1]Dostoïevski, Fédor, Récits de la maison des morts, Flammarion, Paris
[2]Dostoïevski, Fédor, op. cit.. Ndt : pour cette citation et les
suivantes, il s’agit de notre traduction ;
[3]Dostoïevski, Fédor, op. cit.
[4]Dostoïevski, Fédor, Notes d’un souterrain, Paris Flammarion,1992.
[5] Tchékhov, Anton, L’île de Sakhaline - notes de voyage, Paris,
Gallimard, 2001.
[6]Soljenitsyne, Alexandre, Une journée d’Ivan Denissovitch, Paris,
Julliard, 1963 ; l’Archipel du Goulag, Paris, Seuil, 1974.
[7]Levi, Primo, Si c’est un homme, Livre de Poche 1988 ; Les
naufragés et les rescapés, Gallimard, 1989 ; La trêve, Livre de
Poche, 2003.
[8]Levi
Primo, op. cit.
[9]Levi,
Primo, op. cit.
[10]Levi,
Primo, op. cit.
[11]Levi,
Primo, op. cit.
[12]Levi, Primo, Œuvres, Paris, Laffont, 2005, coll. Bouquins.
[13]Appelfeld, Aaron, Histoire d’une vie, Paris, Ed. de l’Olivier, 1994.
[14]Semprun, Jorge, L’écriture ou la vie, Paris, Gallimard, 1996, coll. Folio.
[15]Semprun,
Jorge, op.cit.
Traduction
Jean-François Lebrun
*******
Sulla dignità
della vittima. Parola e silenzio
Il termine “vittima” si associa frequentemente nei discorsi -
sociali, filosofici o giudiziari -, vincolati ai Diritti umani, con il termine
“dignità”, sia perché si parli di ciò che ha strappato alla vittima la sua
dignità, sia perché la si difenda per darle o restituirle la sua dignità.
In questi stessi
discorsi, si considera la dignità un valore dell'essere umano in quanto è
autonomo e può prendere decisioni con libertà, vale a dire, sa governare se
stesso, cosa che lo rende meritevole di rispetto.
Allora, potremmo
pensare, aiutati dalle operazioni lacaniane della causazione del soggetto, che
la dignità sarebbe una qualità intrinseca del soggetto che si è procurato
uno stato civile separandosi dall'Altro.
Vi sono, però,
situazioni in cui l'autonomía della persona è severamente diminuita, quando non
cancellata, e, ciononostante, i soggetti mantengono la loro dignità.
La dignità può
allora pensarsi, piuttosto, come qualcosa che un soggetto puo perdere, che
altri possono strappargli, o, in conseguenza, restituirgli.
Essa nomina la capacità di scegliere, anche in quelle occasioni nelle
quali, in molti sensi, non si può scegliere niente. Implica la capacità di
rispondere, sebbene talvolta l’unica risposta possibile di fronte a un reale
indicibile sia il silenzio. Altre volte, per esempio, il soggetto, affronta
l’irrapresentabile attraverso la scrittura.
Nelle sue Memorie
dalla casa dei morti [1] del 1862, Dostoievski raccoglie parte della sua
esperienza nella prigione militare di Omsk (Siberia), dove fu deportato nella
metà del secolo diciannovesimo per il suo attivismo socialista. All'inizio,
l'arrivo in prigione lo precipita nella disperazione e nell’isolamento,
poco a poco incomincia a relazionarsi con gli altri carcerati, alcuni
prigionieri politici come lui; altri, soldati provenienti da battaglioni
disciplinari; per la maggior parte contrabbandieri, falsificatori e banditi di
professione, piccoli ladri, assassini occasionali, ecc. Inoltre, alcuni
"criminali pervertiti e feroci". Ad eccezione di pochi nobili come
lui, la maggior parte è gente del popolo, le cui vite sembrano
drammaticamente determinate fin dall’inizio, a causa di condizioni
socio-economiche estremamente dure.
Con una
narrazione organizzata alla maniera di un report circa la prigione, va
descrivendo gli altri detenuti e i carcerieri. Racconta le sue routines e
i suoi obblighi: l’arbitrarietà della disciplina e delle punizioni fisiche, le
torture, le inutili umiliazioni ed anche la crudeltà di regole senza senso.
Però, “l’uomo,
scrive, è un essere che si abitua a tutto; è questa, penso, la sua migliore
definizione”. [2]
Dostoievski
scopre in prigione una realtà comune ed infame, alla quale, come aristocratico,
non è stato sensibile fino a quel momento: il dolore del popolo russo
condannato sin dall’inizio ad una vita ingiusta e miserabile, senza speranza.
Questa scoperta lo trasforma portandolo a interrogare gli ideali politici per i
quali è andato in prigione.
“Gli uomini, afferma, sono uomini dappertutto. Anche in prigione, tra
criminali, durante questi quattro anni, potei, finalmente, distinguere le
persone.” Infine, ciò gli permette di valutare che il tempo passato in
prigione, suo malgrado, non è stato vano: non conoscendo fino ad allora, in
quanto aristocratico, la realtà del popolo russo, ora lo conosce meglio di
chiunque e può scriverne. Questa trasformazione ha per lui un senso di
rigenerazione che esprimerà nelle ultime righe delle Memorie come la
possibilità di una nuova vita, che chiama” una resurrezione fra i
morti”[3]. Questo mutamento si farà
evidente nelle Memorie dal sottosuolo [4], del 1864, la sua opera
successiva.
Le Memorie
inaugurano la letteratura penale russa ed il suo stile influenzerà e segnerà le
opere successive, così come si può vedere nel reportage che fece Checov, nel
1895[5], nell’isola di Sajalín, o nelle opere di Alexander Solzhenitsin[6] sui
gulag sovietici, nel XX secolo.
Troviamo il segno
di quest’opera anche nella cosiddetta Trilogia di Auschwitz di Primo
Levi[7]. L’autore strizza l'occhio alle Memorie quando, nel ringraziare
le uniche parole amabili ricevute all’arrivo nel Lager, afferma di non aver
dimenticato la faccia mansueta del giovane prigioniero che lo “accolse sulla
soglia della casa dei morti”[8].
Le riflessioni su che cos’è un uomo attraversano la trilogia. Per lui, gli
uomini non sono uomini dappertutto come diceva Dostoievski: Non sono uomini
sempre. È l’uso della parola, afferma, che fa sì che gli
uomini siano uomini.
Nel Lager “l’uso
delle parole era caduto in disuso (…). “I prigionieri erano spogliati di tutto,
persino dei loro nomi”[9]. Rispetto ai nazisti e a tutti quei prigionieri che
collaborarono in diverso modo e grado con loro, aggiunge: “I personaggi di queste
pagine non sono uomini. La loro umanità, - potremmo leggere la “loro dignità” –
era sepolta o loro medesimi l’avevano sepolta sotto l’offesa repentina inflitta
agli altri(…) Tutti loro erano imparentati da un'unica desolazione
interiore”[10].
Grazie ad
un’altro prigioniero, che gli fa ricordare che c’è ancora un mondo al di fuori
di quello, Primo Levi afferma di non aver dimenticato di essere un uomo[11]
durante questo tempo segnato dallo “sciopero morale del nazismo”[12].
Un’affermazione in consonanza con l’affermazione realizzata anni dopo da Aaron
Appelfel, secondo cui, a dispetto di quanto ha vissuto durante la Seconda
Guerra Mondiale, lui ha continuato ad avere fiducia nell’umanità.[13]
Parola e silenzio
Se l’uso della
parola ci umanizza, ciò non vuol dire che il silenzio necesariamente ci
disumanizzi. L’uso della parola, prendere la parola, mette sempre in gioco un
tempo proprio per ognuno, soprattutto dopo l’incontro con un reale
devastatore che fa cadere gli ideali della civilizazione sui quali ci
sosteniamo. Questo tempo è particolare per ciascuno ed è necessario, non si può
forzare, né rifiutare come qualcosa di negativo.
Jorge Semprún lo
trasmette molto bene quando spiega, in La scrittura o la vita [14], che
dopo la sua uscita da Buchenwald ha avuto bisogno di più di dieci anni per
iniziare a scrivere, perché se lo avesse fatto, era consapevole di non poter
scrivere di nulla all'infuori del Lager. Bisognava prendere le distanze dal
fatto di essere stato attraversato dalla morte, di averla vissuto in qualche
modo, di essere ritornato da essa[15]. Non poteva scrivere se voleva scegliere la vita.
C’è il tempo
proprio di ognuno per mettere la distanza, la separazione con l’Altro, che
richiede di pensare. Il tempo particolare per uscire dalla “casa dei morti”,
insomma, per tornare a desiderare dopo la devastazione.
Ciononostante,
non si tratta di contraporre vittima e soggetto, di fare equivalere qualcuno
identificato a una vittima con qualcuno in posizione di oggetto, identificarsi
alla vittima può essere il modo in cui il soggetto prende la parola. Talvolta,
un soggetto puo fare uso del significante “vittima” , ad esempio, per
cominciare a separarsi dall’incontro con un godimento devastatore e mettersi
così dalla parte della vita.
La clinica analitica
è sempre una clinica dell’uno per uno. E l’unica dignità che possiamo “dare” a
un soggetto è trattarlo come tale, concedergli un suo luogo e un suo tempo
affinché ad un certo momento possa avvenire, vale a dire, rispondere.
Notas:
[1] Dostoievski, Fiodor, Memorias de la casa muerta,
Barcelona, De Bolsillo, 2004.
[2] Op. cit., p. 45.
[3] Op. cit., p. 414.
[4] Dostoievski, Fiodor, Apuntes del subsuelo,
Madrid, Alianza Editorial, 2000.
[5] Chèjov, Anton, La isla de Sajalín, Barcelona,
Alba, 2005.
[6] Obras tales como Un día en la vida de Iván Ilich
o Archipiélago Gulag.
[7] Levi, Primo, Trilogía de Auschwitz, Barcelona,
Aleph Editores, 2005.
[8] Op. cit., p. 53.
[9] Op. cit., p. 549.
[10] Op. cit., p. 550.
[11] Op. cit., p. 156.
[12] Levi, Primo, Vivir para contar. Escribir tras
Auschwitz, Barcelona, Alpha-Decay, 2010, parte 3.
[13]
Appelfeld, Aharon, Historia de una vida, Península, Madrid, 2005.
[14]
Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1998.
[15] Op. cit., p. 27.
Traduzione di Luisella Rossi.
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