Desde
que tengo memoria, supe y experimenté una desigualdad de oportunidades
ofertadas a los muchachos y a las muchachas en lo que concierne a posibilidades
sociales. El discurso sostenido en mi familia a ese respecto era más bien
progresista, pero algunos enunciados a veces venían a recordar los prejuicios
de la tradición y la religión, empezando por los de mi abuela, que repetía que
«una muchacha no vale mucho». Así pues, siempre fui feminista, eso iba de suyo.
Pero haber hecho esa elección decidida de modo precoz –elección a menudo
sometida a burlas y críticas– no me otorga una legitimidad particular para
tomar la palabra hoy ante ustedes, que comparten estos valores y elecciones,
cada uno y cada una de una manera que le es propia.
Si
hoy tomo la palabra, es en nombre de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,
gracias a la confianza de su presidente, Miquel Bassols, y para transmitir
algunas luces que el psicoanálisis puede echar sobre las discriminaciones que
sufren las mujeres y de ese modo contribuir a hacer progresar los saberes y las
costumbres en este campo.
Es,
entonces, en tanto que ejerzo la práctica del psicoanálisis desde hace muchos
años, que considero tener algo preciso que aportar. El psicoanálisis,
disciplina orientada por los saberes científicos, es ante todo una experiencia
subjetiva, conducida de modo ordenado. Propone un lugar, un dispositivo en el
que cada sujeto puede venir a hablar de su sufrimiento y de los conflictos que
lo dividen. La contribución del psicoanálisis a la causa de las mujeres
consiste, entonces, en darles la palabra, en escucharlas testimoniar, una por
una, en su diversidad, acerca de sus dificultades con lo que piensan que es lo
femenino. En ningún caso pretende formular enunciados de tipo normativo sobre
los deseos que las animan o los conflictos que las dividen, pero puede
modelizar los funcionamientos psíquicos necesarios para encontrar soluciones
susceptibles de satisfacer a los sujetos. Hoy hablaré de una de ellas: la
identificación.
Desde
su nacimiento, con Freud, a principios del siglo XX, el psicoanálisis ha
evolucionado mucho, puesto que siempre está en contacto directo con la época en
la que tiene lugar. Jacques Lacan ha formalizado sus bases. La más fundamental
es el lazo orgánico entre el inconsciente freudiano y el lenguaje: el
inconsciente está estructurado como un lenguaje. A ese respecto,
dirigiéndose en 1970 a los participantes de un coloquio sobre el
estructuralismo celebrado en la universidad Johns Hopkins en Baltimore, pudo
decir: «aquí no se trata de ningún lenguaje especial, tal como el lenguaje
matemático, semiótico o cinematográfico. Hay solo un tipo de lenguaje: el
inglés o francés, por ejemplo, el lenguaje que la gente habla… El inconsciente
piensa con palabras, con pensamientos que escapan a la vigilancia».(1)
El
inconsciente sexual no es el instinto, se dice en la lengua común que hablamos.
Los pensamientos de los cuales está hecho adoptan las evoluciones del discurso
en el que vivimos en lo cotidiano. Los procesos de identificación, que permiten
a cada sujeto representarse sexuado, son procesos de lenguaje. Nos definimos
por categorías de lenguaje y de pensamiento que son la realidad en la que
creemos. Las lenguas habladas están ordenadas por un binario fundamental:
hombre/mujer. Por consiguiente, la experiencia de un análisis constituye un
observatorio notable de lo que hoy quiere decir para cada uno «ser un hombre» o
«ser una mujer», a menudo enunciado en términos diferentes a los que estaban en
uso en tiempos de Freud. Sin embargo, el mecanismo subjetivo que está en juego
es el mismo. Es por eso que el psicoanálisis trata la cuestión del género por
la vía de las identificaciones.
El
género, en la experiencia de un análisis, está vehiculizado por
identificaciones sexuales concernientes a dos registros. El género concierne al
registro simbólico. El primero es una identificación a palabras, decimos más
habitualmente a significantes, que son también prescripciones de roles y de
lugares. Para un sujeto humano, los hombres y las mujeres son seres de discurso
y solamente eso. El discurso es lo que constituye el lazo social que es el lazo
sexuado. Constituye un verdadero manual, en una sociedad dada, en una época
dada, de los modos de satisfacción permitidos o prohibidos. Está hecho de
sedimentos arqueológicos de los enunciados de una lengua, que se elaboran a lo
largo del tiempo a partir de estos estratos. Estas categorías segregativas
hombres/mujeres no son menos vinculantes, puesto que se imponen al sujeto como
marcos a priori de su realidad sexuada. La única posibilidad de separación
respecto a la lógica de un discurso se obtiene por la aparición de nuevas
coordenadas vía la emergencia de otro discurso, en principio minoritario. Es
entonces el orden simbólico el que define un «ser una mujer» y un «ser un
hombre», categorías de discurso que prescriben lugares, roles sociales, así
como modos de gozar diferenciados.
Estas
categorías estaban hasta hace poco determinadas por el sistema simbólico de
base: la estructura familiar. Lacan se interesó mucho en la familia y la obra
de Claude Levi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, fue
para él una referencia. Por otra parte, este sistema se basa en la dualidad
hombre/mujer. Las llamadas mujeres son definidas en el seno del sistema familiar
por un cierto número de funciones que se imponen a los sujetos: hija, hermana,
esposa o concubina, y sobre todo madre. El inconsciente define la feminidad a
partir de estos lugares, verdaderas carreteras de identificaciones. Una vez
planteados, contribuyen a definir otros lugares y funciones, esta vez fuera del
sistema de parentesco: solterona, puta, bruja, loca, etc. Una joven en análisis
recientemente decía: «Tenemos el derecho a pasar por el espacio público, pero
no a investirlo». Recientemente, la AMP ha tenido que defender a tres colegas
psicoanalistas que habían sido, una encarcelada, la otra amenazada y la última
internada, porque llevaban su práctica profesional justamente al espacio
público.
Tomemos
dos ejemplos del tipo de enunciados por los cuales funciona el sistema de
identificación sexuada. Ejemplo histórico: las obras de los médicos higienistas
del siglo XIX –que constituyeron los archivos de un trabajo que realicé sobre
las nodrizas del siglo XIX– afirmaban todos lo mismo: «Las mujeres nacen para
ser madres», frase que transforma la maternidad en destino natural. Sin
embargo, justamente constataban que tal no era el caso en la realidad:
condenaban esos casos y querían modificar esa realidad. Ejemplo reciente: el 24
de noviembre de 2014, el primer ministro turco Erdogan afirmaba que las mujeres
no podían ser consideradas como iguales a los hombres y que «su rol en la
sociedad es tener hijos». En ambos casos podemos constatar que se trata de
significantes amo, del modo imperativo y de juicios en modalidad universal
(«todas las mujeres son… »). Frente a estas identificaciones impuestas que
corresponden a procesos segregativos, la experiencia analítica, permitiendo el
despliegue de otro discurso, hace volar en pedazos esta universalidad. Se produce
entonces la caída o el mantenimiento, esta vez elegido, de una identificación.
Desde
hace algunas décadas, sobre todo en las sociedades occidentales, los sistemas
de parentesco conocen una mutación a gran escala impulsada por la economía, la
ciencia y las costumbres, mientras que su estructura poco había cambiado desde
el neolítico. De ello resulta una fragilización de las identificaciones
tradicionales. En particular, parece posible que padre no coincida
necesariamente con hombre y madre con mujer.
Las
recientes manifestaciones que tuvieron lugar en Francia contra el matrimonio
para todos, es decir, contra el matrimonio entre personas del mismo sexo, son
el signo de la violencia de los conflictos que hoy afectan a los sujetos en el
establecimiento de sus identificaciones. Los analistas pueden escuchar sobre el
diván las divisiones internas que se derivan de identificaciones
contradictorias y de elecciones nuevas que tiene que efectuar cada sujeto. El
género y el registro imaginario Pero existen también identificaciones a
imágenes cuya matriz es la imagen especular. Participan del discurso, pero
corresponden a la dimensión de lo imaginario, tal como Lacan la define a partir
de la relación específica que mantiene el pequeño ser humano con su imagen en el
espejo. A nivel de lo imaginario, se puede afirmar que hay machos y hembras,
como en la mayor parte del reino animal. Estas categorías remiten a la imagen
del cuerpo, puesto que es en función de la percepción de la imagen que se puede
generalmente diferenciar el sexo en la mayoría de las especies: colores,
formas, tamaños, etc.
En
la especie humana, estas diferencias de imágenes vinculadas a la reproducción
sexual son redobladas o corregidas por las marcas sociales y por lo tanto
simbólicas. La potencia de la huella producida por la percepción inmediata de
las imágenes, tanto la del cuerpo global como la de sus componentes, viene a
paliar la ausencia de consistencia material del want to be simbólico.
Empuja entonces a pasar del macho al hombre y de la hembra a la mujer. La
referencia a una «naturalidad» de género, esencial particularmente en la
tradición religiosa, se debe a este recubrimiento del significante y de los
lugares simbólicos, por medio de la imagen y de su supuesta naturalidad. Sin
embargo, en análisis, las mujeres testimonian turbaciones con su cuerpo,
dificultades para asumirlo, para aceptarlo. Eso resulta especialmente difícil
debido a que los modelos, difundidos masivamente por parte de una civilización
que produce cada vez más imágenes, se imponen de modo planetario. También
testimonian la necesidad para cada una de definir su cuerpo, en función de su
historia singular, según sus propias normas imaginarias.
Algunas
experiencias, los primeros períodos por ejemplo, muestran que, para una mujer o
una niña, su propia feminidad corporal es frecuentemente un enigma. ¿Las
gametas tienen un género? Por último, el paisaje se complica con los avances de
la biología que muestran que la reproducción no está ni hecha de
identificaciones simbólicas ni hecha de identificaciones imaginarias, sino que
se basa en última instancia en lo real sobre la diferencia entre espermatozoide
y ovocito. Eso permite cortocircuitar el ser mujer/ser hombre, así como la
imagen masculina o femenina, es decir, todas las referencias por medio de
identificaciones. Finalmente, a nivel de lo real, lo masculino y lo femenino se
reducen a células y se emancipan de las referencias exclusivas que constituían
anteriormente la imagen global del cuerpo y el discurso del amo.
Estos
tres niveles, hoy más precisamente diferenciados, exigen por parte de los
sujetos decisiones más individuales y más solitarias que en el pasado.
Requieren también un anudamiento y ofrecen finalmente a las mujeres, y también
a los hombres, posibilidades más numerosas en términos de diversidad de
elección de vida y de modos de goce. La superioridad ancestral atribuida a lo
masculino en términos de valores, o incluso la complementariedad supuesta entre
hombre y mujer, hoy ya no obtienen unanimidad. Perdieron el alcance de verdad
que la creencia les daba. Freud ya había constatado que no eran sino un mito
que no resistía a la realidad del análisis de los lazos entre hombres y
mujeres. La misma constatación llevará a Lacan a formular una proposición que,
en su tiempo, produjo escándalo: afirmó y demostró que no hay relación
sexual… que pueda escribirse entre hombres y mujeres –«relación» debe
entenderse en el sentido de una ley natural. Lo cual implica que, entre sujetos
que hablan, no hay lazos sino por medio del discurso. Esos lazos están entonces
en constante evolución. Ninguno puede pretender ser una ley eterna y valer
universalmente. Este movimiento de diversificación no se efectúa sin caos ni
violencia.
Jacques-Alain
Miller, en una intervención en el VIII Congreso de la AMP, desarrollaba en qué
los sujetos contemporáneos están «desbrujulados». Estos cambios de paradigmas
del discurso se acompañan en efecto de deseos nuevos y síntomas inéditos. Es en
este nivel individual en donde interviene el discurso analítico. Ofrece un
espacio de palabra que puede hacer caer las identificaciones obsoletas ligadas
a enunciados y a imperativos congelados. Por lo tanto, vuelve posible
elecciones decididas en función del real al que cada uno, cada una, se
confronta.
Para
concluir, daré la palabra, en forma de agudeza, a una analizante en fin de
análisis: «quiero volverme la mujer de mi vida». La experiencia analítica, en
lo que concierne al género, está organizada por el siguiente principio, que por
otra parte vale para los supuestos hombres y supuestas mujeres: cada uno debe
construir su propia definición del género.
En
1974, Lacan podía decir: «El ser sexuado no se autoriza sino de sí mismo… y de
algunos otros, es en ese sentido que hay elección».(2)
Traducción:
Lorena Buchner.
*Exposición
presentada en el evento llamado “paralelo” organizado por la Asociación Mundial
de Psicoanálisis (AMP) el 19 de marzo
de 2015 en Nueva York, en ocasión de su participación en la 59° sesión de la Comisión de la Condición de
las Mujeres (CSW) de la ONU-Mujeres. Texto publicado en francés en Lacan
Quotidien N° 494, disponible en:
http://www.lacanquotidien.fr/blog/wp-content/uploads/2015/03/LQ494.pdf y en este mismo BLOG-AMP http://ampblog2006.blogspot.com.es/2015/04/lacan-quotidien-ce-que-la-psychanalyse.html
Notas:
1-. Lacan, J., «Of
the structure as the inmixing of an Otherness», exposición realizada durante el
coloquio que tuvo lugar en Baltimore, Languages of Criticism and the Sciences
of Man, the Structuralist Controversy,
ed. R. Macksey and E. Donato, Johns Hopkins Presse, 1970.
2-. Lacan, J., El Seminario, libro XXI, «Los no
incautos yerran», clase del 9 de abril de 1974, inédito.
*From: http://www.psicoanalisisinedito.com/2015/05/marie-helene-brousse-lo-que-el.html?spref=tw
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