En el contexto social actual, derivado del nuevo orden simbólico, y con la presión del discurso del mercado de consumo, la gente corriente se busca la vida como puede. La otra gente también, salvo que tiene más y mejores oportunidades para buscarse la vida como quiere. Sin entrar en consideraciones sociológicas, me interesa subrayar el orden de la elección que, desde el psicoanálisis, es una condición esencial para que un sujeto que se nombra como víctima se sienta concernido a asumir la responsabilidad de responder, ante los hechos y ante sus dichos.
Como
señala J. R. Ubieto, en nuestra clínica se trataría de apuntar a lo singular de
la víctima más que a aquello que lo colectiviza1. Durante algunos
años he atendido a niños, jóvenes y sus familias en uno de los territorios del
mapa urbano de Barcelona más castigados por la precariedad económica y social
que se ha recrudecido a medida que la crisis ha hecho mella en el interior de
los hogares, de las escuelas e institutos, de los centros de atención primaria
sociales y ambulatorios, en las comisarías, en sus plazas y calles…
Sus
gentes, y los casos, me han enseñado muchas cosas, entre otras que existe el
hecho de ser "víctimas de…"
por ejemplo, del funcionamiento del sistema, pero también que los sujetos, uno
a uno, pueden y quieren contestar, pedir, defenderse, quejarse, gritar contra
ese sistema. En definitiva, muchos no se esconden de responder, aunque hace
falta verificar desde dónde y hacia dónde para que sus respuestas singulares
sean debidamente acogidas, desde cada lugar y función.
Algunos
de las muchas personas africanas que allí viven, entre otras culturas
supervivientes, han pasado por la institución de salud mental, desde donde les
atendí, para ser escuchados. Una madre de Nigeria me decía que aunque allí no
se le daba nada, en cuanto a objetos materiales, se encontraba mejor. Ser
escuchada y obtener una respuesta que apunta a la ética de la responsabilidad
provocaba la dignificación de la cosa. Se hacía sentir esa dignidad que tanto
cuesta obtener cuando el medio se empobrece, se deteriora y hasta las
relaciones humanas entran en el centrifugado de la precariedad.
El
hijo, un niño de 9 años llegó con cinco, triste, huidizo y asustadizo. Apenas
yo entendía su lalengua, mezcla de
inglés, castellano y catalán, aderezada con sus dificultades de lenguaje, le
tendí la mano para enseñarle el camino hacia la consulta, y él me dio su manita
de piel áspera y rasposa. La apuesta fue la de escuchar lo que él me quería
decir, aunque fuese ininteligible. Con el tiempo, inventó un juego
significante, esto es, cuando le
saludaba y le preguntaba: "Gabriel, ¿cómo estás?", el niño me
decía: "Fatal" y al ver mi cara seria y mi siguiente pregunta:
"Y cuéntame, ¿qué te ocurre?" Él gozoso, con una gran sonrisa
respondía: "¡Es broma, te lo has creído!". Entre broma y broma, me
fue contando que los padres, que lo pasan mal por la escasez de recursos
económicos y con la guillotina al cuello bajo la amenaza del desahucio, le pegan
porque él se porta mal. Añadía:
"…pero no se lo cuentes porque entonces se enfadarán y me castigarán
más".
Un
día advertí que estábamos conversando y que me contaba que había escrito y
había leído en el cole, y exclamé "Gabriel, hablas y te expresas muy bien,
y además has aprendido a leer y escribir". Estoy muy contenta. Esto nos
sirvió también para que la madre y el padre entendieran que el hijo sufre de la
situación en la que viven, pero no tanto por la escasez de medios y de objetos,
sino por la respuesta de los padres atrapados en su condición de "víctimas de la pobreza". El
hijo también tiene sus propias dificultades, por las que lo pasa
"fatal". Se entiende que ellos estén angustiados y crispados ante los
problemas reales de falta de trabajo y de oportunidades, pero el hijo no tiene
por qué cargar con sus decepciones e irritaciones. Hacia el final del proceso
terapéutico, la madre me expresó su alegría de ver al hijo sano y guapo y que
esté aprendiendo mucho en el cole. El padre me confesó que él de niño no tuvo
tanta fortuna, pues sus padres le pegaban fuerte con el palo, según refiere es
una costumbre educativa en su cultura, y además soñó con ser un buen deportista
y se inició en el fútbol y atletismo. "¿Y por qué lo dejó?": "Porque
no tuve a nadie que me diera apoyo y me animara"-dijo él. Hoy, su hijo, me
cuenta su pasión por el fútbol. Nos despedimos cuando el niño, ya encarrilado
en un deseo singular, me dice que si de mayor consigue ser futbolista, le veré
por la TV y me pregunta si estaré contenta: "Estaré, como lo estoy ahora,
contenta y orgullosa de ti".
El
deseo que no hay, o se muestra accidentado, marca una modalidad de satisfacción
en cada sujeto, el goce, que produce una experiencia singular de su "ser víctima", significante, por otra
parte, central de esta sociedad evaluadora y sancionadora. E. Laurent, indica
que para Lacan "el niño es el objeto a, liberado, producido"2.
Cuando se trata de niños o jóvenes dependientes de sus familias, en situaciones
de precariedad real, y más allá, nos debemos de preguntar qué es lo que pone
freno al goce si el padre como instrumento, padre residuo, no permite mantener
juntos lo simbólico, lo real y lo imaginario. En ocasiones, el lugar que un
psicoanalista puede ofrecer puede paliar el impacto de la crudeza de la
emergencia de lo real, cuando lo simbólico y lo imaginario no alcanzan a dar un
marco de sostén. Como señala J.-D. Matet, "las soluciones elaboradas por
quienes sufrieron un perjuicio grave son variables, en la medida de las
soluciones singulares que cada cual puede elaborar para hacer frente a los
efectos de la repetición que constituyeron su historia"3.
Notas:
1- J.R.Ubieto,
"Lo singular de la víctima".
2- E.
Laurent, El goce sin rostro, Tres Haches, 2010, Argentina, pp.151-153.
3- Jean-Daniel
Matet, "¡Víctima!", ¿Cómo escapar?
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