¿Cómo olvidar? Una reflexión sobre la memoria histórica
Oscar Ventura
Sería, sin duda, una estupidez pensar que el olvido no es necesario.
El olvido forma parte de la buena relación del sujeto con el mundo. No tenemos más que imaginar, por un instante tan sólo, lo que podría significar para alguien ser esclavo de su propio recuerdo, vivir sin ese recurso privilegiado de la memoria que es el olvido.
Pensemos por ejemplo en el infierno del pasado, o en su paraíso si se prefiere, da lo mismo, representándose en un presente continuo. Jorge Luis Borges supo hacer la metáfora correcta de esta cuestión imposible, en un relato memorable: Funes el memorioso. Un tipo atrapado en la tiranía de la memoria perpetua. Condenado a no olvidar nada. Para quien quiera leerlo, si aún se ha privado de ese placer, tendrá la ocasión de verificar la angustia extrema, cercana al paroxismo de la locura, de lo que podría ser el devenir de una vida sin la experiencia del olvido.
También sabemos, los psicoanalistas lo constatamos a diario, que los mecanismos del olvido son complejos, cualquiera puede verificar lo que en la vida humana es la insistencia del recuerdo, el empuje del pasado a hacerse un lugar en el presente.
El recuerdo, obviamente, tiene una pluralidad de maneras de existir en la subjetividad. Pero hay una de ellas en la que es necesario detenerse, por la forma que toma, de insistencia, de imposición, es lo que llamamos trauma, un impacto mental, que de una manera u otra se vuelve inolvidable, imposible de ser desalojado de la memoria.
Que el trauma sea consustancial con la vida misma, no implica que no sea posible de ser desactivado en su vertiente más patológica; la que tiende a repetirlo, como un modo de sufrimiento. Cuando el traumatismo psíquico no ha sido lo suficientemente elaborado, la inercia de su presencia invade la vida, la empuja a querer olvidar y cuanto más insiste menos lo logra.
Olvidar lo traumático hasta poder neutralizar su potencia requiere de un trabajo, de un esfuerzo, que en primera instancia consiste en no pretender olvidarlo súbitamente, hay que ofrecerle el tiempo para comprender, a pesar de la intensidad del dolor que, probablemente, se pone en juego. Es un trabajo del pensamiento, imprescindible.
El estado actual de la civilización, la época esta en que vivimos, caracterizada por el vértigo del instante, sumergida en la ilusión de la velocidad absoluta, pretende borrar el pasado, sin siquiera saber de qué se trata, empuja, en su pragmatismo ciego, a un estilo de vida que evita el momento de comprender lo que ocurrió, en beneficio de adelantarse al futuro. Como si lo nuevo fuera, para decirlo rápido, sin lo antiguo.
Pretender clausurar la memoria bajo la dictadura de un presente continuo puede ser -¿por qué no?- una idea que seduce, la ilusión de un porvenir. Pero debemos estar advertidos que ello sería a condición de pensar la historia sin un relato que la construya. Como si no habría nada que olvidar.
El recuerdo para el hombre moderno se convierte en un incordio, algo que más bien se debe evitar, se es feliz sin recordar. No está mal. Pero no debemos olvidar que este tipo de felicidad se sostiene al precio del hipnotismo colectivo. A los sueños, tanto como a los recuerdos, a la vida misma al fin y al cabo, se la pretende calmar con ansiolíticos o con sobredosis de todo tipo de gadgets. Da lo mismo en esta proliferación inaudita de objetos de consumo que se nos ofrece. La estrategia consiste en abolir la memoria.
En realidad, no podemos negar a esto su parte de verdad. La que nos recuerda que el olvido es necesario y que produce, por añadidura, una serenidad posible tanto en cualquier sujeto como en la historia colectiva de los pueblos. Pero las formas que el olvido tiene de encarnarse, bien en la escena de la vida íntima como en el lazo social, bajo ningún punto de vista se presenta como algo homogéneo.
La buenas formas del olvido no se obtienen sin una elaboración del pensamiento, sin la re-construcción de los sucesos, sin el relato posible de la verdad que se adhiere a los traumatismos tanto singulares como del conjunto. Entorpecer las cadenas asociativas que tejen los recuerdos, obstruir el encuentro con el horror puesto en juego en los actos más atroces, negar, cuando un genocidio enturbia a la humanidad, el acceso a los cuerpos desaparecidos y a su dignidad de escritura en una tumba, por ejemplo, son maniobras solidarias con el rasgo cínico del olvido. Ese esfuerzo humanizador que llamamos memoria histórica es una forma posible de ir contra el olvido ciego, de darle al futuro la posibilidad de no repetir.
Una cosa es olvidar abriéndole el espacio al pensamiento. Y otra muy distinta es negar el pasado, ir en contra de la buena relación con el olvido. Hay un abismo entre una posición y otra. Si nos detenemos un instante en esto, constataremos que la cuestión es simple. Las consecuencias de cada posición se pueden observar con total nitidez. El cinismo de la negación está destinado a construir siempre los mismos escenarios, su brújula es la repetición. Porque eso que llamamos la memoria, cuando se la rechaza, en ese mismo movimiento de querer expulsarla, es cuando más se fija y no admite ninguna interpretación, se encapsula en su ritual de horror. Y como ignora lo que hay puesto en juego, su condena es la repetición. La peor forma que toma la ignorancia.
Inquieta escuchar en el discurso de la política que estos son temas que no interesan a nadie, irrelevantes a los intereses inmediatos. La urgencia política o económica, cuando lo insoportable de la historia se pone a cielo abierto, son eufemismos con los que nombrar la negación del pasado cuando éste retorna como verdades inconfesables. Y es allí cuando se apela a un falso pragmatismo que se refugia en actos ciegos, en la pura fascinación del presente. Y bien, entonces la memoria empuja hasta estallar.
Negar la memoria hace trizas la posibilidad de un pacto posible con el pasado. Es un modo de alejarse de las buenas formas del olvido. Es más, está destinada a lo mismo, ofrece un escenario perverso, promete redoblar la crueldad en su sed de repetición. Sería el triunfo, casi absoluto, de la pulsión de muerte. Es una forma de suicidio ser indiferente al estado de una sociedad que bascula hacia la criminalización de las apuestas éticas.
Publicado el 30 de mayo de 2010
en el Periódico Información de Alicante
Oscar Ventura
Sería, sin duda, una estupidez pensar que el olvido no es necesario.
El olvido forma parte de la buena relación del sujeto con el mundo. No tenemos más que imaginar, por un instante tan sólo, lo que podría significar para alguien ser esclavo de su propio recuerdo, vivir sin ese recurso privilegiado de la memoria que es el olvido.
Pensemos por ejemplo en el infierno del pasado, o en su paraíso si se prefiere, da lo mismo, representándose en un presente continuo. Jorge Luis Borges supo hacer la metáfora correcta de esta cuestión imposible, en un relato memorable: Funes el memorioso. Un tipo atrapado en la tiranía de la memoria perpetua. Condenado a no olvidar nada. Para quien quiera leerlo, si aún se ha privado de ese placer, tendrá la ocasión de verificar la angustia extrema, cercana al paroxismo de la locura, de lo que podría ser el devenir de una vida sin la experiencia del olvido.
También sabemos, los psicoanalistas lo constatamos a diario, que los mecanismos del olvido son complejos, cualquiera puede verificar lo que en la vida humana es la insistencia del recuerdo, el empuje del pasado a hacerse un lugar en el presente.
El recuerdo, obviamente, tiene una pluralidad de maneras de existir en la subjetividad. Pero hay una de ellas en la que es necesario detenerse, por la forma que toma, de insistencia, de imposición, es lo que llamamos trauma, un impacto mental, que de una manera u otra se vuelve inolvidable, imposible de ser desalojado de la memoria.
Que el trauma sea consustancial con la vida misma, no implica que no sea posible de ser desactivado en su vertiente más patológica; la que tiende a repetirlo, como un modo de sufrimiento. Cuando el traumatismo psíquico no ha sido lo suficientemente elaborado, la inercia de su presencia invade la vida, la empuja a querer olvidar y cuanto más insiste menos lo logra.
Olvidar lo traumático hasta poder neutralizar su potencia requiere de un trabajo, de un esfuerzo, que en primera instancia consiste en no pretender olvidarlo súbitamente, hay que ofrecerle el tiempo para comprender, a pesar de la intensidad del dolor que, probablemente, se pone en juego. Es un trabajo del pensamiento, imprescindible.
El estado actual de la civilización, la época esta en que vivimos, caracterizada por el vértigo del instante, sumergida en la ilusión de la velocidad absoluta, pretende borrar el pasado, sin siquiera saber de qué se trata, empuja, en su pragmatismo ciego, a un estilo de vida que evita el momento de comprender lo que ocurrió, en beneficio de adelantarse al futuro. Como si lo nuevo fuera, para decirlo rápido, sin lo antiguo.
Pretender clausurar la memoria bajo la dictadura de un presente continuo puede ser -¿por qué no?- una idea que seduce, la ilusión de un porvenir. Pero debemos estar advertidos que ello sería a condición de pensar la historia sin un relato que la construya. Como si no habría nada que olvidar.
El recuerdo para el hombre moderno se convierte en un incordio, algo que más bien se debe evitar, se es feliz sin recordar. No está mal. Pero no debemos olvidar que este tipo de felicidad se sostiene al precio del hipnotismo colectivo. A los sueños, tanto como a los recuerdos, a la vida misma al fin y al cabo, se la pretende calmar con ansiolíticos o con sobredosis de todo tipo de gadgets. Da lo mismo en esta proliferación inaudita de objetos de consumo que se nos ofrece. La estrategia consiste en abolir la memoria.
En realidad, no podemos negar a esto su parte de verdad. La que nos recuerda que el olvido es necesario y que produce, por añadidura, una serenidad posible tanto en cualquier sujeto como en la historia colectiva de los pueblos. Pero las formas que el olvido tiene de encarnarse, bien en la escena de la vida íntima como en el lazo social, bajo ningún punto de vista se presenta como algo homogéneo.
La buenas formas del olvido no se obtienen sin una elaboración del pensamiento, sin la re-construcción de los sucesos, sin el relato posible de la verdad que se adhiere a los traumatismos tanto singulares como del conjunto. Entorpecer las cadenas asociativas que tejen los recuerdos, obstruir el encuentro con el horror puesto en juego en los actos más atroces, negar, cuando un genocidio enturbia a la humanidad, el acceso a los cuerpos desaparecidos y a su dignidad de escritura en una tumba, por ejemplo, son maniobras solidarias con el rasgo cínico del olvido. Ese esfuerzo humanizador que llamamos memoria histórica es una forma posible de ir contra el olvido ciego, de darle al futuro la posibilidad de no repetir.
Una cosa es olvidar abriéndole el espacio al pensamiento. Y otra muy distinta es negar el pasado, ir en contra de la buena relación con el olvido. Hay un abismo entre una posición y otra. Si nos detenemos un instante en esto, constataremos que la cuestión es simple. Las consecuencias de cada posición se pueden observar con total nitidez. El cinismo de la negación está destinado a construir siempre los mismos escenarios, su brújula es la repetición. Porque eso que llamamos la memoria, cuando se la rechaza, en ese mismo movimiento de querer expulsarla, es cuando más se fija y no admite ninguna interpretación, se encapsula en su ritual de horror. Y como ignora lo que hay puesto en juego, su condena es la repetición. La peor forma que toma la ignorancia.
Inquieta escuchar en el discurso de la política que estos son temas que no interesan a nadie, irrelevantes a los intereses inmediatos. La urgencia política o económica, cuando lo insoportable de la historia se pone a cielo abierto, son eufemismos con los que nombrar la negación del pasado cuando éste retorna como verdades inconfesables. Y es allí cuando se apela a un falso pragmatismo que se refugia en actos ciegos, en la pura fascinación del presente. Y bien, entonces la memoria empuja hasta estallar.
Negar la memoria hace trizas la posibilidad de un pacto posible con el pasado. Es un modo de alejarse de las buenas formas del olvido. Es más, está destinada a lo mismo, ofrece un escenario perverso, promete redoblar la crueldad en su sed de repetición. Sería el triunfo, casi absoluto, de la pulsión de muerte. Es una forma de suicidio ser indiferente al estado de una sociedad que bascula hacia la criminalización de las apuestas éticas.
Publicado el 30 de mayo de 2010
en el Periódico Información de Alicante
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