El reciente suicidio de una niña discapacitada, víctima de
acoso escolar, nos recuerda las dramáticas consecuencias del bullying. No es un
caso único, si bien es difícil cuantificar los casos de suicidio relacionados
con el acoso. Son situaciones extremas que se suman a otras más frecuentes y
que comportan un gran sufrimiento psíquico para los chicos y chicas objeto de
esa violencia entre iguales.
Siempre hubo actos de matonismo en la escuela como nos
recuerdan personajes literarios como el estudiante Törless de Robert Musil o la
reciente obra teatral de S. Vila-Sanjuán “El club de la escalera” (Teatro
contra el bullying). Pero entender la actualidad del bullying implica situarlo
en nuestro contexto y localizar sus novedades. Una investigación en curso, y en
la que hemos recogido testimonios diversos de alumnos, padres y docentes, nos
aporta tres claves.
Por un lado el declive
de la autoridad, encarnada tradicionalmente por el padre y sus derivados
(maestro, cura, gobernante). No se trata tanto de ausencia de normas -haberlas
haylas- sino de juzgar la autoridad paterna por su capacidad para inventar
soluciones, para transmitir un testimonio vital a los hijos, a esos que como
Telémaco, hijo de Ulises, miran el horizonte escrutando la llegada de un padre
que no acaba de estar donde se le espera, para acompañar al hijo en su
recorrido y en sus impasses.
Muchos de los chicos y
chicas entrevistados nos confiesan que los adultos, profesores especialmente,
nunca se enteran de lo que pasa y ellos mismos no confían en que puedan
ayudarles a frenar ese acoso. Más allá de la exactitud de estos reproches hay
una verdad latente en ellos: los alumnos/hijos esperan algo que no llega, una
invención que les ayude a tratar el real que esa violencia implica y de la que
ellos mismos, víctimas, acosadores o testigos, son participes sufrientes. En la
espera, cualquiera puede ser víctima.
La segunda clave es la importancia
creciente de la mirada como un nuevo objeto de goce privilegiado en la cultura
digital, donde se trata de hacerse visible y asegurarse estar incluido en la
comunidad. No quedar al margen como un friki o un pringao. Junto a la satisfacción
de mirar y gozar viendo al otro víctima hay también el pánico a ocupar ese
lugar de segregado, de allí que los testigos sean muchas veces mudos y cómplices.
Mario lo tiene claro: “Es difícil tío salirte del grupo porque entonces te ven
débil y van a por ti. A veces le insultaba para disimular pero no me gustaba.
Lo hacía porque yo no quiero ser un pringao”.
La tercera es la
desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales. En un momento
en que cada uno debe dar la talla surge el miedo y la tentación de golpear a
aquel que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada uno en la
construcción de su identidad sexual. Laura lo explica muy bien: “Hay una chica
que es superpopu, cuelga fotos suyas provocativas y se gana muchos ‘me gustan’.
Algunos envían cartas y la tratan de puta por internet porque ellas también
quieren ser popus.”
Estos tres elementos convergen en un
objetivo básico del acoso que no es otro que atentar contra la singularidad de la
víctima. Elegir en el otro sus signos supuestamente “extraños” (gordo, autista,
desinhibida,...) y rechazar esa diferencia por lo que supone de intolerable para
cada uno. Es una violencia contra lo más íntimo del sujeto que resuena en cada
uno y cuestiona nuestra propia manera de hacer.
* La Vanguardia. Tendencias, sábado 11 de julio de 2015
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