Hace
un par de años tuve el privilegio de ver Incendis de Wajdi Mouawad, en
el Teatro Romea de Barcelona, dirigida por Oriol Broggi y protagonizada por
Clara Segura y Julio Manrique. En ese entonces, el impacto que me produjo fue
de tal calibre, que no pude escribir ni una línea. Estaba en shock, me
parecía imposible la aparición de semejante obra; después entendí que quizás lo
imposible era precisamente su núcleo mismo. Ese impacto se mantuvo silencioso
en mí, y tiempo después, su reestreno me dio la oportunidad de pensar algunas
cosas.
Incendis es una reescritura lúcida y apasionante de la
tragedia del Edipo de Sófocles en clave contemporánea. Se parece a una Odisea
desplegada en los escenarios de nuestras guerras, un excelso trabajo de
relectura de nuestro tiempo en donde la pregunta ¿quiénes somos? atraviesa la
devastación de la historia contemporánea. Una nueva versión del héroe clásico
encarnado en Nawal, una mujer campesina y analfabeta que, acompañada de las
palabras de su abuela, huye de su tierra a los 15 años buscando el fruto del
amor arrancado de su vientre al nacer, buscando la vida.
Los
hechos dramáticos de la trama incluyen la historia de amor, el exilio, la
guerra, las masacres entre pueblos hermanos, las violaciones, las torturas… es
el horror, y frente al horror solo queda huir. Después, el hilo que vuelve
sobre los hechos para tejerlos, es la búsqueda de la verdad de dos sujetos, Jeanne y Simon Marwan, hermanos
gemelos, que se enfrentan, en el momento de morir su madre, al enigma de su
existencia. La última voluntad de ésta es que busquen a su padre y a su hermano
mayor –ignorados hasta el momento- y le entreguen a cada uno una carta. Será de
este modo, -no sin antes atravesar una profunda crisis personal-, que cada hijo
emprende la tarea ordenada por Nawal, su madre.
El
odio, el silencio, la transmisión y el nombre recorren la estructura de la
obra. Las últimas voluntades de Nawal muerta son oraculares. En vida calla, y
muerta habla para que las futuras generaciones rompan el silencio. Pero eso que
guarda el silencio, eso que no dice, sin embargo, va a tener que ser
encontrado, es necesariamente el resultado de una búsqueda. La naturaleza de lo
que recubre el silencio no es una información, no es solamente el dato de un
hecho objetivo, sino que constituye la verdad más íntima para cada uno. Es la
verdad del deseo que los trajo al mundo. Por eso el silencio en esta obra es
majestuoso. El enfermero que cuidó a Nawal los últimos 5 años de vida, gravó su
silencio en cintas de cassette. Ese silencio, puntuado por el ritmo de
su respiración, funcionará como motor que empuja a un querer decir. Sus hijos
emprenderán el viaje para hacerlo hablar. La obra es por tanto un homenaje a la
palabra, al bien decir, un invite a combatir la ignorancia que vehicula la
miseria y el odio.
El
silencio es eso que transporta el tiempo, el tiempo necesario que cada cual
necesita para ver, comprender y concluir. El silencio es algo suspendido, ahí,
frente a nosotros, que aguarda el momento, que no sabe, que sufre sin llanto ni
grito, que late y puntúa. El silencio en Incendis es también el lapso de tiempo
necesario para poder colocar el nombre sobre la tumba del muerto. Porque para
poder pervivir en la memoria de los otros hay promesas que deben cumplirse.
El
nombre de la abuela de Nawal se escribirá cuando ella, su nieta, aprenda a
escribir. Cuando el deseo de su abuela siga vivo a través de ella. “Vete de
aquí, aprende a leer, escribir y contar y combatirás el odio”. Si Nawal no se
hubiese hecho cargo de ese legado, el olvido hubiese arrastrado a su estirpe.
De igual modo, el nombre de Nawal sobre su tumba solo podrá gravarse una vez
cumplida la misión que encarga a sus hijos, la de buscar al padre y al hermano.
Porque esa búsqueda les conducirá a saber quien fue ella, Nawal, su madre. Si
no lo esclarece no habrá nombre sobre su tumba, es decir, no habrá habido
transmisión de su deseo, de su empuje, de su aliento vital.
El
camino emprendido por los gemelos les contará la historia de su madre, una
mujer joven y valiente que huyó de sus tierras en busca de un hijo del amor
robado al nacer por su propia madre. Acompañada por otra mujer, su amiga Sawda,
su incansable búsqueda las llevará de un lugar a otro en medio de una guerra
que nadie recuerda ya los motivos que la desencadenaron. Los hechos de
asesinato y venganza se suceden perdiéndose en la lejanía de los tiempos.
Finalmente,
el misterio develará una verdad estremecedora: el padre y el hijo son la misma
persona. Los hermanos gemelos, nacidos 25 años después de su hermano, son fruto
de las reiteradas violaciones sufridas por su madre en manos de su captor. El
asesino es el hijo buscado sin aliento por Nawal. Las cartas que depositarán
ambos hermanos en las mismas manos, se dirigen tanto al hijo amado como al
padre asesino. Lo más familiar habita en el prójimo, en el otro. Hijo y enemigo
se conjugan, son lo mismo. Por eso el combate contra el odio empieza en uno
mismo. Ella decide perdonar. Quizás lo perdona porque entiende que ese odio es
fruto de la herida sangrante de la víctima que deambuló huérfana por los
escenarios del terror. Pero seguramente, si Nawal puede perdonar, es porque
jamás retrocedió ante su deseo, porque finalmente encontró al hijo amado. Si el
asesino no la mató fue porque cantaba. Y cantó todos los años que estuvo
cautiva para estar cerca de su amiga Sawda, acompañante en la Odisea que
emprende para encontrar a su hijo.
Esta
magnífica obra, en la línea de las tragedias clásicas, nos recuerda que somos
relato y memoria, que estamos hechos de lenguaje y decires, que pasado,
presente y futuro habitan dentro de nosotros tejiendo nuestro ser. Así pues,
pese a los avances tecnológicos de la civilización que refuerzan nuestra
miseria en forma de omnipotencia, las cuestiones cruciales que nos atraviesan
son las de siempre, fueron introducidas por los clásicos. El ser continúa ahí
intacto, teniendo que responder a la imposible tarea de saber quiénes somos y
qué hacemos en este trocito de galaxia abandonada de la mano de los dioses.
Pero igual que al odio y a la miseria no los ha exterminado ningún progreso, el
deseo y el amor, aun en los peores contextos, siguen ofreciéndole un pulso al
horror. La clave pues radica en cada uno, en la posición ética para responder a
la angustia de existir, a la soledad, a la proliferación de la barbarie.
El
silencio enmascara eso: en tanto seres hablantes somos igualmente hijos del
crimen y del amor. Habitados desde que nacemos por esas fuerzas, el odio hacia
nosotros mismos alcanza con suma facilidad al otro. Es por eso que nos
resistimos a saber, porque el saber siempre perfora nuestra omnipotencia
infantil, porque lo que encontraríamos es la pasta con la que estamos hechos.
Pero es precisamente de ese pedazo nauseabundo que nos habita de donde podremos
sacar lo mejor de nosotros mismos y así ofrecerlo como resistencia al avance
implacable de la destrucción.
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